Michael Penfold 15 de febrero de 2019
Ha
sido más que suficiente un mes de lucha democrática, signado por la movilización
ciudadana y la aparición de un nuevo liderazgo opositor, para enrumbar el país
hacia un cambio político, que a estas alturas, si bien continúa siendo muy
incierto, luce también irreversible.
El
oficialismo difícilmente puede restaurar la posición de dominio en el que se
encontraba antes del 10 de enero, cuando estaba dispuesto, no sólo a juramentar
a Maduro, a pesar de haberse expirado su legitimidad de origen, sino también a
disolver de forma definitiva la constitución nacional.
Este
proceso histórico, inédito en los movimientos democráticos del mundo –incluso
en el transcurso de nuestra propia historia republicana–, es un esfuerzo
político y social, que pudo anclarse sorpresivamente sobre las bases de un
liderazgo capaz de crear una amplia alianza constitucional, con apoyo
internacional, orientada a promover una transición democrática desde la
Asamblea Nacional.
Las
transiciones suelen estar signadas por grandes movimientos sociales, por el surgimiento
de personalidades que terminan promoviendo aperturas en sistemas completamente
cerrados, por presión externa, por quiebres militares; pero rara vez se
construyen desde un parlamento. La concertación chilena jamás contó con un
congreso para respaldar su esfuerzo por derrotar electoralmente al General
Pinochet a través de un plebiscito constitucional. En Túnez y Egipto, la
primavera árabe fue resultado del descontento que conllevó a masivas protestas
ciudadanas que culminó en una ruptura de la coalición autoritaria. En Brasil,
la transición fue un proceso gradual marcado por una crisis interna del sector
militar, caracterizada también por una aceleración hiperinflacionaria, que
derivó paulatinamente en un nuevo orden democrático. En México, la transición
fue resultado de una crisis de legitimidad del partido hegemónico que permitió
modificar las reglas electorales, lo cual creó las condiciones para garantizar
la alternabilidad. En Argentina, una derrota militar frente a una potencia
extranjera, como lo fue la guerra de las Malvinas, produjo posteriormente el
colapso definitivo de la dictadura.
Muchos
de estos ingredientes tan disimiles convergen en el caso venezolano: nuevos
liderazgos, actores militares, violaciones de derechos humanos, hegemonía partidista,
simulaciones electorales, denuncia internacional, movilización ciudadana,
crisis económica; pero lo que en definitiva la distingue es la resistencia de
la única institución que se mantiene en pie frente a la disolución del orden
constitucional y la desintegración del funcionamiento del estado de derecho,
que no es otra que la Asamblea Nacional.
Existen
otros factores que han garantizado la irreversibilidad de este proceso, y vale
la pena mencionarlos, pero es fundamental internalizar la importancia de esta
diferencia, pues el amplio desconocimiento internacional de Maduro, así como el
rápido reconocimiento de Guaidó como presidente encargado por parte del mundo
occidental, es una consecuencia directa –no sólo del rechazo moral a un sistema
autoritario–, sino por encima de todo de la legitimidad que encarna
institucionalmente la Asamblea Nacional. Es precisamente este factor lo que ha
permitido apalancar la reyerta por el cese de la usurpación, por tratar de
apresurar el inicio de una transición que restaure el orden constitucional, así
como el llamado a organizar elecciones libres y transparentes.
De
modo que el primer dilema de la transición venezolana se deriva del simple
hecho que todos los actores deben aceptar, incluyendo el chavismo y los sectores
militares, que cualquier salida de ahora en adelante pasa por esta institución.
No es casual que cuando algún factor de poder dentro de la coalición dominante
amenaza con disolver la Asamblea Nacional o con detener a su presidente,
inmediatamente esa decisión es esquivada por otros grupos que saben que esa
jugada podría ser temeraria, precisamente, porque es una imposibilidad, es
decir, porque termina siendo un conjunto vacío. No hay amnistía, no hay
financiamiento, no hay reconocimiento internacional, no hay remoción de las
sanciones, no hay manera de recuperar la industria petrolera y, a fin de
cuentas, no hay legitimidad de ninguna alternativa transitoria, que no pase por
el tamiz de ese filtro institucional.
¿Por qué el cambio político es irreversible?
