Por Ricardo Escalante, 19/04/2015
En julio de 1979 estaba yo en Bagdad cuando Sadam Hussein desplazó de
la presidencia al viejo Ahmed Hasan Al-Bakr, para dar comienzo a un régimen
arbitrario que se convirtió en pesadilla para su país, para el Medio Oriente y
el mundo. Recorrer varias ciudades del Irak de contrastes fue una buena
experiencia periodística, aunque desprovista de contactos con miembros del
gobierno y menos de la aniquilada oposición.
El mismo Al-Bakr habló de las dolencias físicas como causa de su
renuncia, pero círculos diplomáticos y algunos analistas ataban cabos y
sostenían que el poder presidencial estaba disminuido. El verdadero hombre
fuerte era el vicepresidente. No había decisión que escapara a sus designios.
En aquel viaje coincidí con Armando Durán, quien entonces estaba al
frente de El Diario de Caracas. Ambos fuimos invitados por la embajada de Irak
en Caracas a través de su entonces jefe de prensa, Nabil Naser, un sirio
simpático que había tenido la oportunidad de cultivar la amistad de Hussein,
además de declarado partidario de la fusión de su país con Irak.
Por imposición del autócrata, un año antes los partidos políticos
habían sido proscritos, con excepción del oficialista Baaz, cuyo único
propósito era servir de caja de resonancia al líder. Cada año la revolución
gastaba petrodólares en actos programados para periodistas de todo el mundo,
con la intención de proyectar su inexistente obra, en un ambiente cargado de la
inestabilidad tanto interna como de la región.
Un día tres periodistas latinoamericanos quisimos observar el interior
de algunas mezquitas adornadas de larga historia, incluyendo aquella en que el
ayatolá Jomeini había oficiado en sus tiempos de exilado. Subimos a una azotea
para ver el patio de una de ellas mientras transcurrían honras fúnebres en
medio de las elevadas temperaturas de la época, pero la cosa se convirtió en
apremio porque cimitarra en mano e insultos en árabe, alguien comenzó a
perseguirnos. En la carrera nos encontramos con un hueco de algo
menos de metro y medio y unos 7 ó 10 metros de profundidad, que de manera
inevitable tuvimos que saltar. Fui el último, obligado por la cercanía de aquel
bárbaro enfurecido. Así, sin tener idea de lo que habíamos hecho mal, logramos
regresar al hotel Agadir.
A partir de aquellas peripecias seguí con atención los delirios de
grandeza, la carrera armamentista, las fallidas invasiones a Irán y Kuwait, la
opresión y otras sinrazones del gobierno de ese trastornado que se llamó Sadam
Hussein. Y como todo el mundo, un mal día también yo quedaría estupefacto al
ver imágenes del “Comandante Supremo” mientras abrazaba y condecoraba a Sadam
Hussein en nombre de Simón Bolívar y de los venezolanos.
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