Francisco Fernández-Carvajal 02 de octubre de 2020
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— Abiertos a la alegría.
— La esencia de la alegría. Dónde encontrarla.
— Santa María, Causa de nuestra alegría.
I. El Evangelio de
la Misa1 resalta la alegría de los setenta y dos discípulos,
cuando vuelven de predicar por todas partes la llegada del Reino de Dios. Con
toda sencillez le dicen a Jesús: hasta los demonios se nos someten en
tu nombre. El Maestro participa también de este gozo: Veía a
Satanás caer como un rayo. Pero a continuación les advierte: Mirad:
os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército
del enemigo. Y no os hará daño. Sin embargo -les previene-, no
estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad contentos porque
vuestras nombres están escritos en el Cielo.
Jesús pronunciaría estas palabras lleno de un gozo
radiante, comunicativo, externo. Enseguida estalló en un canto de júbilo y de
agradecimiento: En aquel mismo momento se llenó de gozo del Espíritu
Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque
ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños.
Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito.
Los discípulos recordarían siempre aquel momento con
todas las circunstancias que lo rodearon: sus confidencias al Maestro,
relatándole sus primeras experiencias apostólicas; su dicha al sentirse
instrumentos del Salvador; el rostro resplandeciente de Jesús; su canto de
júbilo y de agradecimiento a su Padre celestial... y aquellas palabras
inolvidables: alegraos porque vuestros nombres están escritos en el
Cielo. La esperanza de la bienaventuranza, el permanecer siempre junto a
Dios, es la fuente inagotable de la alegría. Al entrar en la gloria eterna, si
somos fieles, escucharemos de boca de Jesús estas inefables palabras: entra
en el gozo de tu Señor2.
Aquí en la tierra, cada paso que damos hacia Cristo
nos acerca a la felicidad verdadera. No hay felicidad estable fuera de Dios. Y,
a la vez, el gozo del cristiano presupone el esfuerzo paciente para reconocer
las alegrías naturales, sencillas, que el Señor pone en nuestro
camino: «la alegría de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto
y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la
alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del
deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber
compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas,
completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone
un hombre capaz de alegrías naturales»3.
Muchas veces, el Señor se sirvió de estos gozos de la vida corriente para
anunciar las maravillas del Reino: la alegría del sembrador y del segador; la
del hombre que halla el tesoro escondido; la del pastor que encuentra una oveja
perdida; el gozo de los invitados a un banquete; el júbilo de las bodas; el
profundo gozo del padre que recibe a su hijo; el de una mujer que acaba de dar
a luz a un niño...
El discípulo de Cristo no es un hombre «desencarnado»,
distanciado de lo humano, como no lo fue el Maestro. Nuestros amigos, quienes
conviven con nosotros, nos han de notar cada vez más abiertos, con más
capacidad para hacernos cargo de esas pequeñas alegrías nobles y limpias que
Dios pone en nuestro camino para hacerlo más suave. Esta disposición estable
supondrá en muchos momentos sacrificio y mortificación para vencer otros
estados de ánimo o el cansancio.
II. La alegría es el
amor disfrutado; es su primer fruto4.
Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría. Dios es amor5,
enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la
santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el
discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las mayores
contrariedades. En él se cumplen a la perfección las palabras del
Maestro: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar6.
En muchas ocasiones se ha escrito con verdad que «un santo triste es un triste
santo», Quizá sea la alegría lo que distingue las virtudes verdaderas de las
falsas, que solo tienen el aspecto o la apariencia de virtud.
Cuando en el primer Mandamiento nos exige el Señor que
le amemos con todo el corazón, con toda el alma y con todo nuestro ser... nos
está llamando al gozo y a la felicidad. Él mismo se nos entrega: Si
alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en
él haremos morada7.
A la vez, sin la alegría que este Mandamiento provoca, todos los demás son a la
larga difíciles o imposibles de cumplir8.
En el campo de las realidades humanas, el Señor nos
pide ese pequeño esfuerzo para desechar un gesto adusto o evitar una palabra
destemplada cuando quizá estamos cansados o con menos fuerzas para sonreír,
pero «la alegría humana no puede mandarse. La alegría es fruto del amor, y no a
todo el mundo se le otorga un amor humano capaz de mantener una alegría
permanente. Y no solamente esto, sino que, por su naturaleza, el amor humano es
con mayor frecuencia fuente de tristeza que de alegría (...). Pero en el campo
cristiano no sucede así. Un cristiano que no ame a Dios es inexcusable, y un
cristiano al que no brinde alegría el amor de Dios es que no ha comprendido lo
que el amor le da. Para un cristiano la alegría es algo natural porque es
propiedad esencial de la más importante virtud del cristianismo, es decir, del
amor. Entre la vida cristiana y la alegría hay una necesaria relación de
esencia»9. También suele existir idéntica relación entre tristeza y
tibieza, entre tristeza y egoísmo, entre tristeza y soledad.
