Por Yedzenia Gainza, 22/04/2015
Los venezolanos al nacer no somos conscientes de cuánto es rica nuestra
tierra. A medida que crecemos nos lo van contando, pero tantas incoherencias
impiden que lo entendamos muy bien. Aprendemos que somos afortunados,
tenemos playas paradisíacas, selvas impresionantes, cascadas que quitan el
aliento, montañas increíbles, llanos infinitos, y un millón de cosas más.
Cada rincón del país tiene su encanto, hay de todo, tanto que podríamos
ser la envidia del mundo. Si queremos nieve, tenemos los picos andinos. Si
queremos desierto, sólo hay que rodar un poco para llenarnos el pelo de arena.
El sol nos ilumina y calienta cada día, la lluvia nos permite jugar como niños,
y esa combinación hace que nuestros campos sean tan fértiles que con muy poco
se pueden cosechar frutos deliciosos. El verde de las montañas colorea el
cuadro de nuestras vidas, y el inconfundible olor a tierra mojada las perfuma.
Como si fuera poco, este país tiene gente trabajadora, alegre, valiente,
generosa, bella… Sí, Venezuela lo tiene todo, excepto buena suerte.
En la escuela nos enseñaron que teníamos tanto petróleo que casi no se
podía contar, pero olvidaron decirnos que el petróleo es lo más parecido a la
carne podrida, y como tal, no hace más que atraer a carroñeros. Eso lo
descubrimos con el paso de los años, especialmente en los últimos 16 cuando las
hienas del Socialismo del Siglo XXI han atacado hambrientas de poder y dinero
arrancando de cuajo trozos de esta tierra y exprimiéndole al máximo hasta las
tripas. Eso sí, soltando de vez en cuando algún trozo de hueso
triturado para mantener callados a esos que no se sabe muy bien si están
allí por temor a ser la siguiente presa, o para llegar algún día a liderar la
jauría.
En esa ingenuidad nunca imaginamos que muchos de nosotros terminaríamos
viviendo a miles de kilómetros de nuestro paraíso, ni siquiera pensamos que
dejaría de serlo y se convertiría en una zona de desastre, digna de lástima.
Desayunamos o cenamos arepas sin imaginar que llegaría el día en el que sería
más fácil conseguir harina de maíz o carne para mechar allá en lugares tan
remotos como el Golfo Arábigo, ese territorio donde con dar una patada salta un
pozo de oro negro. Ese lugar donde las calles no están construidas con
morocotas de canto, pero casi.
Hacer arepas en el desierto es una experiencia fascinante y torturadora
a la vez. Allá los venezolanos expatriados como consecuencia de la mediocridad
de las aerolíneas venezolanas o el despido masivo de los profesionales que
trabajaban para la que alguna vez fue el estandarte de la nación, viven
con nostalgia por el lugar que sus hijos no conocen y al que nunca volverán.
Duele el alma al ver autopistas impecables, iluminadas, con carriles
sin huecos, totalmente diferentes a esos que nosotros somos expertos en
esquivar como quien juega buscaminas. Duele ver los supermercados llenos de
alimentos, y a la gente que compra con una sonrisa sin temor a recibir un
balazo cuando vuelva a su casa con las bolsas en la mano. Es imposible contener
las lágrimas al saber que los estudiantes pueden educarse en cualquier parte
del mundo, no sólo sin mendigar para obtener autorización y cambiar su propio
dinero, sino a gastos pagados por un Estado que invierte en sus ciudadanos.
No es modelo de democracia absoluta, pero las cosas no están ahora
como para dar lecciones de libertad plena. Sin embargo, es imposible sentirse
preso. Nunca se le pasa la llave a la puerta, las mujeres no se sujetan al
bolso como si se tratara de la vida, nadie camina buscando dónde esconderse en
caso de tiroteo. A nadie le tiemblan las manos esperando en un semáforo, ni
palidece al escuchar una moto. De vez en cuando aparece alguna foto del padre
de la patria –uno de verdad– pero no son ojos que vigilen esperando el momento
en que puedan encañonar a alguien. Se sale de noche sin llamar a nadie para
avisar que se ha llegado entero a casa. No hay ni una sola cola para comprar
comida, los baños del aeropuerto están pulcros, las farmacias no tienen
carteles de NO HAY. Nunca se va la luz ni falta el agua, lo que sale del grifo
es sencillamente eso, agua, transparente y sin malos olores. Con cada edificio
se ha hecho una oda a la arquitectura. Se puede escoger qué trozo de carne
comprar y la marca de queso que más apetece.
Tanto lujo es abrumador, no porque sea malo, sino porque va de la mano
de un extraño sentimiento de dolorosa y modesta envidia. Porque para un
venezolano no es lujo un palacio extraordinario, eso ni siquiera se lo plantea.
Entrar a un supermercado con una estantería llena de víveres es más
impresionante que la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles.
Las reservas de este lejano ejemplo de lo que podríamos ser equivale a
unos 200 mil millones de barriles de petróleo menos que Venezuela, nuestro
saqueado país que pudiendo no aspira a tener empleados que con un paño le
quiten el polvo a los semáforos, ni tampoco pretende tener suelos de mármol
Statuario o columnas de oro. Venezuela es un país que aún teniendo derecho y
recursos para navegar en el lujo, sólo aspira a vivir dignamente sin que sus
ciudadanos tengan que volar más de 10 mil Km para comerse sin problemas unas
arepas con carne mechada, o unas simples tajadas.
Que levante la mano quien coma con patria.
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