Luis Manuel Esculpí abril de 2015
Ciertamente los signos más evidentes del
fracaso de está pretendida revolución se manifiestan actualmente en las esferas
económica y social. Los elementos más protuberantes de la crisis se manifiestan
en esas áreas. La aguda situación trasciende a todos los espacios de la vida
social. La inseguridad ha traspasado los límites imaginables. Los hospitales
están en la indigencia. La educación vive momentos verdaderamente críticos. El
deterioro de los servicios públicos los sufrimos permanentemente. Crece la
pobreza. Las instituciones no están al servicio del conjunto de la sociedad. El
deterioro de la calidad de vida es eminente. El desmantelamiento del aparato
productivo adquiere proporciones verdaderamente alarmantes. Para colmo de males
Maduro anuncia una política económica ¡demoledora!...más demoledora aún!
El gobierno actúa como se ignorara tal
situación, su discurso es evasivo. Les obsesiona la conservación del poder por
el poder mismo. En eso no escatiman esfuerzos. Allí centran toda su acción.
Atrás quedaron los postulados y banderas que antes levantaron. La corrupción
los carcome. La deontología y la ética están ausentes. El auge de la violencia
en buena medida está asociada a la predica de estos años. La impunidad reina.
El deterioro del ambiente social no le es ajeno.
Si las pinceladas de este diagnóstico no
resultarán suficientes bastaría con añadir la abominable pretensión de
dignificar la delación y la traición. En un país donde verdaderos patriotas
sufrieron torturas e incluso sacrificaron sus vidas por guardar silencio y no
delatar a sus compañeros; tal como está reseñado en numerosos testimonios de la
lucha contra las dictaduras. Incluso en la " la terrible década de los
60" tal como Américo Martín tituló el segundo tomo de sus memorias
existieron suficientes revelaciones de comportamiento dignos y principistas. La
narrativa venezolana es prolija en esta temática. Lo cierto es que ha
reaparecido la tortura física y sicológica, las declaraciones de los
estudiantes y los presos políticos así lo demuestran.
Se pretende institucionalizar la
aberrante figura del "sapo" con el eufemismo de "patriota
cooperante". Los regímenes autoritarios propician la degradación social y
de la condición humana en función del objetivo de conservar el poder. La
perversión ha llegado hasta el punto de que sin prueba alguna el sapeo y el
montaje de supuestos delitos puede llevar una persona a la cárcel, tal como
sucedió con el piloto Rodolfo González, a quien el gobierno le colocó el alias
de "el aviador" para darle credibilidad a las grave acusaciones que
lo condujeron a la trágica decisión de terminar con su vida.
En nombre de la lucha por la justicia
social, la igualdad y añadían la libertad, la democracia y los más nobles
ideales se cometieron horribles crímenes contra la humanidad, el fascismo y el
stalinismo son dos caras de una misma moneda. El autoritarismo convierte
víctimas en victimarios. Transformaron la administración del poder en estados
policiales. El oficialismo en su práctica tiene rasgos comunes con tales
regímenes. Llama particularmente la atención como algunos- no muchos-de los
personajes que respaldan al régimen, o sus familiares, antes perseguidos
encarcelados y torturados hoy guardan un silencio cómplice. Tal afirmación
también es válida, para antiguos defensores de los Derechos Humanos, ellos si
son más numerosos y emblemáticos. Si fueran consecuentes con la conducta de
otro tiempo la instauración de la funesta figura de los "patriotas
cooperantes" sería una causa por demás justa para romper el silencio y
sumarse a la denuncia y a la protesta. Era lo menos que se podía esperar de
ellos. Han sido asimilados por la dinámica perversa que los caracteriza. La
degradación también los arropó.
Existen razones de sobra para plantearse
el cambio político, es una tarea de primer orden la recomposición de la vida en
sociedad, resulta imprescindible recuperar el funcionamiento de las
instituciones democráticas. Superar la opacidad, lo funesto y lúgubre resulta
imperativo. Las elecciones parlamentarias ofrecen una preciosa oportunidad que
no debe ser desaprovechada, así lo constatan las encuestas. Ellas no son una
panacea, más una victoria puede significar el inicio del cambio. Subestimar esa
realidad puede conducir a la repetición de errores del pasado. Perder esa
perspectiva resultaría imperdonable. A pesar de las contradicciones, pareciera
que las fuerzas democráticas hemos asimilado la experiencia, en tal sentido hay
signos esperanzadores de la justa valoración de ese proceso y de la necesaria
concentración de esfuerzos para alcanzar un triunfo contundente. Ello es perfectamente
posible y necesario. Insistimos así se despejaría el horizonte.
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