A
estas alturas el cambio es inevitable. Esto no quiere decir que el resultado
cristalice en lo que todos estamos esperando. Tampoco quiere decir que el
desenlace sea inmediato. Lo que sí parece evidente, es que el desarrollo de
esta historia, con todas sus sorpresas, comienza a tener los efectos de una
tormenta. De hecho, algunos síntomas permiten detectar las causas que explican
la velocidad con la que se ha acelerado este proceso.
El
primer factor tiene que ver con la crisis de liderazgo interno que sufre Maduro
dentro del propio chavismo. Maduro subestimó las consecuencias del 10 de enero,
pero sobre todo, sobrestimó sus capacidades para lidiar con una nueva realidad
política y con el deterioro de la situación socioeconómica del venezolano. El resultado
de este error de cálculo fue lo que terminó desmoronando su cuestionado
liderazgo, tanto en el plano internacional como incluso en la esfera nacional.
Antes del 10 de enero, estaba dispuesto a pagar un costo muy alto mundialmente
por terminar de disolver la constitución, pero nunca se imaginó que pagaría
también un costo aún más elevado nacionalmente. En su cálculo original, la
sociedad venezolana ya estaba subyugada y la oposición estaba completamente
derrotada. Sin embargo, las protestas del 23 de Enero, mostraron una sociedad
tremendamente aguerrida, que a pesar de la hiperinflación, la migración y las
fracturas opositoras, estaba dispuesta a movilizarse pacíficamente y
coordinarse nuevamente alrededor de la Asamblea Nacional. Fue en ese inédito contexto,
que comenzó a hacerse cada vez más evidente, incluso para toda la coalición
dominante, que la crisis de gobernabilidad se había vuelto tan profunda, que la
continuidad de Maduro comenzaba a estar seriamente comprometida. Es por ello
que algunos factores intuyen que lo único que les queda es resistir; pero el
chavismo y esos mismos sectores militares también comienzan a entender que
Maduro tampoco puede resolver el problema. Por el contrario, lo profundiza.
El
segundo elemento está vinculado con Juan Guaidó como presidente de la Asamblea
Nacional. La sociedad encontró un referente en un nuevo político que es
esencialmente joven, moderado, fresco, firme (sin ser intolerante) y
comprometido. Guaidó pudo comunicar con efectividad una ruta que la opinión
pública entendía que en la práctica era una tarea titánica: cese de la
usurpación, gobierno de transición y elecciones competitivas. La repetición de
este mantra también le permitió comunicar que no había salidas rápidas sino una
lucha por etapas que necesita ineludiblemente de paciencia y compromiso
ciudadano. Su extracto popular, sus capacidades de superación profesional y su
lenguaje sencillo, comenzó a contrastar con una revolución que repetía viejas
fórmulas en un país, que sumido en la depresión económica más profunda de su
historia, sin referentes futuros, comenzaba a buscar desesperadamente la
posibilidad de materializar un cambio económico y social que el régimen ya no
podía ofrecer.
Otro
elemento decisivo ha sido la desmovilización del oficialismo. Frente a la
amenaza imperial de los Estados Unidos y la posibilidad que la revolución sea
políticamente derrotada, la base del chavismo, tanto en la estructura del
partido como en los sectores populares, decidió mantenerse al margen. Esto es
sin duda sorprendente y revela que esa misma base no está dispuesta a
inmolarse. La razón es más que evidente: el votante chavista quiere lo mismo
que el votante opositor: pan, tierra y trabajo. La vieja fórmula de Rómulo
Betancourt. Todos desean frenar la hiperinflación, reunificar la familia
venezolana, retomar el crecimiento económico y contar con servicios públicos
que funcionen. El llamado a inmolarse por la revolución, pero muy especialmente
por Maduro, sin tener una contraparte económicamente funcional –que vaya más
allá de la instrumentalización clientelar de los apoyos que reciben a través de
los Clap y el carnet de la patria– pasa a ser muy poco atractivo. La represión
en los barrios frente a ese descontento social muestra una gran desesperación.
Este hecho ha exacerbado aún más la impresión en los sectores populares de que
la élite que ostenta el poder se ha quedado desfasada y que es cada vez menos
representativa.
