Francisco Fernández-Carvajal 09 de febrero de 2019
— La
fe y la obediencia son indispensables en el apostolado.
— A
todos nos llama el Señor para seguirle de cerca y para ser apóstoles en medio
del mundo. La eficacia apostólica depende de la unión con Cristo.
—
Prontitud de los Apóstoles en seguir al Señor. También Él nos llama; nos dará
las ayudas necesarias y purificará nuestra vida y nuestro corazón para que
seamos buenos instrumentos.
I. Narra
San Lucas1 que estaba Jesús junto al lago de Genesaret, donde
tuvieron lugar tantos prodigios y tantas gracias fueron derramadas por el Hijo
de Dios. La multitud se apiñaba en torno a Jesús de tal manera que le faltaba
espacio para predicar. Subió entonces a una barca y mandó que la separaran un
poco para hablar a la muchedumbre que permanecía en la orilla.
La
barca desde la que predica el Señor es la de Pedro, que ya conocía a Jesús y le
había acompañado en alguno de sus viajes. Cristo intencionadamente se mete en
su barca, se va introduciendo progresivamente en su vida y prepara su entrega
definitiva como Apóstol. Como en cualquier vocación, como en cualquier alma en
la que Dios decide meterse hondamente. Muchas gracias definitivas han tenido
una larga historia, una profunda preparación por parte de Dios; preparación tan
discreta y amorosa que, a veces, podemos confundirla con sucesos naturales, con
acontecimientos normales2.
Ha terminado
la predicación; quizá Pedro se siente satisfecho de haber prestado su barca al
Maestro. Podemos pensarlo así. Y entonces, cuando Jesús acaba de hablar a la
multitud, le dice a Pedro que prepare los remos y que bogue mar adentro.
Aquel
día no había sido bueno. Jesús los había encontrado lavando las redes, después
de una noche de trabajo inútil. Debían de encontrarse cansados, pues el trabajo
era duro. Las redes (de 400 a 500 metros cuadrados), formadas por un sistema
que constituía como una cortina de tres mallas de tres redes más pequeñas, han
de arrojarse al fondo del lago; el trabajo requería por lo menos cuatro hombres
para faenar con cada red.
Pedro
dice al Señor que han estado trabajando toda la noche y que no han logrado nada.
«La contestación parece razonable. Pescaban, ordinariamente, en esas horas; y,
precisamente en aquella ocasión, la noche había sido infructuosa. ¿Cómo pescar
de día? Pero Pedro tiene fe: no obstante, sobre tu palabra echaré la
red (Lc 5, 5). Decide proceder como Cristo le ha sugerido;
se compromete a trabajar fiado en la Palabra del Señor»3.
A pesar del cansancio, a pesar de que no es un hombre de mar el que da la orden
de pescar, y a unos pescadores conocedores de la inoportunidad de la hora para
esa tarea y de la ausencia de peces, echarán manos a las redes. Ahora por pura
fe, por pura confianza en el Maestro; los elementos que hacían o no aconsejable
la pesca han quedado atrás. El motivo de iniciar de nuevo el trabajo es la fe
de Pedro en su Maestro. Simón confía y obedece sin más.
En el
apostolado, la fe y la obediencia son indispensables. De nada sirven el
esfuerzo, los medios humanos, las noches en vela, la misma mortificación si
pudiera separarse de su sentido sobrenatural...; sin obediencia todo es inútil
ante Dios. De nada serviría trabajar con tesón en una obra humana si no
contáramos con el Señor. Hasta lo más valioso de nuestras obras quedaría sin
fruto si prescindiéramos del deseo de cumplir la voluntad de Dios: «Dios no
necesita de nuestro trabajo, sino de nuestra obediencia»4,
enseña con rotunda expresión San Juan Crisóstomo.
II.
Pedro llevó a cabo lo que el Señor le había mandado, y recogieron tan
gran cantidad de peces, que la red se rompía. El fruto de la tarea que se
hace guiados por la fe es abundantísimo. Pocas veces –quizá ninguna– Pedro
había pescado tanto como en aquella ocasión, cuando todos los indicios humanos
señalaban la inutilidad de la empresa.
Este
milagro encierra una enseñanza profunda: solo cuando se reconoce la propia
inutilidad y se confía en el Señor, utilizando a la vez todos los medios
humanos disponibles, el apostolado es eficaz y los frutos numerosos, pues «toda
fecundidad en el apostolado depende de la unión vital con Cristo»5.
Jesús
contempla en aquellos peces una pesca más copiosa a través de los siglos. Cada
discípulo suyo será un nuevo pescador que allegará almas al Reino de Dios. «Y
en esa nueva pesca, tampoco fallará toda la eficacia divina: instrumentos de
grandes prodigios son los apóstoles, a pesar de sus personales miserias»6.
Pedro
está asombrado ante el milagro. En un momento lo ha visto todo claro: la
omnipotencia y sabiduría de Cristo, su llamada y su propia indignidad. Se echó
a los pies de Jesús en cuanto atracaron, y le dijo: Apártate de mí,
Señor, que soy un hombre pecador. Reconoce la dignidad suma de Cristo, y
sus propias miserias, su incapacidad para llevar a cabo la misión que ya
presiente; pero, a la vez, le ruega que le tome con Él para siempre: sus
defectos y poca valía no le separan de su misión. Sabe ya que con Cristo lo
puede todo. El Señor le quita entonces todo temor y le desvela con entera
claridad el nuevo sentido de su vida: no temas, de hoy en adelante
serán hombres los que has de pescar. Se vale Jesús de la imagen de su
oficio, donde ha ido a buscarlo, para descubrirle su misión de Apóstol. «La
experiencia de la santidad de Dios y de nuestra condición de pecadores no aleja
al hombre de Dios, sino que lo acerca a Él. Es más, el hombre convertido se
transforma en confesor y apóstol. Las intenciones de Dios le resultan cercanas
y amables. Y su vida asume el sentido y valor más pleno»7.
