Fernando Mires 23
de marzo de 2015
Cada
vez que un representante de un gobierno de izquierda es sorprendido en actos de
corrupción, surge como mecanismo de defensa la justificación siguiente: ¿Y
acaso los de la derecha no hacen cosas peores? ¿Por qué ese ensañamiento con
los de izquierda? ¿Por qué esa tolerancia con la derecha cuando comete actos
económicos delictivos? ¿Por qué ese doble rasero? Reacción –si vemos el tema
solo desde una perspectiva formal- muy justificada.
Es
así: desde el punto de vista cuantitativo las corrupciones de los gobiernos de
la derecha superan (todavía) en cantidad y frecuencia a los de la izquierda.
Sin embargo, ese hecho no sorprende a nadie. Es más bien lógico y normal.
La
derecha suele ser definida por la izquierda como “derecha económica”. Nadie en
cambio ha acuñado el término “izquierda económica”. La razón es simple: común
es pensar que entre la derecha y el dinero hay estrecha cercanía. La derecha es
entendida, aún por ella misma, como representación del mundo de los negocios en
la política. Del mismo modo se supone, la izquierda es representación política
de los desposeídos y por lo mismo -también hemos de suponer- sus miembros
deberían estar alejados de los grandes centros financieros y comerciales. Por
eso la corrupción, cuando es cometida por alguien de izquierda, es vista como
algo anormal. Algo así como una monja en minifalda.
Si
un dirigente de un partido de izquierda es sorprendido evadiendo impuestos, sus
propios correligionarios lo acusarán de ladrón. Pero si es de derecha, sus
seguidores dirán: solo cometió un “delito de caballeros”. ¿Cómo sorprenderse si
un hombre de negocios hace negocios, aún en la política?
Lo
dicho contrasta con un hecho: La izquierda, al fin y al cabo, heredera de las
tradiciones liberales -cuando éstas se encontraban en antagonismo con las
tradiciones monárquicas, clericales y señoriales del patriciado conservador-
suele ser desde un punto de vista cultural más abierta al mundo que la derecha.
La
izquierda ha luchado en diferentes países por la educación laica, por la
emancipación femenina (casi no hay feministas de derecha), por los derechos de
los homosexuales y lesbianas, por la
libertad de culto, en contra de las represiones culturales, por la legalización
de la marihuana, por el divorcio, por la despenalización del aborto, e incluso
por el derecho a decidir sobre la propia vida en caso de enfermedad terminal.
Para
los sectores más rancios de la derecha, ser de izquierda sigue siendo sinónimo
de libertinaje. Fue esa la razón por la cual Berlusconi fue vilipendiado por su
propia gente. Si Berlusconi hubiera sido de izquierda sus bacanales habrían
sido simples pecados veniales. No ocurre así, sin embargo, en los asuntos de
dinero. Estando en juego el vil metal, la derecha es frívola, libertina,
anárquica. La izquierda por el contrario practicaba, o por lo menos fingía practicar,
cierta austeridad privada.
Quizás
el gran éxito del desenfrenado exhibicionismo de modestia escenificado por José
Mujica se debe a que el hábil ex-presidente uruguayo reivindicó para sí los
ideales fundacionales anidados en el inconsciente colectivo de las izquierdas
existentes y reales.
Cuando
aparecieron en Europa los primeros partidos socialistas, casi todos sus
dirigentes eran como José Mujica. Si no provenían de las clases trabajadoras,
rendían culto al trabajo y al trabajador. Tenía razón en ese punto el
historiador Ernest Gellner cuando en su libro Pflug, Schwert und Buch (Arado,
Espada y Libro) afirmó que la ética socialista fue la prolongación de la ética
protestante. Según esa tesis, Marx puede ser considerado como el último
representante de la reforma religiosa alemana. Pues así como los protestantes
rendían culto al trabajo bien realizado para alcanzar la gloria celestial, los
socialistas rindieron culto al trabajador (el proletariado), reencarnación
humana del trabajo. Por eso el ideal de vida material de los primeros
socialistas era más bien puritano. A ningún socialista de antaño habría pasado
por la cabeza enriquecerse mediante el ejercicio de la profesión política.
