PAULINA GAMUS 5 MAY 2014
La revoluciones tienen como objetivo
trastocar el orden anterior, ponerlo patas arriba y de ser posible
desaparecerlo. Casi siempre van acompañadas de violencia porque es la única
manera del quítate tú para ponerme yo cuando ese cambio no ocurre por la vía
electoral. Justamente allí radica buena parte de la singularidad de la llamada
revolución bolivariana que preferimos denominar chavofidelista. Fue propuesta y
emprendida por un personaje que la única vez que intentó hacerse del poder por
la fuerza, causó más de 100 muertes y fracasó rotundamente. Alcanzó el poder
mediante los votos en una elección absolutamente democrática y luego se propuso
liquidar el sistema que se lo permitió.
Otro aspecto original de esa
revolución que se apropió del nombre del Libertador de cinco naciones
suramericanas, fue la pretensión de su artífice de aparecer como un demócrata
cabal en la medida en que se iba transformado en autócrata. Hacía una elección
cada año y el mundo entero se tragaba el cuento de que en Venezuela había un
exceso de democracia, como dijo Lula Da Silva en elogio a la gestión de su
entrañable amigo Hugo Chávez. En lo que éste resultó absolutamente fiel a la
receta de todos los dictadores, fue en dividir a la población en dos grupos
irreconciliables: los míos y la nada. Así se produjo el fenómeno de la
polarización con odio. Hago esta salvedad porque en los cuarenta años de vida
civil y democrática que comenzaron el 23 de enero de 1958 y concluyeron en
febrero de 1999, Venezuela fue un país polarizado entre el socialdemócrata
Acción Democrática y el socialcristiano Copei, los dos grandes partidos que se
alternaron en el poder en esas cuatro décadas. Pero fue una polarización
respetuosa del otro, democrática y civilizada.
En esos cuarenta años, cuando moría
algún líder o dirigente político de uno de esos dos grandes partidos, es
posible que sus compañeros de ruta se alegraran más que los contrarios por
causa de las luchas intestinas. Pero había unas maneras, un modo por hipócrita
que fuera, que obligaba a propios y extraños a manifestar sus condolencias y
rendirle al difunto los honores funerarios dignos de su rango o trayectoria.
Moría un adeco y los copeyanos acudían al sepelio y viceversa. Si el viajero a
mejor vida era alguien que se había distinguido por sus méritos o había ocupado
la presidencia de la República o del Congreso, era factible que también
acudiesen a expresar sus condolencias, los miembros de los eternos opositores
partidos de la Izquierda. Eso es pasado y está a punto de transformarse en
historia.
El primer muerto significativo dentro
de las filas chavistas fue un joven fiscal del ministerio público (así con minúsculas,
como lo merece) llamado Danilo Anderson. Se había hecho célebre en una cacería
de brujas de empresarios y banqueros y según las malas lenguas, que suelen ser
las mejor informadas, practicaba de tal manera la extorsión que su nivel de
vida se había elevado rápidamente desde la modestia casi lindante con la
pobreza, hasta la de un metrosexual que exhibía con desparpajo, costosos trajes
de marca y relojes que encandilaban. Tenía además una camioneta todo terreno
último modelo que un mal o buen día -según cada quien lo asuma- de octubre de
2004, voló por los aires con su propietario adentro, debido a la explosión de
una bomba activada a control remoto con un teléfono móvil. La cursilería propia
del militarismo, elevada al cubo cuando se cubre de estalinismo cubanoide,
transformó aquella muerte y el sepelio en un despliegue de plañideras entre las
que se destacó el jefe del occiso, el fiscal general y bardo Isaías Rodríguez,
quien para vergüenza nacional fue después Embajador en España. El gobierno hizo
apresar a unos expolicías, los Guevara, por el testimonio de un farsante a
sueldo que luego confesó sus mentiras. En aquella locura de policías ineptos y
gatillos alegres, fue asesinado el joven abogado Antonio López Acosta, que nada
tenía que ver con el crimen de Anderson. De nuevo las bien informadas malas
lenguas apuntaron hacia un alto funcionario chavista, beneficiario de todos los
gobiernos democráticos de los cuarenta años, como autor intelectual del
asesinato. Lo hizo por su amistad jamás gratuita, con los banqueros y
empresarios que Anderson investigaba y extorsionaba. Nada más se supo del caso
salvo que los hermanos Guevara, condenados a 27 años de prisión, y su primo
Juan Bautista Guevara a 30 años, continúan en la cárcel.
