Isaac Villamizar, 21/04/2015
Desde la antigua Grecia se pensaba en que la democracia se podía
corromper, degenerar, pervertir. Platón decía que ella sucumbía por los excesos
en la libertad, el igualitarismo y la indisciplina que la esclavizan.
Aristóteles aseguraba también que la República se podía pervertir en demagogia
y que en la democracia las revoluciones nacían principalmente del carácter
turbulento de los demagogos. Muchos son los regímenes que se autocalifican como
democracias y muy difícilmente lo son. Por ello, hay que entender la democracia
por su significado, como una permanente aspiración, y por su contenido, como
una realidad práctica.
Si reflexionamos en la democracia como un ideal, nos gusta en
particular recordar el concepto del político y senador norteamericano Eugene McCarthy.
Democracia, según él, es una filosofía de organización política y social que da
a los individuos un máximo de libertad y un máximo de responsabilidad. Es aquí
cuando se piensa en ese exceso de libertad que hace que los gobernantes no
rindan cuentas de su gestión, conviertan el poder en un instrumento de
satisfacción personal y el manejo de los asuntos y erarios públicos en
corrupción. Olvidan estos delincuentes de la democracia que ellos no son sus
dueños. Los titulares de ella son los ciudadanos, en quienes está depositada,
de manera intransferible, la soberanía popular, esa potestad suprema y
originaria para que el pueblo se gobierne de forma autónoma, sobre la cual no
existe autoridad legítima igual o superior. De tal manera que esos gobernantes
que secuestran la democracia, secuestran también nuestra soberanía e incumplen
ese mandato, esa delegación que le hemos dado por representación, para que
actúen en nuestro nombre en función del bienestar individual y colectivo común.
Esos gobernantes que prostituyen la democracia nos arrebatan nuestra propia
voluntad para asegurarnos un destino mejor.
Si meditamos sobre la practicidad de la democracia, entonces hay que
volver a recordar a Aristóteles quien propugnaba no sólo un Gobierno perfecto,
sino también practicable. Jacques Maritain, en “El hombre y el Estado”,
presentó una Carta de Valores que define el ejercicio democrático. Entre ellos
podemos citar el respeto, garantía y la práctica usual de los derechos y
libertades políticas y sociales de la persona humana; los derechos y deberes en
la familia y las relaciones de esta institución con la sociedad; las
obligaciones, no sólo jurídicas, sino morales con la Constitución; la igualdad,
la justicia y la conducta cívica; la libertad de pensamiento, la tolerancia a
las ideas disidentes y el mutuo respeto; la adhesión a la historia, a la
herencia como nación y a las tradiciones que la forman; y las
obligaciones de ciudadanos y gobernantes para con el bien común.
Las democracias contemporáneas se pueden valer de medios de acción
poderosos para corregir sus defectos. Retomemos y adaptemos las recomendaciones
del jurista y sociólogo Maurice Hauriou sobre algunas condiciones para
mejorarlas: la idea cristiana del amor al prójimo, la desaparición de cualquier
manifestación de esclavitud, física y mental, la reducción de la conquista de
los pueblos o injerencia de cualquier idea política extraña a una
particularidad de nación; la capacitación ciudadana permanente y en todos
los niveles con la educación expandida, tomando como herramientas las TIC; el
ejercicio de mayores mecanismos de participación directa en los asuntos
públicos, sean políticos, sociales o económicos; y el ejercicio de efectivas y
novedosas modalidades más directas y participativas para revocar y destituir a
los representantes del Poder Público que fallen en su rendición de cuentas.
Fundamentalmente, la democracia puede acercarse a su perfección si la
fomentamos y cultivamos con la familia y la educación. Hijos y estudiantes
formados en las convicciones y valores democráticos a temprana edad, serán
quienes rescaten esta maltrecha y corrompida democracia que nos han querido
arrastrar.
Diario de La Nación, San Cristóbal, Publicado el Martes 21 abril, 2015
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