Francisco Fernández-Carvajal 14 de febrero de 2019
—
Jesús, nuestro Modelo, realizó su trabajo en Nazaret con perfección humana.
—
Laboriosidad, competencia profesional.
—
Terminar con perfección el trabajo. Las cosas pequeñas en el quehacer
profesional.
I. Con
frecuencia los Evangelios recogen los sentimientos y las palabras de admiración
que provocó el Señor en sus años aquí en la tierra: las gentes estaban
maravilladas, todos estaban admirados por los prodigios que hacía... Y
«entre las muchas alabanzas que dijeron de Jesús los que contemplaron su vida,
hay una que en cierto modo comprende todas. Me refiero a aquella exclamación,
cuajada de acentos de asombro y de entusiasmo, que espontáneamente repetía la
multitud al presenciar atónita sus milagros: bene omnia fecit (Mc 7,
37), todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas
menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la
plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo (Símbolo Quicumque),
perfecto Dios y hombre perfecto»1.
El
Evangelio de la Misa2 nos invita a considerar este pasaje en el que quienes
seguían al Señor no pueden dejar de exclamar: Todo lo ha hecho bien.
Cristo se nos presenta como Modelo para nuestra vida corriente, y nos puede
servir para examinar si de nosotros se podría decir que tratamos de hacer bien
todas las cosas, las grandes y las que parecen sin importancia, porque
queremos imitar a Cristo.
La
mayor parte de la existencia humana de Jesús fue una vida corriente de trabajo
en un pueblo hasta entonces desconocido. Y allí, en Nazaret, también el Señor
lo hizo todo acabadamente, con perfección humana. En Nazaret se diría de Jesús
que era un buen carpintero, el mejor que habían conocido.
Una
buena parte de la vida de cada hombre y de cada mujer se encuentra configurada
por la realidad del trabajo, y difícilmente encontraremos a una persona
responsable que –por propia voluntad– esté sin ocupación o empleo. Muchos se
sienten movidos a trabajar por fines humanos nobles: mantener a la familia,
labrarse un mejor futuro..., también hay quienes se dedican a una tarea por el
afán de poner en práctica y desarrollar una particular habilidad o afición, o
por contribuir al bien de la sociedad, porque sienten la responsabilidad de
hacer algo por los demás. Otros muchos trabajan por fines menos nobles:
riqueza, ambición, poder, afirmar la propia valía, obtener lo necesario para
dar satisfacción a sus pasiones. Conocemos a gentes competentes, que trabajan
muchas horas a conciencia por fines exclusivamente humanos. El Señor quiere que
quienes le siguen en medio del mundo sean personas que trabajan bien, con
prestigio, competentes en su profesión o en su oficio, sin chapuzas; gentes muy
distintas, que se mueven por fines humanos nobles y porque el trabajo –sea el
que sea– es el medio donde debemos ejercitar las virtudes humanas y las
sobrenaturales..., pues «sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los
hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al
trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazaret»3.
Nosotros
le decimos al Señor que queremos realizar ejemplarmente nuestros quehaceres –de
modo particular nuestro trabajo– porque deseamos vivamente que sean una ofrenda
diaria que llegue hasta Él, y porque estamos decididos a imitarle en aquellos
años de vida oculta en Nazaret.
II.
Cuando Jesús busca a quienes han de seguirle, lo hace entre hombres
acostumbrados al trabajo. Maestro, toda la noche hemos estado
trabajando...4, le dicen aquellos que serían sus primeros discípulos. Toda
la noche, en un trabajo duro, porque les es necesario para vivir, porque
son pescadores. San Pablo nos ha dejado su propio ejemplo y el de los que le
acompañaban: nos afanamos con nuestras propias manos5. Y a los primeros cristianos de Tesalónica, les escribe: ni
comimos el pan de balde a costa de otro, sino con trabajo y fatiga, trabajando
noche y día, para no ser gravosos a ninguno de vosotros6. No se dedicaba San Pablo al trabajo por simple recreo y
distracción –comenta San Juan Crisóstomo–, sino que realizaba un esfuerzo tal
que podía subvenir a sus necesidades y a las de los otros. Un hombre que
imperaba a los demonios, que era maestro de todo el universo, a quien se le
confiaron los habitantes de pueblos, naciones y ciudades, a quienes cuidaba con
toda solicitud; ese hombre trabajaba día y noche. Nosotros –sigue el santo–,
que no tenemos una mínima parte de sus preocupaciones, ¿qué excusas tendremos?7. No tenemos excusas para no trabajar con intensidad, con
perfección, sin chapuzas.
Para
trabajar bien, primero es necesario trabajar con laboriosidad,
aprovechando bien las horas, pues es difícil, quizá imposible, que quien no
aproveche bien el tiempo pueda acostumbrarse al sacrificio y que mantenga
despierto su espíritu, que pueda vivir las virtudes humanas más elementales.
