HÉCTOR E. SCHAMIS 4 MAY 2014
Profesor en Georgetown University.
Sin partidos sólidos, el
proceso democrático, que comienza con la representación, se vuelve disfuncional
Desde que existe la democracia se debaten
sus crisis, como si estas fueran inseparables de su propia entidad. Según el
marxismo, el voto y la igualdad ante la ley junto con la desigualdad material
era una fórmula insostenible: el capitalismo democrático era inviable. Europa
de la primera mitad del siglo XX pareció confirmar esa tesis, tanto por derecha
como por izquierda. El fascismo destruyó la democracia para conservar el
capitalismo, mientras que el comunismo eliminó la propiedad privada para lograr
la igualdad material, pero también a costa de la democracia.
A partir de los años sesenta, las
crecientes demandas y expectativas sociales invitaron a indagar sobre la
supuesta sobrecarga del sistema democrático. No obstante, sus diferencias, las
discusiones de los años setenta acerca del capitalismo avanzado y sus diversas
crisis—fiscal, de legitimación y de gobernabilidad— compartieron el diagnóstico
que la democracia tenía problemas estructurales, es decir, que estaba en juego
su supervivencia.
La democracia ha sobrevivido, sin
embargo, y de hecho se expandió por el planeta desde entonces en lo que se
interpretó como “olas”. Pero si hubiera que identificar una tendencia a la
crisis hoy, esa sería la lenta agonía de los partidos políticos, víctimas de lo
que parece ser un virus omnipresente, curiosamente propagado por latitudes
diversas y aun en condiciones disímiles. Y eso es problemático, porque sin
partidos sólidos, el proceso democrático, que comienza con la representación,
se vuelve inevitablemente disfuncional.
En Europa, por ejemplo, se registran
marcados descensos en la membresía de los partidos, en la participación electoral
y en el apoyo a los partidos tradicionales. El voto migra menos hacia la
izquierda o hacia la derecha que en dirección de los partidos no-tradicionales,
generando una creciente fragmentación. Buena parte de esto es resultado de la
recesión, el desempleo y la desigualdad en aumento, que además favorecen la
polarización programática. Esto es más evidente inclusive en perspectiva
generacional: los jóvenes están más desempleados, perciben menos ingreso en
promedio y votan menos que sus mayores.
Este visible desencanto ha fortalecido
la protesta social —los indignados—pero también los partidos xenófobos—desde el
Frente Nacional francés hasta los (mal llamados) Demócratas de Suecia— y otros
partidos relativamente antisistema como el Partido Pirata. En rigor, estas
organizaciones, virtualmente con agendas de ítem único, no son partidos en el
sentido estricto del término. Son más bien movimientos sociales y no
necesariamente proclives a la tolerancia y el compromiso.
En América Latina, la ola autoritaria
actual no puede comprenderse sin tener en cuenta la erosión de los partidos
políticos. El chavismo ocupó el vacío dejado por el colapso del Punto Fijo y el
sistema de partidos, tanto como el kirchnerismo sacó ventaja del “que se vayan
todos” de 2001, aquel humor social, no del todo extinguido hoy, que debilitó y
fragmentó a los dos partidos mayoritarios. El correísmo es consecuencia directa
de recursos fiscales extraordinarios y de la fragilidad histórica, también
extraordinaria, de los partidos; en Perú los partidos que no duran más de un
periodo presidencial ya son leyenda; y allí donde los partidos aparentemente
gozan de buena salud, en Chile, en realidad ni siquiera han sido capaces de
acercarse a una solución para el altísimo abstencionismo de los jóvenes, la
clientela natural de la propia coalición en el poder.
En Estados Unidos el abstencionismo
tiene una historia más larga, pero la incapacidad de los partidos de sintetizar
preferencias contrapuestas y acordar políticas para arribar a un relativo
óptimo social—la democracia—es más reciente. Los partidos se han convertido en
una especie de conglomerados de movimientos sociales homogéneos—como el Partido
del Té—que a su vez están disgregados por distritos. En el contexto de las
reglas electorales existentes, esta dinámica parece ir consolidando al Partido
Demócrata como el partido de la Presidencia y al Republicano como el de la
Cámara de Representantes. Un gobierno dividido a perpetuidad, sin embargo, solo
puede profundizar el faccionalismo y la parálisis legislativa que han sido tan
evidentes en el pasado reciente.
En el Medio Oriente y África
septentrional, la promesa democrática de la primavera árabe concluyó en un
rotundo fracaso, tal vez con la excepción de Túnez. Esto es especialmente
dramático en Egipto, el país más poblado de la región. Tanto énfasis y tanta
ayuda internacional destinada a la sociedad civil y las ONGs, la desatención de
los partidos los dejó minusválidos frente a la pura protesta social. A la hora
de canalizar la transición por medio de la competencia electoral, la energía
acumulada en la plaza Tahrir le cayó en bandeja a la Hermandad Musulmana, la
única organización con capacidad de coordinar el voto y presentar candidatos en
todo el territorio nacional, o sea, el único partido viable. El inconveniente
fue que la Hermandad accedió al poder de manera democrática, pero no para
ejercerlo de igual manera. Su autoritarismo la hizo vulnerable a la respuesta
de otro autoritarismo, aún más feroz y más arbitrario: el militar.
Estos ejemplos sugieren un importante
déficit de representación. Para algunos han aparecido alternativas: las redes
como espacio de participación, la tecnología como instrumento, la sociedad
civil culturalmente diversa y normativamente heterogénea como espacio de
construcción de identidades por excelencia. Obviamente, una sociedad civil
vibrante es insumo imprescindible para todo proceso democrático. Pero el
problema reside precisamente en la agregación de esa heterogeneidad, en
sintetizar la diversidad en un producto organizativo que, uno espera, sea
plural y democrático.
Eso no lo pueden hacer los grupos
religiosos, ni las redes, ni las ONGs, ni ningún grupo definido basándose en
una identidad restringida, que por definición enfatizan el particularismo. Para
eso están los partidos, organizaciones capaces de agregar identidades, elaborar
programas, seleccionar candidatos y coordinar la competencia electoral. Y
además porque ninguna otra forma de representación colectiva es tan capaz de
aceptar soluciones de segundo orden de preferencia —la norma de toda
legislación democrática— como un partido. Habrá que sacar a los partidos de su
agonía para hacer funcionar la democracia.
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