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jueves, 23 de abril de 2015

Arepas en el desierto, @yedzenia



Por Yedzenia Gainza, 22/04/2015

Los venezolanos al nacer no somos conscientes de cuánto es rica nuestra tierra. A medida que crecemos nos lo van contando, pero tantas incoherencias impiden que lo entendamos muy bien. Aprendemos que somos afortunados, tenemos playas paradisíacas, selvas impresionantes, cascadas que quitan el aliento, montañas increíbles, llanos infinitos, y un millón de cosas más.

Cada rincón del país tiene su encanto, hay de todo, tanto que podríamos ser la envidia del mundo. Si queremos nieve, tenemos los picos andinos. Si queremos desierto, sólo hay que rodar un poco para llenarnos el pelo de arena. El sol nos ilumina y calienta cada día, la lluvia nos permite jugar como niños, y esa combinación hace que nuestros campos sean tan fértiles que con muy poco se pueden cosechar frutos deliciosos. El verde de las montañas colorea el cuadro de nuestras vidas, y el inconfundible olor a tierra mojada las perfuma. Como si fuera poco, este país tiene gente trabajadora, alegre, valiente, generosa, bella… Sí, Venezuela lo tiene todo, excepto buena suerte.


En la escuela nos enseñaron que teníamos tanto petróleo que casi no se podía contar, pero olvidaron decirnos que el petróleo es lo más parecido a la carne podrida, y como tal, no hace más que atraer a carroñeros. Eso lo descubrimos con el paso de los años, especialmente en los últimos 16 cuando las hienas del Socialismo del Siglo XXI han atacado hambrientas de poder y dinero arrancando de cuajo trozos de esta tierra y exprimiéndole al máximo hasta las tripas. Eso sí, soltando de vez en cuando algún trozo de hueso triturado para mantener callados a esos que no se sabe muy bien si están allí por temor a ser la siguiente presa, o para llegar algún día a liderar la jauría.

En esa ingenuidad nunca imaginamos que muchos de nosotros terminaríamos viviendo a miles de kilómetros de nuestro paraíso, ni siquiera pensamos que dejaría de serlo y se convertiría en una zona de desastre, digna de lástima. Desayunamos o cenamos arepas sin imaginar que llegaría el día en el que sería más fácil conseguir harina de maíz o carne para mechar allá en lugares tan remotos como el Golfo Arábigo, ese territorio donde con dar una patada salta un pozo de oro negro. Ese lugar donde las calles no están construidas con morocotas de canto, pero casi.


Hacer arepas en el desierto es una experiencia fascinante y torturadora a la vez. Allá los venezolanos expatriados como consecuencia de la mediocridad de las aerolíneas venezolanas o el despido masivo de los profesionales que trabajaban para la que alguna vez fue el estandarte de la nación, viven con nostalgia por el lugar que sus hijos no conocen y al que nunca volverán.

Duele el alma al ver autopistas impecables, iluminadas, con carriles sin huecos, totalmente diferentes a esos que nosotros somos expertos en esquivar como quien juega buscaminas. Duele ver los supermercados llenos de alimentos, y a la gente que compra con una sonrisa sin temor a recibir un balazo cuando vuelva a su casa con las bolsas en la mano. Es imposible contener las lágrimas al saber que los estudiantes pueden educarse en cualquier parte del mundo, no sólo sin mendigar para obtener autorización y cambiar su propio dinero, sino a gastos pagados por un Estado que invierte en sus ciudadanos.

No es modelo de democracia absoluta, pero las cosas no están ahora como para dar lecciones de libertad plena. Sin embargo, es imposible sentirse preso. Nunca se le pasa la llave a la puerta, las mujeres no se sujetan al bolso como si se tratara de la vida, nadie camina buscando dónde esconderse en caso de tiroteo. A nadie le tiemblan las manos esperando en un semáforo, ni palidece al escuchar una moto. De vez en cuando aparece alguna foto del padre de la patria –uno de verdad– pero no son ojos que vigilen esperando el momento en que puedan encañonar a alguien. Se sale de noche sin llamar a nadie para avisar que se ha llegado entero a casa. No hay ni una sola cola para comprar comida, los baños del aeropuerto están pulcros, las farmacias no tienen carteles de NO HAY. Nunca se va la luz ni falta el agua, lo que sale del grifo es sencillamente eso, agua, transparente y sin malos olores. Con cada edificio se ha hecho una oda a la arquitectura. Se puede escoger qué trozo de carne comprar y la marca de queso que más apetece.

Tanto lujo es abrumador, no porque sea malo, sino porque va de la mano de un extraño sentimiento de dolorosa y modesta envidia. Porque para un venezolano no es lujo un palacio extraordinario, eso ni siquiera se lo plantea. Entrar a un supermercado con una estantería llena de víveres es más impresionante que la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles.

Las reservas de este lejano ejemplo de lo que podríamos ser equivale a unos 200 mil millones de barriles de petróleo menos que Venezuela, nuestro saqueado país que pudiendo no aspira a tener empleados que con un paño le quiten el polvo a los semáforos, ni tampoco pretende tener suelos de mármol Statuario o columnas de oro. Venezuela es un país que aún teniendo derecho y recursos para navegar en el lujo, sólo aspira a vivir dignamente sin que sus ciudadanos tengan que volar más de 10 mil Km para comerse sin problemas unas arepas con carne mechada, o unas simples tajadas.

Que levante la mano quien coma con patria.


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