A
todos nos llama el Señor para ser apóstoles en medio del mundo: delante de un
ordenador o empuñando un arado, en la gran ciudad o en la pequeña villa, con
cinco talentos o con tres; no quiere Jesús seguidores suyos de segunda
categoría. A todos nos llama para que, con santidad de vida y ejemplaridad
humana, seamos instrumentos suyos en un mundo que parece huir de Él. «Todos los
fieles, cualesquiera que sean su estado y condición, están llamados por Dios,
cada uno en su camino, a la perfección de la santidad, por la que el mismo
Padre es perfecto»8.
Y a los laicos pertenece, «por propia vocación, buscar el reino de Dios,
tratando y ordenando según Dios los asuntos temporales»9.
Llama el Señor a los cristianos y a la mayoría los deja en una ocupación
profesional, para que allí le encuentren, realizando aquella tarea con
perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios,
viviendo la caridad con todos, aprovechando las pequeñas mortificaciones que se
presentan, buscando la presencia de Dios...
III. La
llamada de Dios –y a todos nos llama– es en primer lugar iniciativa divina,
pero exige correspondencia humana: No me habéis elegido vosotros a Mí;
sino que Yo os elegí a vosotros10.
Y quizá nos encontremos con que no somos dignos de estar tan cerca de Cristo, o
nos faltan condiciones para ser instrumentos de la gracia. Es la situación de
cada hombre que halla, en lo más profundo de su alma, una fuerte e imperiosa
llamada de Dios. Así, el Profeta Isaías –como nos presenta la Primera
lectura de la Misa11–,
al experimentar la cercanía de la majestad de Dios, exclama: ¡Ay de mí,
estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo
de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los Ejércitos.
Pero Dios sabe de nuestra poquedad y, como purificó a Isaías y a tantos hombres
y mujeres que ha llamado a su servicio, limpiará nuestros labios y nuestro
corazón. Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la
mano... y la aplicó a mi boca y me dijo: Mira: esto ha tocado tus labios, ha
desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado. A nosotros nos perdona en
la Confesión, y nos purificamos principalmente a través de la penitencia.
Y
ellos -sigue narrando el Evangelio-, sacando
las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron. Después de
haber contemplado a Cristo, no tenían ya mucho que pensar. Ordinariamente, las
firmes decisiones que transforman una vida no son fruto de muchos cálculos. La
vida de Pedro tendría desde entonces un formidable objetivo: amar a
Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo demás en su existencia
sería medio e instrumento para ese fin. «También a nosotros, si
luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado
dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida
ordinaria, me atrevo a asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar
milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios»12.
El
Señor se dirige también a cada uno para que nos sintamos urgidos a seguirle de
cerca como discípulos fieles en medio de nuestras tareas, y a realizar en el
propio ambiente una audaz labor apostólica, llena de fe en la palabra de Jesús:
«“Duc in altum”. —¡Mar adentro! —Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. “Et
laxate retia vestra in capturam” —y echa tus redes para pescar.
»¿No
ves que puedes decir, como Pedro: “in nomine tuo, laxabo rete” —Jesús, en tu
nombre, buscaré almas?»13.
Contemplando
la figura de Pedro, le podemos decir a Jesús nosotros también: Apártate
de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Y a la vez le rogamos que jamás nos
separemos de Él, que nos ayude a meternos, hondamente, mar adentro,
en su amistad, en la santidad, en un apostolado abierto, sin respetos humanos,
lleno de fe, porque en nuestra oración personal sabemos oír la voz del Señor,
que nos anima y nos urge a llevarle almas. «Y, sin que tú encuentres motivos,
por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural,
sencilla –a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en
un paseo, en cualquier parte– charlaréis de inquietudes que están en el alma de
todos, aunque a veces algunos no quieran darse cuenta: las irán entendiendo
más, cuando comiencen a buscar de verdad a Dios.
»Pídele
a María, Regina apostolorum, que te decidas a ser partícipe de esos
deseos de siembra y de pesca, que laten en el Corazón de su Hijo.
Te aseguro que, si empiezas, verás, como los pescadores de Galilea, repleta la
barca. Y a Cristo en la orilla, que te espera. Porque la pesca es suya»14.
1 Lc 5,
1-11. —
2 Cfr. F.
Fernández-Carvajal, El Evangelio de San Lucas, Palabra, 5ª
ed., Madrid 1981, pp. 81-85. —
3 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 261. —
4 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 56, 5. —
5 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. —
6 San
Josemaría Escrivá, loc. cit. —
7 Juan
Pablo II, Homilía 6-II-1983. —
8 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 11. —
9 Ibídem,
31. —
10 Jn 15,
16. —
11 Is 6,
1-8. —
12 San
Josemaría Escrivá, o. c., 262. —
13 ídem, Camino,
n. 792. —
14 ídem, Amigos
de Dios, 273.
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