La polarización con odio produjo el
primer resultado: mientras el chavismo o una parte del mismo lloraba la trágica
muerte de Danilo Anderson, el país opositor la celebraba y fue hasta motivo de
chistes. Luego murieron dos expresidentes de la república y varias
personalidades que ocuparon altos cargos en los Congresos de la democracia. Ni
una palabra de pésame, ni un obituario de pocas líneas en algún periódico,
nada. El silencio oficial se rompió cuando murió el dos veces presidente Carlos
Andrés Pérez, las palabras de Chávez fueron: “Yo no pateo perro muerto….No
habrá luto nacional porque hoy murió un corrupto, un dictador…”. En octubre de
2007 murió el cardenal venezolano Rosalio Castillo Lara, el latinoamericano que
ocupó los más altos cargos en El Vaticano antes de la elección del Papa
Francisco. Dijo Chávez: “Me alegra que haya muerto ese demonio vestido de
sotana, ojalá se esté pudriendo en el infierno como se merece, sé que se
retorcerá eternamente viendo avanzar la revolución…”. Y cuando murió tras una
prolongada huelga de hambre, el productor agrícola Franklin Brito, el saludo
del ministro de comunicación Andrés Izarra fue: “Franklin Brito huele a
formol”.
Por alguna extraña razón o quizá
habría que creer que la justicia divina está en el sector que repudia la
revolución chavofidelista, son más los muertos célebres, aunque sea
tristemente, de ese bando que los opositores. Algunos murieron casi en cadena
por lo que en un país que se ha hecho adicto a la brujería, predicciones
astrológicas, videntes, profetas, babalaos, prácticas del vudú y demás
esoterismos, se popularizó la especie de que la maldición de Bolívar había
alcanzado a todos aquellos que estuvieron presentes en el hurgamiento de sus
restos mortales. El supuesto objetivo de la profanación era saber si algún
antepasado del presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, lo había envenenado.
Verdad o no, el más importante de los alcanzados por la hipotética maldición
bolivariana fue el presidente, caudillo y dueño absoluto de Venezuela, Hugo
Chávez Frías. Mientras decenas de miles de venezolanos desfilaban llorosos,
tras largas horas de espera, para darle una miradita al supuesto cadáver, otras
decenas de miles celebraban con champaña, whisky o ron y parrilladas, según sus
bolsillos, el feliz acontecimiento.
El muerto chavista más reciente ha
sido el excapitán Eliécer Otaiza quien participó en la asonada militar del
27-N-92 y ocupó distintos cargos en estos quince años de hegemonía chavista.
Fue asesinado a tiros y su cadáver estuvo 48 horas en la morgue sin que lo
identificaran. Los tuits o trinos se dispararon. Mientras una ministra de
prisiones, famosa por sus ataques de furia y su parecido con la actriz Linda
Blair en El Exorcista, tuiteaba: “Eliécer camarada, tu muerte será vengada”,
decenas de tuiteros expresaban júbilo y hacían bromas sobre el finado. A esto
nos ha conducido un proceso político que se ha empeñado en excluir a la mitad
del país, en maltratarla con insultos y atropellarla con los hechos. No es de
extrañar la actitud indiferente, casi de hábito, ante las muertes violentas de
200.000 venezolanos desde que comenzó el gobierno de Chávez, un 400% más que en
los 40 años anteriores. En 2013 los asesinatos alcanzaron la cifra record de
25.000, mucho más que en Colombia donde existe la narcoguerrilla terrorista de las
FARC o las causadas por la mafias del narcotráfico en México o por el fanatismo
religioso en Irak. De los 200.000 homicidios, apenas el 2% fue resuelto. Así
funciona la justicia revolucionaria y de esa manera nos ha transformado en una
sociedad que mira la muerte de reojo y sin piedad. Una vez dijo Jorge Luis
Borges que hay que tener cuidado al elegir los enemigos porque tarde o temprano
uno termina pareciéndose a ellos. Justo lo que nos pasa.
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