La alegría se aumenta, o se recupera si se hubiera
perdido, con la oración verdadera, cara a cara con Jesús, «sin anonimato»; con
la sinceridad; con la entrega a los demás, sin esperar recompensa; y mediante
la Confesión frecuente, que «sigue siendo una fuente privilegiada de santidad y
de paz»10. En resumen, «la condición del gozo auténtico es siempre la
misma: que queramos vivir para Dios y, por Dios, para los demás. Digámosle al
Señor que sí, que queremos, que no deseamos más que servir con alegría. Si
procuráis comportaros así, vuestra paz interior y vuestra sonrisa, vuestro
garbo y buen humor, serán luz poderosa de la que Dios se servirá para atraer a
muchas almas hacia Él. Dad testimonio de la alegría cristiana, descubrid a
cuantos os rodean cuál es vuestro secreto: estáis alegres porque sois hijos de
Dios, porque le tratáis, porque lucháis por ser mejores y por ayudar a los
demás y porque cuando se quiebra el gozo de vuestra alma acudís con prontitud
al Sacramento de la alegría, en el que recuperáis el sentido de vuestra
fraternidad con todos los hombres»11.
III.
Desde hace veinte siglos la fuente de la alegría no ha cesado de manar en la
Iglesia. Llegó con Jesús y la dejó a su Cuerpo Místico, En este tiempo, las
criaturas más alegres han sido las que han estado más cerca de Jesús. Por eso
no habrá nunca nadie más alegre que María, la Madre de Jesús, y Madre nuestra.
Si Ella es la llena de gracia12 –llena
de Dios–, es también la que posee la plenitud de la alegría. Estar cerca de la
Virgen es vivir dichoso. Lo mismo que desborda su gracia, lleva su alegría a
todas partes. «¿Qué tendrán la voz y las palabras de María que generan una
felicidad siempre nueva? Son como una música divina que penetra hasta lo más
hondo del alma llenándola de paz y de amor. Cuantas veces rezamos el Santo
Rosario la llamamos Causa de nuestra alegría. Y lo es porque es
portadora de Dios. Hija de Dios Padre, es portadora de la ternura infinita de
Dios Padre. Madre de Dios Hijo, es portadora del Amor hasta la muerte de Dios
Hijo. Esposa de Dios Espíritu Santo, es portadora del fuego y del gozo del
Espíritu Santo. A su paso el ambiente se transforma: la tristeza se disipa; las
tinieblas ceden el paso a la luz; la esperanza y el amor se encienden... ¡No es
lo mismo estar con la Virgen que sin Ella! No es lo mismo, no, rezar el Rosario
que no rezarlo...»13.
Procuremos esmerarnos en rezarlo bien en este mes de octubre en que la Iglesia
nos mueve a ir especialmente a Nuestra Madre del Cielo a través de esta
devoción mariana. Procuremos poner santas intenciones al rezarlo en este sábado
en el que, como tantos cristianos, procuramos tenerla más presente y ofrecer en
su honor alguna pequeña mortificación. Pidámosle hoy que con nuestra alegría
sepamos llevar a Dios a nuestros amigos, a los parientes. Ella, Causa
de nuestra alegría, nos recordará siempre que dar alegría y paz –el gaudium
cum pace, que jamás debemos perder– es una de las mayores muestras de
caridad, el tesoro más valioso que tenemos, y muchas veces nuestra primera
obligación en un mundo frecuentemente triste porque busca la felicidad donde no
está.
1 Lc 10, 17-24. —
2 Mt 25, 21. —
3 Pablo VI, Exhort. Apost. Gaudete in Domino,
9-V-1975. —
4 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 24, a. 5. —
5 1
Jn 4, 8. —
6 Jn 16,
22. —
7 Jn 14,
23. —
8 Cfr. P.
A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp, 2ª
ed., Madrid 1966, p. 34. —
9 Ibídem,
pp. 35-36. —
10 Pablo
VI, loc. cit. —
11 A.
del Portillo, Homilía a los participantes en el jubileo de la
juventud, 12-IV-1984. —
12 Lc 1,
28. —
13 A.
Orozco, Mirar a María, pp. 239-240.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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