Si
el culto al trabajador reactivó ideales religiosos entre las primeras
izquierdas, estos alcanzaron los umbrales del fanatismo cuando los trabajadores
fueron ideológicamente elevados a la categoría de clase mesiánica destinada a
conducir al mundo hacia el paraíso terrenal: el socialismo. A partir de ese
momento las diferencias entre izquierdas y derechas se convirtieron en
infranqueables. Mientras para esta última la política comenzaba y terminaba en
el presente, para las izquierdas, el socialismo no estaba en el presente sino
en un más allá histórico. El socialismo llegó a ser así una doctrina
teleológica. De este modo, si la derecha era religiosa, solo lo fue en materias
eclesiásticas. La izquierda socialista, en cambio, no siendo religiosa en
materias eclesiásticas, lo era en materias políticas. El reino político de la
izquierda socialista no estaba (todavía) en este mundo.
Y
bien, mirando la diferencia desde un punto de vista más psicoanalítico que
político, el ser de la izquierda socialista se caracterizó por la introyección
de un inconmensurable Super-Nosotros. Ese Super-Nosotros -en equivalencia al
Super-Yo freudiano- hizo que el ser de izquierda desarrollara un notorio
complejo de superioridad con respecto a quienes no eran de izquierda.
Sin
miedo a exagerar, en cada socialista o comunista latía la creencia de ser un
depositario de los designios de la historia. Hoy, recordando mis experiencias
juveniles con militantes comunistas, puedo asegurar que ellos creían
efectivamente ser superiores al resto del mundo. Algo así como “un partido
elegido”. Antropológicamente hablando, eran endogámicos. Se juntaban, se amaban
y se reproducían entre sí. Y hasta el más mediocre e ignorante creía marchar
por “el lado correcto de la historia”.
“El
Partido tiene siempre la razón”, repetían los más tontos. “Prefiero equivocarme
con mi partido que tener la razón solo”, agregaban los más “críticos". Los
inteligentes –también los había- estaban dispuestos a reconocer “grandes errores” de la URSS o de Cuba
(errores que casi siempre eran masas de cadáveres) pero siempre bajo el
supuesto de que los objetivos finales eran los justos. De este modo, mientras
los asesinados por las dictaduras de derecha eran mártires, los asesinados por
las dictaduras de izquierda eran simples “daños colaterales” en la guerra
contra el capitalismo mundial. El “hombre que aprende a ser como Stalin”
(Neruda) era, de acuerdo al absurdo narcisismo comunista, el punto más acabado
en la selección natural de la historia. Según la profunda alteración superyoica
de Che Guevara, el revolucionario era, a su vez, “el eslabón más alto que puede
alcanzar la especie humana” (sic).
Dicho
en breve, la izquierda socialista construyó sus propios pedestales y arriba se
subió. Es por eso que aún ahora, varios años después del derrumbe del comunismo
y ya habiendo dejado detrás de sí los momentos más patológicos de su historia,
cuando alguien de la izquierda es sorprendido en actos de corrupción, cae
estrepitosamente desde un alto pedestal. En cambio los corruptos de la derecha
no caen de ninguno. La derecha no tiene pedestales. Su reino, el económico, es
de este mundo.
¿Qué
importa si los muy pocos implicados en el caso Dávalos-Bachelet (o Caval o
Luksik o Compagnon) en Chile sean solo personas particulares con débiles
responsabilidades políticas y que los montos de dinero mal habidos sean inferiores
al caso de las empresas Penta donde están
involucrados los dos partidos de la derecha en turbios negociados
destinados a financiar campañas electorales? No, lo que importa es la altura
del pedestal. Ese pedestal en que la izquierda sigue encaramada sin haber
razones ni motivos que lo justifiquen.