Finalmente,
el asunto venezolano ha adquirido unas dimensiones internacionales que desborda
todo cálculo. El problema ya es más grande que el país. En la medida en que la
crisis se va acentuando, algunos países como Estados Unidos, Canadá, Colombia,
Brasil o Argentina se van a involucrar aún más precisamente porque las
consecuencias regionales del conflicto político venezolano, entre ellas, el
tema migratorio, continuarán aumentando. Lo mismo ocurrirá con Europa. Quienes
piensan que con el tiempo, aún si los factores de poder resisten, la intensidad
del compromiso internacional va a amainar, se equivocan: lo más probable es que
se haga mucho más intenso. En especial, el tema humanitario irá creciendo en
importancia.
Al
mismo tiempo, países claves como Rusia y China, no han mostrado los niveles de
compromisos esperados. China continúa apoyando políticamente pero también se
muestra mucho más pragmática y más dispuesta a favorecer la protección de sus
intereses comerciales y financieros. En estos momentos, China quiere reducir su
exposición reputacional en América Latina a los embates del triste caso venezolano,
debido a que sus inversiones y sus líneas de créditos son más importantes y
prometedoras en países como Brasil, Argentina, Perú, Ecuador o Panamá. Para
China, América Latina comienza a tener un mayor valor estratégico que una
visión exclusivamente acotada a la Revolución Bolivariana, por lo que Beijing
no quiere ser percibido como un defensor incondicional de Miraflores. Es por
ello que el gigante asiático se muestra abierto a una posible transición
siempre y cuando involucre alguna negociación.
En
cambio, Rusia sí pareciera tener una mayor disposición geopolítica a
involucrarse en el conflicto venezolano; pero también ha mostrado que prefiere
una resolución pacífica (lo cual supone alguna concesión) porque desea
igualmente proteger sus intereses comerciales en temas de seguridad y defensa
así como sus inversiones en el sector petrolero y gasífero. Incluso, aliados
como Uruguay comienzan a aceptar tímidamente que mantener la situación actual
es insostenible y que una salida a través de elecciones libres es conveniente.
Los únicos aliados que se mantienen interesados en mantener el status-quo, por
razones existenciales, son Bolivia, Cuba y Nicaragua. En términos generales, en
el plano internacional todos los actores, e incluso algunas de las naciones más
cercanas a la revolución, aceptan que Venezuela necesita un cambio y lo único
que los divide es la forma de impulsarlo.
¿Por qué no se materializa la transición?
Si el
cambio es inevitable, ¿por qué no termina de ocurrir? La razón que muchos
aducen es el factor militar. Yo agregaría que la oferta actual de transición es
insuficiente para todos los grupos relevantes, entre ellos los altos mandos
militares, que todavía controlan “de facto” los hilos del poder. Por lo tanto,
el segundo dilema de la transición es el siguiente: todos los actores, salvo el
círculo más íntimo de la coalición dominante, saben que están mejor lanzándose
a la piscina de la transición, pero una vez adentro, algunos temen que puedan
terminar ahogados. Tanto para los militares como para los chavistas, y
probablemente también para algunos actores minoritarios dentro de la oposición,
la transición pudiese llegar a generar demasiada incertidumbre.
¿Dónde
van a quedar una vez que se levante el velo del cambio político? En este
sentido, el problema central que en estos momentos detiene la transición es la
dificultad de resolver un problema de coordinación gigantesco –que si bien ha
sido superado contra todo pronóstico en el seno de la oposición– todavía no ha
sido resuelto ni dentro del mundo castrense (en parte debido al factor
disuasivo de la inteligencia militar) y mucho menos dentro de la esfera del
chavismo (precisamente porque hasta ahora Maduro ha logrado bloquear cualquier
liderazgo emergente, pero también porque tienen mucha desconfianza hacia la
oposición). Esta es la única fortaleza que le queda al régimen: taponear
cualquier intento por remover ese problema de coordinación de unos actores, que
así digan que son leales, anticipan que cualquier modificación del escenario
actual podría ser mucho mejor para todos ellos.
