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domingo, 10 de febrero de 2019

La lógica evangélica para el ejercicio de la política, por @AlfonsoMaldonad




Alfonso Maldonado 09 de febrero de 2019

“También entre los pucheros anda el Señor”
(Santa Teresa de Jesús, F 5,8)

Una de las cosas que parece escasear más en el mundo es la honestidad. Por lo menos esa es la impresión que tiene la gente y que dan los medios de comunicación social. En efecto, las élites políticas sufren de profundo descrédito y sus afirmaciones se toman con cautela. Lo “políticamente correcto” hace que se considere cualquier información como acomodaticia con el fin de amoldarse a la opinión de las mayorías. Lo “políticamente correcto” significa “lo electoralmente conveniente”.

Ya en días pasados decía De Prada que el encuentro entre Oriente y Occidente, entre las sociedades occidentales y el mundo musulmán, era asimétrico. Que en esta especie de guerra no convencional, de radicalismos tipo yihadistas o infiltración cultural por medio de la inmigración de cualquier tipo, las sociedades como la europea anteponían intereses y conveniencias a convicciones y valores. Lo cual nos lleva al tema de la conciencia.

Cuando uno se asoma al evangelio de Lucas (12,32-48), hay una introducción que remite a la confianza en Dios en medio de las dificultades (“No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino.”). Sigue con el encorajamiento al riesgo (vender lo que se tiene y dar limosna) para subrayar que la vida hay que asumirla desde la vigilia-vigilancia (como quien se cuida de un ladrón nocturno). Para, finalmente, explicarle a Pedro cómo se aplica esto a los apóstoles a través de la parábola del administrador fiel:

Dijo Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?» Respondió el Señor: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para darles a su tiempo su ración conveniente? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. De verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si aquel siervo se dice en su corazón: “Mi señor tarda en venir”, y se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer y a beber y a emborracharse, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los infieles. «Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no ha preparado nada ni ha obrado conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes; el que no la conoce y hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos; a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más (Lc 12,41-48).

Era costumbre en tiempos de Jesús que los dueños de hacienda viviesen en la ciudad. Por lo que uno de sus empleados  tenía el cargo de administrador, extraído de la servidumbre, de todos sus bienes y posesiones durante su ausencia. Era un enorme poder de mando. Casi que podía disponer a su arbitrio de todo, sin oposición alguna. Por lo que la prolongada ausencia del dueño hace que siente que puede obrar a sus anchas. Hay que recordar que la legislación de entonces era mínima, por lo que la situación no se puede interpretar como si estuviese afectando los derechos laborales de nadie. En teoría, la última instancia era el Rey, y la referencia eran las leyes religiosas. Los siervos del relato tenían la fortuna de contar con un dueño bondadoso que los respetaba. Si nos adentramos en la lógica de la parábola, el siervo incumple cuando considera que la tardanza del dueño equivale a una total autonomía para abusar de lo que no le pertenece. Está disponiendo de lo que se le ha confiado, que no es suyo, por lo que falta a la fidelidad debida.

Las consecuencias para los Apóstoles y sucesores es evidente: son administradores de lo que no les pertenece. Están llamados a la fidelidad, a no abusar de las personas que tienen a su cargo. A servirles (dándoles el alimento a la hora). A no abusar del poder. Todos trabajan para el Señor. La imagen remite a una hacienda (sentido de laboriosidad), no simplemente a un rebaño (pasivo, sentido de mantenimiento e irresponsabilidad, que nos llega a través de ciertos sentidos bucólicos de la vida).

Pero esta lógica contrasta con la visión mundana del poder. Y esto es chocante tanto dentro de sociedades gobernadas desde sistemas democráticos y, en muchos casos, por políticos y gobernantes que se identifican con el cristianismo. Ese contraste queda remarcado por la manera cómo el papa Francisco se desempeña, cosechando admiración y liderazgo inclusive entre los no creyentes. Que la soberanía reside en el pueblo, en el mundo político, no es una novedad comercial de los llamados socialismos del siglo XXI. La alucinación del poder, de considerarse autónomos, pudiendo eludir la justicia humana, sin darle cuentas a nadie es un espejismo, un caldo de cultivo para abusos de todo tipo. Sirve para la degradación social. El caos.

Para los cristianos (los católicos) la referencia siempre debe ser el Señor: él es la principal razón para la fidelidad. Nada inmuniza tanto contra la idolatría del poder, como el amor que busca asemejarse, en el lenguaje de los místicos, con el Amado. Así como la fascinación por ser pequeños ante el Señor, como una manera de cultivar la intimidad con el Señor y estar en la lógica del Reino presentado por los Evangelios. La humildad es una virtud con vigencia para el ejercicio de los cargos públicos en la actualidad. El llamado “temor de Dios” es esa conciencia de tener que rendirle cuentas al Señor de nuestra vida. Un don que debe implorarse. De ahí que se pueda hacer una lectura “política” de la parábola y el ejercicio de los cargos públicos hoy en día.

Pero puede ser que en nuestras sociedades haya políticos que se confiesen como ateos, agnósticos o hasta de otra religión. Tal argumento no es válido que sirva de coartada para cualquier ocurrencia, pues el ser humano está obligado a buscar la verdad y a  seguir los dictámenes de su conciencia. En muchas oportunidades estos que se confiesan como no creyentes, lo hacen para amparar sus fechorías. Cuando uno de los argumentos clásicos de los ateos, para confrontar a los creyentes, es que ellos no necesitan de un dios ni a un cielo o un infierno para hacer el bien y obrar en la justicia. Lo que prueba que la falta de fe no es excusa para malograr.

Claro que yo corregiría que el quedarnos sin Dios hace que los puntos de referencia de lo que es absoluto se desdibujen, por lo que es una apuesta arriesgada. Con e tiempo el propósito inicial puede terminar en otras absolutizaciones nada humanas. Pero con todo coincido en que toda persona, sea o no creyente, debe ser fiel a lo que su conciencia le indica como bueno, justo o moral. Como digo, tal planteamiento, que debe ser crítico, reflexivo y desde la búsqueda de una verdad que no tiene que coincidir de ante mano con el propio criterio.

Pero habría que añadir otro aspecto. Si bien el creyente hace experiencia de Dios desde la fe, lo que implica que Dios es algo razonable pero no evidente, habría igualmente que apuntar que su supuesta inexistencia tampoco es algo evidente, por muchas objeciones que haya. Si bien todo ser humano está llamado a seguir su conciencia en términos de bien y mal, para el que busca con sinceridad la verdad no teme a errar y enfrentar el juicio de Dios. Es más, una sencilla medida de prudencia sería seguir la propia conciencia, que conlleva al respeto a los demás, a no usar de las prebendas de la política para propio beneficio, por si sencillamente se equivoca.


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