Francisco Fernández-Carvajal 02 de febrero de 2019
— La
esencia de la caridad.
—
Cualidades de esta virtud.
— La
caridad perdura eternamente. Aquí en la tierra es ya primicia y comienzo del
Cielo.
I.
La Segunda lectura de la Misa nos recuerda el llamado himno
de la caridad, una de las páginas más bellas de las Cartas de
San Pablo1. El Espíritu Santo, por medio del Apóstol, nos habla hoy de
unas relaciones entre los hombres completamente desconocidas para el mundo
pagano, pues tienen un fundamento del todo nuevo: el amor a Cristo. Todo
lo que hicisteis por uno de mis hermanos pequeños, por mí lo hicisteis2.
Con la ayuda de la gracia, el cristiano descubre en su prójimo a Dios: sabe que
todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo. La virtud
sobrenatural de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; no es un mero
humanitarismo. «Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental,
tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los
otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con
el prójimo, venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando
que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo»3.
Nuestro
Señor dio contenido nuevo e incomparablemente más alto al amor al prójimo,
señalándolo como el Mandamiento Nuevo y distintivo de los
cristianos4. Es el amor divino –como yo os he amado– la medida del
amor que debemos tener a los demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que
Dios mismo pone en nuestros corazones. Es a la vez un amor hondamente humano,
enriquecido y fortalecido por la gracia.
La
caridad se distingue de la sociabilidad natural, de la fraternidad que nace del
vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena... Sin embargo,
la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la
tierra, sino que los asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace
más profundos y firmes. La caridad del cristiano se expresa ordinariamente
en las virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y
cortesía, que así quedan elevadas a un orden superior y definitivo.
Sin
ella la vida se queda vacía... La elocuencia más sublime, y todas las buenas
obras si pudieran darse, serían como sonido de campana o de címbalo, que apenas
dura unos instantes y se apaga. Sin la caridad –nos lo dice el Apóstol–, de
poco sirven los dones más apreciados: si no tengo caridad, nada soy.
Muchos doctores y escribas sabían más de Dios, inmensamente más, que la mayoría
de quienes acompañaban a Jesús –gente que ignora la ley5–,
pero su ciencia quedó sin fruto. No entendieron lo fundamental: la presencia
del Mesías en medio de ellos, y su mensaje de comprensión, de respeto y de
amor.
La falta
de caridad embota la inteligencia para el conocimiento de Dios, y también de la
dignidad del hombre; el amor agudiza las potencias, las afina y despierta.
Solamente la caridad –amor a Dios, y al prójimo por Dios– nos prepara y dispone
para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida en que una
criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios -enseña
San Juan-, porque Dios es amor6.
También la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad, «pues es
imposible alcanzar aquello que no se ama»7;
y todas las obras son baldías sin la caridad, aun las más costosas y las que
comportan sacrificios: si repartiere todos los bienes y entregara mi
cuerpo al fuego, pero no tuviere caridad, de nada me aprovecha. La caridad
por nada puede ser sustituida.
Hoy
podríamos preguntarnos en nuestra oración cómo vivimos esta virtud cada día: si
tenemos detalles de servicio con quienes convivimos, si procuramos ser amables,
si pedimos disculpas cuando no lo somos, si damos paz y alegría a nuestro
alrededor, si ayudamos a los demás en su caminar hacia el Señor o si, por el contrario,
nos mostramos indiferentes; si ponemos en práctica las obras de misericordia,
con la visita a los pobres y enfermos, para vivir la solidaridad cristiana con
los que sufren; si atendemos a los ancianos, si nos preocupamos por los
marginados. En una palabra, si nuestro trato habitual con el Señor se
manifiesta en obras de comprensión y de servicio a quienes están cerca de
nuestro vivir diario.
II. San
Pablo nos señala las cualidades que adornan la caridad. Nos dice, en primer
lugar, que la caridad es paciente con los demás. Para hacer el
bien se ha de saber primero soportar el mal, renunciando de antemano al enfado,
al malhumor, al espíritu desabrido.
La
paciencia denota una gran fortaleza. La caridad necesitará frecuentemente de la
paciencia para llevar con serenidad los posibles defectos, las suspicacias, el
mal genio de quienes tratamos. Esta virtud nos llevará a dar a esos detalles la
importancia que realmente tienen, sin agrandarlos; a esperar el momento
oportuno, si es necesario corregir; a dar una buena contestación, que logrará
en muchas ocasiones que nuestras palabras lleguen beneficiosamente al corazón
de esas personas. La paciencia es una gran virtud para la convivencia. A través
de ella imitamos a Dios, paciente con tantos errores nuestros y siempre lento
a la ira8; imitamos a Jesús, que, conociendo bien la malicia de los
fariseos, «condescendió con ellos para ganarlos, como los buenos médicos, que
prodigan mejores remedios a los enfermos más graves»9.