Una vida sin trabajo se corrompe, y con frecuencia corrompe lo que hay a su
alrededor. «El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna
blando e inútil; pero si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y
hermoso y apenas si le va en zaga a la misma plata. La tierra que se deja
baldía no produce nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y plantas
infructuosas; mas la que se cultiva, se llena de suaves frutos. Y, para decirlo
en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por la
actividad que le es propia»8. Y eso sirve igualmente para la madre de familia que debe
dedicar muchas horas a su hogar y a la educación de sus hijos, para el que
trabaja por cuenta propia, o para el estudiante, el jefe de la empresa y el
obrero que ocupa el último lugar en una cadena de producción.
El
Señor nos pide un trabajo humano bien realizado, en el que se pone intensidad,
orden, ciencia, competencia, afán de perfección; una tarea que no tiene
rincones sin terminar, sin tacha ni errores. Trabajo serio, que no solo parezca
bueno, sino que lo sea realmente. No importa que sea manual o intelectual, de
ejecución o de organización, que lo presencien otras personas de más
responsabilidad o ninguna. El cristiano añade algo nuevo al trabajo: además de
lo anterior, lo hace por Dios, a quien cada día lo presenta como una ofrenda
que permanecerá en la eternidad; pero el modo –responsable, competente,
intenso...– es el normal de todo trabajo honrado. Una tarea realizada de esta
manera dignifica al que la realiza y da gloria a su Creador; se hacen rendir
los dones naturales y se convierte en una continua alabanza a Dios.
Porque
queremos seguir de cerca a Cristo y tratamos de imitarle, hemos de añadir a
nuestros quehaceres una mayor perfección, porque en todo momento tenemos
presente al Maestro, que todo lo hizo bien. Examinemos hoy en la
oración la calidad humana de nuestras tareas, del estudio, y veamos junto al
Señor aquellas facetas en las que pueden mejorar: intensidad, puntualidad,
acabar bien lo que comenzamos con ilusión, orden, cuidado de los instrumentos
de trabajo...
III. El
cristiano descubre en el trabajo nuevas riquezas, «pues todos los caminos de la
tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo»9, como solía decir de muchos modos diferentes San Josemaría
Escrivá, quien predicó toda su vida que «la santidad no es cosa de
privilegiados»10. Rememoraba un hecho de experiencia que le había servido para
enseñar de modo gráfico a quienes se acercaban a su apostolado cómo ha de ser
el trabajo hecho de cara a Dios: «Recuerdo también la temporada de mi estancia
en Burgos (...). A veces, nuestras caminatas llegaban al monasterio de Las
Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos a la Catedral.
»Me
gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un
auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas charlas
les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para
materializar lo que con repetida frecuencia les había explicado, les comentaba:
¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con
perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra.
Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era
oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa
tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría
su esfuerzo: era solo para Dios. ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor
la vocación profesional? Haz tú lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo
será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles
divinos»11, aunque nadie lo vea, aunque ninguna persona lo valore. Dios
sí lo ve y lo aprecia; esto es suficiente para poner empeño en acabar las
tareas con perfección, con amor.
Acabar
bien lo que realizamos significa en muchos casos estar pendientes de lo
pequeño. Eso exige esfuerzo y sacrificio, y al ofrecerlo se convierte en
algo grato a Dios. El estar en los detalles por amor a Dios no empequeñece el
alma, sino que la agranda porque se perfecciona la obra que realizamos y,
ofreciéndola por intenciones concretas, nos abrimos a las necesidades de toda
la Iglesia; así, nuestra tarea adquiere una dimensión sobrenatural que antes no
tenía. En el quehacer profesional –lo mismo que en los otros aspectos de una
vida corriente: la vida familiar y social, el descanso...– se nos ofrece
siempre esa doble oportunidad: el descuido y la chapuza, que empobrecen el
alma, o la pequeña obra de arte ofrecida al Señor, expresión de un alma con
vida interior.
Quizá
quiera el Señor hacernos ver, en este rato de oración, detalles que exigen un
cambio de orientación o de ritmo en nuestro modo de trabajar. ¿Vivo el orden,
que lleva a abordar las tareas según su verdadera importancia, y no guiado por
el capricho o la comodidad? ¿Retraso sin motivo, solo por falta de intensidad o
de puntualidad, la terminación de mi trabajo? ¿Interrumpo por cualquier excusa
la tarea que tengo entre manos, haciendo quizá perder el tiempo también a los
demás?
Con la
ayuda de la Virgen María, terminemos este rato de meditación con un propósito
concreto, que nos moverá a realizar nuestro quehacer con más perfección, y que
nos facilitará acordarnos con más frecuencia del Señor: «Ahí, desde ese lugar
de trabajo, haz que tu corazón se escape al Señor, junto al Sagrario, para
decirle, sin hacer cosas raras: Jesús mío, te amo»12.
1 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 56. —
2 Mc 7,
31-37. —
3 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 67. —
4 Lc
5, 5. —
5 1
Cor 4, 12. —
6 2
Tes 3, 8. —
7 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre Priscila y Aquila. —
8 Ibídem.
—
9 San
Josemaría Escrivá, Carta 24-III-1930. —
10 ídem, Carta 19-III-1954.
—
11 ídem, Amigos
de Dios, 65. —
12 ídem, Forja,
n. 747.
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