El
principal trabajo de la oposición, y en especial de la Asamblea Nacional, es
ayudar a resolver este asunto. ¿Cómo hacer para que la promesa de futuro sea
menos incierta que el presente, tanto para ganadores como perdedores? La única
manera de reducir a todos estos actores los costos de coordinación es creando
mayor certidumbre. Y la única forma de hacerlo es prometiendo –de forma
creíble– que indistintamente de los resultados de unas elecciones competitivas,
todos van a tener garantías plenas aún si pierden el control del poder.
En el
caso de los militares, la amnistía es un instrumento en la dirección correcta
pero hace falta mucho más que eso. A estos hay que hablarles no sólo de
amnistía sino también de una oferta que establezca claramente su papel en el
proceso de reconstrucción del país. Los militares deben poder anticipar que la
transformación del sistema político va a permitirles asegurar una mayor
profesionalización e institucionalización de las Fuerzas Armadas. Asimismo,
deben tener garantías de que si bien deben regresar a funciones de seguridad y
defensa, y que es necesario delegar el control de las industrias básicas a una
gerencia capacitada y especializada, con una mayor participación del sector
privado –aún cuando ello implique abandonar el acceso a rentas tanto en el
sector petrolero como minero–, van a poder contar con los recursos fiscales
necesarios para cumplir cada vez mejor con su función constitucional. La
amnistía les habla a los altos rangos, pero a los rangos medios y bajos los
mueve este otro tipo de compromisos.
En el
caso del chavismo la oferta debe ser política. Si el chavismo llegase aceptar
la transición como algo inevitable, lo cual supone aceptar la salida de Maduro
del poder, inmediatamente debe aceptar que puede llegar a perder elecciones
perfectamente competitivas. Una vez que aceptan esta realidad el problema deja
de ser las elecciones y pasa a ser el asunto de las garantías: ¿cómo asegurarse
de que no van a ser perseguidos y cómo se aseguran también de que
electoralmente van a poder regresar al gobierno? Los esquemas de justicia
transicional buscan resolver la primera parte del problema y deberían ser
adoptados junto con los esquemas de amnistía para mitigar estos riesgos.
La
segunda parte del problema tiene que ver con temas institucionales de fondo,
propios de un sistema hiperpresidencialista que construyó el chavismo y que
terminó destruyendo el funcionamiento de la democracia. Aunque muchos insisten
en que el tema central de la transición es la realización de elecciones
competitivas, el asunto neurálgico de la reinstitucionalización del país pasa
igualmente por acotar los beneficios de ejercer el poder y disminuir los costos
de estar en la oposición. Estos cambios requieren de la renovación de todos los
poderes públicos; sin embargo, también pasan por reformas puntuales pero
sustantivas en el arreglo constitucional. Parte de la razón de que el chavismo
no quiera aceptar perder el poder e ir a la oposición, se debe a que saben que
en Venezuela perder la presidencia es colocarse en una posición extremadamente
vulnerable y que las mieles de ejercerlo en una nación petrolera son muy altos.
¿Cómo revertir
estos incentivos? ¿Cómo aprovechar la transición para obtener más democracia
pero también más estabilidad política, alternabilidad y transparencia? Una vez
que los mismos chavistas acepten que no hay forma de revertir el cambio, ellos
pedirán las mismas reformas que la oposición tiene lustros solicitando y
aceptarán la liberación de los presos políticos. Todos los actores comenzarán a
demandar reformas constitucionales que permitan recortar la extensión del
periodo presidencial, limitar la reelección indefinida, incorporar la segunda
vuelta, introducir el financiamiento público a la actividad partidista,
garantizar la proporcionalidad del sistema electoral y aumentar la dificultad
para cambiar arbitrariamente las reglas de juego del sistema político.
Sin
estos acuerdos, sin estas reformas constitucionales, el país no va a quedar
curado de lo que implicó, durante estas últimas dos décadas, delegar el poder
en una figura presidencial dentro de un petroestado; que en el papel, pero
también en la práctica, tiene muchos poderes y muy pocos controles. Con estas
transformaciones institucionales, perder una elección en Venezuela dejará de
ser una tragedia y ejercer el poder también dejará de ser un reinado.
