Luis Ugalde 17 de abril de 2015
Pocos- aun entre los chavistas – dudan
de la muerte de esta “revolución”. Todavía tienen poder, pero murió la
esperanza. Los soldados armados custodian un sepulcro vacío y la esperanza ya
no está ahí. Pero los pueblos no mueren ni renuncian a sus sueños de vida libre
y digna.
Ningún año de nuestra historia es tan
terrible ni tan de muerte como 1814. “Vuestros hermanos y no los españoles han
desgarrado nuestro seno, derramado nuestra sangre, incendiado nuestros hogares
y os han condenado a la expatriación”. Así escribía Bolívar en Carúpano a punto
de escaparse al exilio. Pero en medio de esa noche espantosa y en vísperas del
envío español del ejército mayor y mejor entrenado, Bolívar afirma la esperanza
contra toda esperanza: “No habrá potestad humana que detenga el curso que me he
propuesto, seguir hasta volver a libertaros” (Manifiesto de Carúpano, 1814).
En diciembre de 1957, el amañado
plebiscito ratificaba la invencibilidad de la dictadura con un pueblo
resignado. Pero un mes después la esperanza y conducción decidida de unos
cuantos trajo la huída del dictador y la explosión democrática del 23 de enero;
luego la democracia concretó programas de esperanza y creatividad constructiva.
En 1998, el bipartididismo democrático-
acostumbrado a contar con 80% de los votos- agonizaba por su corrupción, su
falta de iniciativa renovadora y su desconexión con las necesidades de la
gente. Sucumbió ante la esperanza ilusionada, conectada con las penurias del
pueblo, que encarnaba Chávez.
Los partidos y los gobiernos mueren,
pero los pueblos continúan con quienes encarnen la confianza de vida y de
cambio. Hoy, muerto un modelo que ha agravado la enfermedad con su corrupción e
ineptitud y con una propuesta política insensata e inviable, la gente está
urgida de líderes que conecten con su confianza apagada y la enciendan como
hoguera contagiosa.
Cuando nos va mal como ahora, algunos
solo ven cenizas de desolación y concluyen con aire de sabiduría autosuficiente
que nuestro pueblo es inferior a sus retos, que aquí no hay remedio y lo mejor
es irse del país. En su miopía no aprecian que debajo de las cenizas hay brasas
en espera de un soplo inspirador que las convierta en fuego indetenible. En
ambos lados de la triste Venezuela dividida están las frustradas brasas y
restos del optimismo; unidos y sólo unidos, y avivados con nuevo soplo de
creencia en políticas razonables, podemos salir de esta muerte y desolación.
En estos días santos oímos al ángel que
sorprende a las mujeres que, tras la noche oscura del Calvario, fueron a
amanecer en el sepulcro de Jesús: “No tengan miedo. Ustedes buscan a Jesús
Nazareno, el crucificado. No está aquí, ha resucitado” (Mateo 16,6). La muerte
de Jesús fue una derrota espantosa para sus discípulos y con ella murió la
esperanza y de sus corazones se apoderaron el miedo, la desolación y la
dispersión sin sentido. Días después, salidos de su escondite, empezaron a
proclamar en plaza pública: A este hombre justo que pasó haciendo el bien,
ustedes lo crucificaron y le dieron muerte por medio de gente sin ley. Pero
Dios lo resucitó “porque la muerte no podía retenerlo” (Hechos 2,24). Al
encontrarse con el Resucitado la derrota se transforma en esperanza de los
discípulos, el miedo desaparece y empiezan a entender lo que en vida de Jesús
no habían comprendido: que dar la vida es el camino para hallarla, pues el amor
es más fuerte que la muerte. La Resurrección de Jesús es para nosotros: “Dios
resucitó a su siervo y lo envió primero a ustedes, para bendecirlos y
transformarlos” (Hechos 3,26).
Las autoridades prohibieron y
encarcelaron a aquellos discípulos del Crucificado, emborrachados de Espíritu,
que a la amenaza respondieron: “Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y
oído” (Hechos 4,20). Mientras los soldados seguían cuidando el sepulcro vacío y
el poder reprimía, la comunidad cristiana crecía alimentada del Espíritu de
Jesús, que por dar su vida fue resucitado por el Padre y puesto como Salvador.
Nuestra primera necesidad es saber
convertir la esperanza del Resucitado con la convicción de que quien da la vida
por otro no la pierde, sino que la encuentra. Para que haya vida en Venezuela
hay que transformar en vida y esperanza esta economía y poder de muerte, sus
persecuciones, injusticias, anarquías y corrupciones. Es nuestro reto de hoy y
el logro de mañana con una Venezuela unida en lo fundamental.
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