Miguel Henrique Otero 05 de octubre de 2020
@miguelhotero
Pondré algunos ejemplos. Urachiche, situada en el lado
occidental de Yaracuy, apenas llega a 25.000 habitantes. Chivacoa, que
pertenece al mismo estado, tiene cerca de 85.000 habitantes. Santa María de
Ipire, que está ubicada en el sureste del estado Guárico, cerca de la frontera
con Anzoátegui, cuenta con una población de 14.000 habitantes. Carúpano, en el
estado Sucre, tiene alrededor de 175.000 habitantes. San Mateo, en el estado
Aragua, no alcanza a los 40.000 habitantes. San Silvestre es solo una pequeña
parroquia de Barinas. Y así: en los últimos 10 días, en pequeñas y cada día más
empobrecidas ciudades, repartidas por todo el país, los vecinos han salido a
las calles para protestar.
Se podría pensar, a priori, que estas protestas son un
capítulo más de las constantes demostraciones de rechazo que la sociedad
venezolana realiza contra el régimen de Maduro y sus cómplices, en todas las
regiones. Esto es así, pero solo hasta un punto. Hay en estas legítimas
expresiones de la ciudadanía una serie de aspectos cualitativos que merecen ser
considerados con especial detenimiento.
El primero de ellos, consideración sustantiva, es que
varias de esas poblaciones, o apenas habían tenido casos de protestas en la
última década, o las mismas habían sido poco concurridas, o simplemente no
habían ocurrido, o no fueron registradas por ningún medio de comunicación, o no
habían alcanzado la difusión masiva que han tenido las más recientes. Es
innegable: hay un cambio, cuya característica más visible, es numérica. El
porcentaje de ciudadanos que ha salido a reclamar, con relación al tamaño de la
población de las respectivas zonas o ciudades, es llamativamente alto. Quiero
decir: es protuberante que se está produciendo esa disposición atmosférica, ese
contagio, esas ganas de salir de casa y agruparse en el espacio público para
decir ya basta, no más, esto no puede continuar así.
La segunda cuestión es que son protestas surgidas en
el seno de esas comunidades y no instigadas por factores externos como pretende
el poder. No están vinculadas a las organizaciones políticas de la oposición,
lo que debería encender las alarmas de los principales partidos, porque pone de
bulto la escasa inserción que tienen en el territorio nacional. Por lo tanto,
no son tampoco protestas articuladas unas con otras, sino demostraciones de hartazgo
que se producen aquí y allá, y que demuestran que la desgracia y los
padecimientos venezolanos no conocen límites territoriales y, a esto voy,
tampoco políticos.
El aspecto esencial que quiero destacar es que,
durante dos décadas, muchas de estas poblaciones han sido núcleos duros del
chavismo. La revisión de los comportamientos electorales, en buena parte de los
casos, es reveladora: en ellos ha predominado el voto hacia los candidatos del
PSUV. Upata, en el estado Bolívar, por ejemplo, que tiene una población próxima
a los 100.000 habitantes, a la que Chávez llamó alguna vez “el corazón de la
revolución en el estado Bolívar”, ahora salta a las calles con recurrente
frecuencia, a tocar las cacerolas y abuchear los actos del PSUV y del gobierno
regional. En casi todo el país, a diario, los peatones gritan, pitan o realizan
gestos de reprobación dirigidos a los representantes del poder. Gobernadores,
alcaldes, diputados traidores y otros funcionarios han comenzado a replegarse y
a evitar la circulación por las calles. La propagación del miedo es
inocultable: están redoblando el número de guardaespaldas y sus rutinas se han
restringido por temor a la reacción de los ciudadanos.
Para
entender qué significan estas demostraciones, hay que intentar ponerse en los
zapatos de estas personas y sus familias. Se trata de poblaciones donde la
crisis económica actúa de modo más severo y más perverso que en las grandes
ciudades. Las fuentes de empleo son casi inexistentes, la actividad del sector
privado ha sido reducida casi a cero, por lo tanto, la dependencia de las bolsas
de alimentos CLAP y de eventuales subsidios es muy alta.
De forma simultánea, esas pequeñas ciudades y centros
poblados tienen otras dos características que permiten comprender mejor el
valor que tienen las jornadas de protesta: son lugares donde las redes de
coerción, control y vigilancia política del poder son más activas y numerosas.
No hay alimentos, ni medicamentos, ni servicios públicos, ni combustibles, ni
perspectiva alguna de solución, pero sí hay comisarios políticos, funcionarios
rodeados de guardaespaldas, soplones de los cuerpos policiales y la Guardia
Nacional Bolivariana, así como la presencia, en algunos puntos, de colectivos
armados.
A esta mínima relación debemos agregar que, en muchos
de estos pequeños municipios, tal como lo revela “Atlas del silencio: los
desiertos de noticias de Venezuela” –el estudio recién divulgado por el
capítulo Venezuela del Instituto Prensa y Sociedad– apenas circulan medios de
comunicación independientes. Esto sugiere que la desinformación, con todas sus
consecuencias, debe ser un factor más de dificultad para organizarse y
movilizarse.
Sorteando las enormes dificultades y factores de
desaliento, lo que estas protestas revelan es que hay una disposición latente,
una potencia, que está viva en la sociedad venezolana. Pero, sobre todo, hay
una tendencia en crecimiento, sobre la que debemos poner nuestra mayor
atención: esas protestas no tienen un mero carácter reivindicativo. Exigen
gasolina, agua, electricidad o transporte público, al tiempo que dicen: Maduro
debe irse de inmediato. En los últimos espacios del país donde todavía se
guardaba alguna lealtad hacia el chavismo, esa lealtad se está esfumando. El
rechazo está avanzando en las propias entrañas del PSUV. Cada vez más el
régimen se reduce a un grupo de funcionarios, repelidos por las comunidades que
los rodean. El poder se achica, se queda sin argumentos, sin recursos y sin
capacidad de respuesta. Y, en cualquier momento, podría ser sobrepasado y sus
resortes saltar por los aires.
Miguel
Henrique Otero
@miguelhotero
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