Sobre el factor tiempo
Una de
las variables determinantes sobre el futuro próximo del país es la dimensión
temporal de la crisis. La apuesta de Maduro es que cada día que gana es un
triunfo. La apuesta de la oposición es que cada día que transcurre, con la
profundización del colapso, habrá un mayor involucramiento de la comunidad
internacional a través de la ayuda humanitaria. Pero lo cierto es que el efecto
político del tiempo es indeterminado, por más que los distintos actores
intenten imputarle alguna direccionalidad. Lo único que es posible proyectar es
que el país socialmente, en la medida que pasen las semanas, se va a encontrar
con una crisis económica aún más profunda y con una ciudadanía cada vez más
desesperada por encontrar una salida. Podemos anticipar a ciencia cierta, dado
el dramatismo de la crisis de gobernabilidad que vivimos, que la hiperinflación
seguirá acelerándose, la producción petrolera se terminará de desplomar y la
crisis migratoria volverá a escalar. En pocos meses, la inflación intermensual
superará el 300 por ciento, la producción de crudos podría caer a 600 mil
barriles diarios y la crisis migratoria podría terminar de desbordar la
frontera. Maduro argumentará que la culpa la tienen las sanciones petroleras. Y
la oposición dirá que es porque continúa la usurpación.
Sin
embargo, las creencias de cada uno de los actores sobre el efecto del paso del
tiempo los puede llevar a cometer algún error de cálculo. El régimen ya ha
cometido varios en los últimos meses y está por cometer otro: en la medida en
que pasen los días y la situación se continúe deteriorando, la comunidad
internacional no va a dejar de aumentar su presión, sino que más bien va a
redoblar sus esfuerzos por terminar de provocar un desenlace. El efecto
regional de la crisis venezolana es demasiado alto como para tolerar su
profundización. Es miope asumir que la respuesta internacional es todo un bluff
y que solo tienen como alternativa una invasión, que todavía luce improbable y
que quizás nunca ocurra. Algo debería quedar claro después de tantas
contundentes respuestas diplomáticas: la comunidad internacional puede buscar
salidas honorables pero difícilmente puede, después de todo lo que ha ocurrido,
justificar esquemas igualmente honorables para que se queden como si nada
hubiese pasado. Eso resulta poco factible. Por lo tanto, quedarse implica estar
dispuestos a transformar a Venezuela en Siria o Zimbabue. Pero la diferencia es
que el vecindario importa: Venezuela no queda en el Medio Oriente ni en África.
América Latina es la región más democrática del mundo en desarrollo. La otra
alternativa es Cuba: pero la revolución castrista se consolidó en el contexto
de la guerra fría.
Asimismo,
en la medida en que transcurre el tiempo, precisamente porque el descontento
social se hace cada vez más dramático, aquellos actores claves que, en el plano
doméstico aún sostienen el status-quo, tendrán una mayor probabilidad de
resolver sus problemas de coordinación y por ello de rebelarse. De modo que
optar por resistir, como lo está haciendo Maduro, más bien puede terminar de
precipitar algunas posiciones, no sólo internacional, sino también
nacionalmente.
La
coalición democrática podría incurrir en un error de cálculo diferente:
confundir el reconocimiento internacional con la capacidad para gobernar. Hasta
ahora, la Asamblea Nacional no ha cometido este tipo de error pero podría estar
tentada en un futuro próximo. Para gobernar es necesario tener una fórmula
política ya acordada para conducir la transición y no solo contar con una base
jurídica que permita adoptar cierto tipo de decisiones. Tan sólo cuando la
modalidad de la transición esté debidamente pactada con todos los factores
relevantes, será posible entrar a resolver asuntos medulares de gobierno. Y es
precisamente en este punto en donde todavía hace falta afinar la estrategia: la
magia del cambio está precisamente en terminar de construir un esquema de
transición que sea atractiva incluso para aquellos que en principio dicen ser
leales. El verdadero reto es construir esta pista de aterrizaje. La pregunta es
cómo hacerlo: ¿queremos una pista asfaltada o de granzón?
Más
allá de la extensión temporal del conflicto, el país entró en una dinámica
radicalmente diferente. Las consecuencias de los últimos acontecimientos se
harán cada vez más diáfanas para todos precisamente gracias al tiempo. Unos lo
aceptarán más rápido, otros más lentamente. El molino de la historia suele
moverse en momentos de grandes torbellinos y este es sin duda uno de esos
instantes.
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