La
caridad es benigna, es decir, está dispuesta a hacer el bien a
todos. La benignidad solo cabe en un corazón grande y generoso; lo mejor de
nosotros debe ser para los demás.
La
caridad no es envidiosa, pues mientras la envidia se entristece
del bien ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. De la envidia nacen
multitud de pecados contra la caridad: la murmuración, la detracción, el gozo
en lo adverso y la aflicción en lo próspero del prójimo. Con mucha frecuencia,
la envidia es la causa de que se resquebraje la amistad entre amigos y la
fraternidad entre hermanos; es como un cáncer que corroe la convivencia y la paz.
Santo Tomás la llama «madre del odio».
La
caridad no obra con soberbia, ni es jactanciosa.
Muchas de las tentaciones contra la caridad se resumen en actitudes de soberbia
hacia el prójimo, pues solo en la medida en que nos olvidamos de nosotros
mismos podemos atender y preocuparnos de los demás. Sin humildad no puede
existir ninguna otra virtud, y de modo singular no puede haber amor. En muchas
faltas de caridad han existido previamente otras de vanidad y orgullo, de
egoísmo, de deseos de sobresalir. También de otras muchas maneras se manifiesta
la soberbia, que impide la caridad. «El horizonte del orgulloso es
terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más
allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo
es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen
los demás: no hay sitio para ellos»10.
La
caridad no es ambiciosa, no busca lo suyo. La caridad no pide
nada para uno mismo; da sin calcular retribución alguna. Sabe que ama a Jesús
en los demás, y esto le basta. No solo no es ambiciosa, con un
deseo desmesurado de ganancia, sino que ni siquiera busca lo suyo:
busca a Jesús.
La
caridad no toma en cuenta el mal, no guarda listas de agravios
personales, todo lo excusa. No solo pedimos ayuda al Señor para
excusar la posible paja en el ojo ajeno, si se diera, sino que nos debe pesar
la viga en el propio, las muchas infidelidades a nuestro Dios. La
caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.
Es
mucho lo que podemos dar: fe, alegría, un pequeño elogio, cariño... Nunca
esperemos nada a cambio. No nos molestemos si no somos correspondidos: la
caridad no busca lo suyo, lo que humanamente considerado parecería que se
nos debe. No busquemos nada y habremos encontrado a Jesús.
III. La
caridad no termina jamás. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la
ciencia quedará anulada (...). Ahora permanecen la fe, la esperanza, la
caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad11.
Estas
tres virtudes teologales son las más importantes de la vida cristiana porque
tienen a Dios como objeto y fin. La fe y la esperanza no permanecen en el Cielo:
la fe es sustituida por la visión beatífica; la esperanza, por la posesión de
Dios. La caridad, en cambio, perdura eternamente; aquí en la tierra es ya un
comienzo del Cielo, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de
caridad12.
Esforzaos
por alcanzar la caridad13,
nos apremia San Pablo. Es el mayor don y el principal mandamiento del Señor.
Será el distintivo por el que conocerán que somos discípulos de Cristo14;
es una virtud que, para bien o para mal, estamos poniendo a prueba en todo
momento. Porque a todas horas podemos socorrer una necesidad, tener una palabra
amable, evitar una murmuración, dar una palabra de aliento, ceder el paso,
interceder ante el Señor por alguien especialmente necesitado, dar un buen
consejo, sonreír, ayudar a crear un clima más amable en nuestra familia o en el
lugar de trabajo, disculpar, formular un juicio más benévolo, etc. Podemos
hacer el bien u omitirlo; también, hacer positivamente daño a los demás, no
solo por omisión. Y la caridad nos urge continuamente a ser activos en el amor
con obras de servicio, con oración, y también con la penitencia.
Cuando
crecemos en la caridad, todas las virtudes se enriquecen y se hacen más
fuertes. Y ninguna de ellas es verdadera virtud si no está penetrada por la
caridad: «tanto tienes de virtud cuanto tienes de amor, y no más»15.
Si
acudimos frecuentemente a la Virgen, Ella nos enseñará a querer y a tratar a
los demás, pues es Maestra de caridad. «La inmensa caridad de María
por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de
Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus
amigos (Jn 15, 13)»16.
Nuestra Madre Santa María también se entregó por nosotros.
1 1
Cor 12, 31-13, 13. —
2 Mt 25,
40. —
3 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 230. —
4 Cfr. Jn 13,
34. —
5 Jn 7,
49. —
6 1
Jn 4, 8. —
7 San
Agustín, Tratado sobre la fe, la esperanza y la caridad,
117. —
8 Cfr. Sal 145,
8. —
9 San
Cirilo, en Catena Aurea, vol. VI, p. 46. —
10 S.
Canals, Ascética meditada, p. 87. —
11 1
Cor 13, 8-13. —
12 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 114, a. 4. —
13 1
Cor 14, 1. —
14 Cfr. Jn 13,
35. —
15 F.
de Osuna, Abecedario espiritual, 16, 4. —
16 San
Josemaría Escrivá, o. c., 287.
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