Ramón Piñango 14 de
abril de 2015
Estamos
mal y vamos de peor en peor. Es inmenso el número de ciudadanos que ven las
cosas de esta manera. El optimismo ha desaparecido incluso entre quienes hasta
ahora han sido fervientes creyentes de lo que otrora llamaban “el proceso”.
Somos presa del pesimismo.
Las
manifestaciones de ese pesimismo se expresan con dos frases por demás
elocuentes: “Me voy de aquí”, “todo el mundo está resignado”. La primera
afirmación se refiere a un hecho directamente constatable: todos los días nos
enteramos de alguien que decidió marcharse del país. La segunda no es más que
una percepción, posiblemente con mucho de proyección, que expresa pesimismo al
mismo tiempo que lo refuerza.
El
pesimismo es la cara más visible, prácticamente tangible, de la desesperanza.
En Venezuela la desesperanza y su rostro, el pesimismo, no son meros caprichos
de los ciudadanos, tienen base en una cotidianidad cada vez más cruel, indigna
y peligrosa en la cual, por decir lo menos, el salario se desvaloriza día tras
día, y, por decir lo más, también día tras día aumenta la probabilidad de morir
asesinado; constatando el hecho de que entre la gente de menos recursos ambas
cosas son peores.
Tanto
el pesimismo como la desesperanza constituyen un formidable obstáculo para la
construcción de un país mejor. Ni quienes detentan el poder ni quienes aspiran
a desplazarlos podrán hacer nada mientras seamos prisioneros de esos dos
poderosos factores. No hay duda de que el régimen en el poder es el responsable
fundamental de la aniquilación del futuro de los venezolanos, pero esperar que rectifique
sería una manifestación de disociación con la realidad. No tiene sentido
abundar sobre este asunto. En un país democrático, cuando un gobierno lo ha
hecho mal, lo usual es que el cambio de gobierno se convierta en fuente de
esperanza, y la oposición, en quienes la encarnan con sus propuestas. Para eso
es fundamental que quienes desde la oposición predican optimismo y esperanza
tengan un mensaje que llegue a los ciudadanos, para lo cual es imprescindible
que sean creíbles. La credibilidad es lo que puede hacerlos convincentes.
Sin
duda, la oposición venezolana, la de la MUD, se ha esmerado en llegarle a la
gente, ha tratado de hacerse creíble para convencer. ¿Lo ha logrado? A medias.
Ciertamente, un alto porcentaje de los probables votantes manifiestan su
disposición a votar por la oposición, pero la MUD no parece haberse convertido
en poderosa fuente de esperanza, de ser capaz de construir un país
significativamente mejor del que hoy todos sufrimos.
¿Por
qué ocurre tal cosa? En buena medida por un discurso centrado, de manera casi
absoluta, en la noción de que ganar con una gran votación las elecciones
parlamentarias hará que prácticamente todo sufra un vuelco radicalmente
positivo. El problema es que este planteamiento parece cada vez menos realista
porque, consciente o inconscientemente, crece en la población la convicción de
que, por una parte, estamos ante un régimen que no da señales de tener una
mínima vocación democrática como para aceptar una derrota electoral, y, por
otra, no contamos con una oposición que haya dado señales convincentes de su
capacidad de lucha para que le reconozcan un triunfo en las urnas,
especialmente cuando no se cuenta con una separación de poderes que sirva de
defensa ante cualquier disparate del régimen.
En
esta perspectiva, inexorablemente los llamados opositores a votar se han
tornado en llamados a “tener fe”, a creer contra toda esperanza, como le exigió
Dios al patriarca Abraham. Descansar en la fe ciega, y no en la esperanza
sustentada en hechos, es una receta para el desastre.
La
oposición puede corregir el rumbo siempre que tenga la disposición y el guáramo
para hacerlo. ¿Tiene la voluntad? ¿Tiene la valentía? No lo sabemos, pero
todavía está a tiempo para demostrarlo.
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