Por Jesús González Briceño, 08/05/2014
Al momento de enfrentar una crisis económica, los gobiernos juzgan sobre
la pertinencia de instrumentar estrategias graduales
o estrategias de choque. En la
mayoría de los casos se inclinan por acciones de choque al corto plazo
(populistas y electoralistas) en aras de evitarse una “pérdida de popularidad”, y orientándose hacia variadas formas de economía planificada inscrita en un
amplio marco de regulaciones y controles, con clara tendencia en favor de la participación directa del gobierno en
la actividad económica, en complicidad de una política monetaria subordinada a
un Estado omnipresente que procura
continuas emisiones de dinero inorgánico, que al tiempo conforma un escenario marcadamente inflacionario. En lo
inmediato, el Estado se doblega ante la tentación de asumir directamente el mecanismo distributivo del mercado,
apuntalado por un entorno de regulación económico-social y en lo especial de
los controles de precio (y congelación) que son fijados generalmente por debajo del equilibrio del mercado,
induciendo que se invalide el mercado en cuanto a su función asignativa (facilitar la mejor información para orientar
sobre qué y cómo producir, invertir y consumir); abriéndole espacio a la función distributiva (elevar la
demanda familiar a costa de la inversión y de la ganancia normal empresarial)
que al mediano plazo se materializa en una acción perversa que impulsa la caída de la ofertaque en su tendencia
decreciente siempre se “equilibra” con
la demanda mediante la elevación de los precios (decepcionando y
desplazando a quienes no pueden pagar el “nuevo precio”); lo que equivale a
entrar en una atmosfera de escasez (carencia progresiva de productos),
desabastecimiento, inflación y la consecuente ruptura de la equidad social (percepción de pertenencia a un
proyecto político-partidista, un modelo
económico-social y a un sistema de gobierno).
La inestabilidad monetaria
observada en su efecto más antisocial: la
inflación, se convierte, por un lado, en un impuesto fuertemente regresivo (incide más sobre las familias con
rentas bajas) que estimula mayor resentimiento social, y por otro lado en una depreciación del valor de la moneda (que
afecta a todos sin distinción de estrato social), en conjunto con un “impuesto inflacionario” a los depósitos
bancarios (acorralados ante la ausencia de oportunidades). Todo ello se
traduce en una perturbación del
crecimiento económico a consecuencia de la inestabilidad de los precios, la
disminución del empleo, y (lo más grave) la
proliferación de inversiones especulativas (incluidas las importaciones)
que generan muy poca productividad social en comparación a los recursos
destinados a bienes intermedios, de capital, a infraestructura y a la formación
de capital humano. A la luz de tal desenvolvimiento se perfecciona una injusta redistribución de los ingresos y
del patrimonio, donde los grandes perjudicados son aquellos que devengan un
sueldo fijo, los pensionados y jubilados; así como los comerciantes y
productores de bienes y servicios sometidos a una “política” de regulación de
precios basada en una ganancia máxima inferior
a la tasa de inflación anualizada que resulta muy poco probable de superar
habida cuenta de la escasa rotación de
inventarios (fundamentalmente originado por ausencia de divisas);
magnificando la perversidad que subyace en un ambiente de inflación y control de precios.
Un alto reflexivo: La mejor forma de acabar con la sociedad
burguesa y democrática es destruyendo su moneda (Lenin).
Desde otro ángulo complementario, vale destacar la perturbadora relación
que existe entre la inflación, la renta colectiva (salario real) y la elevación
de la producción como respuesta a una
mejora en la productividad. En tal contexto resulta sobradamente evidente,
que la elevación de la eficiencia económica es consecuencia de mejoras
crecientes y persistentes en la productividad, hasta alcanzar potenciales
reducciones de precios propiciadores de incrementos
en el salario real; hecho diametralmente opuesto a la distorsionante indexación de los salarios a la (elevada) inflación (en
aras de “mantener” el poder de compra del trabajador) sin que medie aumentos en
la productividad del trabajo ni ajustes en los precios regulados, originándose
por tanto en el sector productivo una implosión
de su estructura funcional que obviamente puede conducir a la quiebra o a
una sanción penal/administrativa (al violar los precios controlados), que en
ambos casos repercutirá en una disminución
de la oferta global y por ende en un recrudecimiento de la triada no
deseada (pero si propiciada): escasez,
desabastecimiento y ¡¡más inflación!!.
Una cita final:“Una política económica sólo se podrá tener por
buena en la medida en que reporte provecho y prosperidad al hombre”. (¿Es esto lo que está sucediendo en
Venezuela?).
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