¿Qué
importa si los escándalos de Petrobras durante Rouseff, las evasiones de
impuestos, los lavados de dineros, las cuentas oscuras, los traspasos de fondos
gubernamentales a particulares, en fin, toda esa inmunda corruptela socialista
sea una miga de pan duro si la comparamos con los escándalos financieros de un
derechista como Collor de Melo (1990- 1992)? Hay, empero, una gran diferencia:
Collor de Melo no se subió nunca a ningún pedestal. Su ideal político era la
economía, incluyendo la propia, y nada más. El lulismo en cambio intentó
presentarse como la representación política del pueblo en el poder. Y ese
pueblo ahora está cobrando la parte que le corresponde.
Un
caso aparte, muy aparte, lo representa el régimen venezolano. Prácticamente no
pasa una semana sin que un miembro de gobierno no se vea involucrado en algún
acto de manifiesta corrupción. A la vez, tanto Chávez como Maduro han sido los
presidentes que con más énfasis han apelado a los abstractos valores del
socialismo, los únicos que han actuado como si el muro de Berlín aún siguiera
ahí, los que jamás se cansaron de hablar del “hombre nuevo”, como si Che
Guevara estuviese todavía luchando en las selvas de Bolivia.
Es,
por un lado, el gobierno más super-nosótrico de América Latina. Pero, por otro
–notable asimetría– es también el más corrupto. Así, mientras aumenta el número
de personeros y ayudistas del chavismo involucrados en negocios turbios
–blanqueos de capitales, grupos vinculados a la droga, cuentas millonarias en
bancos del “imperio”, inmensas fortunas acumuladas en los bancos de Andorra y
Madrid- más crece el ímpetu de la falsa
retórica socialista y antiimperialista del mandatario Nicolás Maduro. No hay
estadística que lo compruebe, pero si la hubiera, el de Maduro no solo sería el
gobierno más corrupto. Sería, además, el más grotesco del continente.
Si
la monja del socialismo latinoamericano luce minifalda, la del socialismo
venezolano camina en bikini. Maduro ha logrado –parafraseando a Proudhon y a
Marx– convertir a la ideología de la miseria en la miseria de (su propia)
ideología. Nadie en verdad ha desacreditado tanto a la idea del socialismo como
lo ha hecho el gobierno venezolano. Quizás –¿quién sabe?- esa ha sido su misión
histórica. Dios, así se dice, escribe con letras torcidas.
Los
múltiples casos de corrupción que acosan a diversos gobiernos de izquierda
traen consigo, aunque parezca irrisorio decirlo, algunos mensajes positivos.
Uno de ellos es que a través de su expansión comienza a demostrarse que ya no
existe ninguna diferencia radical entre las izquierdas y las derechas. La
corrupción, en efecto, no es consustancial a una determinada doctrina o
ideología política. Pero sí lo es a esa criatura falible que es el ser humano.
La
conclusión puede ser pesimista pero a la vez optimista. Pesimista, porque ni la
ideología más perfecta del mundo va a servir para limitar el deseo de
corrupción que anida en la especie. Optimista, porque esa misma conclusión nos
lleva a salir del terreno ideológico y entrar al de la reflexión sobre el
significado de las instituciones públicas.
No
grandes ideologías son las que necesitamos pero sí instituciones inteligentes
que permitan, si no frenar los desmanes, por lo menos vigilar los actos de los
políticos. Transparencia, publicidad, independencia de poderes, en fin,
democracia plena, han probado ser las más efectivas armas en contra de la
corrupción.
La
política no se hizo para realizar misiones meta-históricas sino para resolver
problemas reales y concretos en el espacio ciudadano de cada nación. Uno de
esos problemas es la corrupción, sea de la derecha o de la izquierda. No
atender ese problema en nombre de un imaginario “más allá”, puede llevar a algo
mucho peor que la corrupción de los políticos. Sí: me refiero a la corrupción
de la propia vida política. Eso sería fatal. Desde los escombros de la política
asoman siempre las cabezas de los más grandes demagogos.
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