Andrei Kolesnikov 23 de junio de 2015
En un tratado de 1970 titulado Salida,
voz y lealtad, Albert Hirschman analizó las tres opciones que tienen las
personas insatisfechas con organizaciones, empresas y Estados: irse, demandar
cambios o ceder. En los 45 años desde que se publicó el libro, el marco
planteado por Hirschman demostró su utilidad en una muy amplia variedad de
contextos. También puede ser muy útil para comprender la política rusa actual.
En 2011 y 2012, muchos ciudadanos rusos,
bien educados y relativamente pudientes, se volcaron a las calles para exigir
democracia real, con la esperanza de usar su “voz” para cambiar el sistema
desde dentro. Pero Vladímir Putin, receptor de un contundente mandato electoral
que lo llevó por tercera vez a la presidencia, no los escuchó, sino que intensificó
la represión.
Cuando el año pasado Putin invadió y
anexó Crimea, a los disidentes (manifiestos o latentes) les quedaron dos
opciones: la “salida” (emigrar o retirarse a la vida privada) o la expresión de
“lealtad” (mediante muestras activas o pasivas de aceptación). Puesto que los
índices de aprobación de Putin superan rutinariamente el 80%, parece que la
mayoría de los rusos eligió la segunda opción.
Pero lo mismo que en la Unión Soviética,
esta mayoría “leal” incluye un alto porcentaje de cínicos (además de personas
que prefieren retirarse de la vida cívica) a quienes sólo les queda debatir
sobre política en la mesa del comedor o en clubes de discusión. Mientras tanto,
algunos expertos en economía y política crean comunidades informales para trazar
planes de posibles reformas, por si el régimen se derrumba.
No son las únicas semejanzas con los
tiempos soviéticos que están apareciendo. Cada vez más, la aceptación pasiva de
Putin y sus políticas es insuficiente; el régimen exige muestras de apoyo entusiasta
y define reglas para las conductas que aprueba.
Esto nos recuerda algo que observó en
los años cincuenta el politólogo estadounidense Zbigniew Brzezinski: que los
regímenes totalitarios (a diferencia de los autoritarios) imponen a sus
ciudadanos no sólo prohibiciones sino también obligaciones. La escritora
estadounidense Ellendea Proffer Teasley presenta una idea similar en su exitoso
libro de memorias en ruso, Brodsky entre nosotros, donde destaca que los
regímenes totalitarios no sólo exigen obediencia, sino también participación.
¿Qué significa este imperativo en la
Rusia de hoy? Que el dueño de un auto (digamos, un Mercedes, si es
relativamente pudiente) debe adornarlo con una cinta de San Jorge (un símbolo
de la victoria rusa en la Segunda Guerra Mundial, que empezó a usarse ahora).
Que los miembros del ejército, los servicios especiales o la policía no deben
viajar fuera del país, y que profesores de diversas universidades públicas
tienen que pedir permiso para asistir a seminarios y congresos en el
extranjero. Que los maestros deben incluir a Crimea en el mapa de Rusia, y que
los empleados de empresas estatales están obligados a participar en actos de
apoyo al gobierno.
Negarse a cumplir estas exigencias puede
traer serias consecuencias, igual que en la era soviética. Como observa
Proffer, Brodsky trató de “alzarse contra la cultura del «nosotros»”,
convencido de que “un hombre que no piensa por sí mismo, un hombre que sigue al
grupo, es parte de la pérfida estructura” del totalitarismo; el resultado fue
su expulsión de la Unión Soviética en 1972. No se espere de Putin más
tolerancia.
Hace quince años, siendo yo columnista
en Izvestia, el principal diario ruso en aquel tiempo, escribí un artículo
donde comparaba el naciente orden político putinista con el régimen de
Mussolini en Italia. No se imprimió, porque el editor consideró que exageraba.
Por desgracia mi profecía se cumplió: Putin creó una versión modernizada del
Estado corporativista que adhiere casi punto por punto a la fórmula de Mussolini:
“todo dentro del Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado”.
Si bien la constitución de Rusia dota a
su sistema político de todas las características de la democracia, el régimen
de Putin las manipula y distorsiona hasta hacerlas casi irreconocibles, para
consolidar su poder. Usa los medios propios como herramienta de propaganda, y a
los pocos independientes que quedan, los está empujando al borde de la
extinción. Controla la mayoría de las organizaciones de la sociedad civil, y a
las que no, las llama “agentes del extranjero”.
Tal vez lo más escandaloso es el modo en
que el Estado ruso putinista fuerza la movilización política de los ciudadanos,
al interpretar la no participación como resistencia al régimen. En este
contexto, la opción de “salida” que plantea Hirschman (al menos, en la forma de
una “emigración al interior”) no es tan sencilla como parece, ya que es fácil
aplicarle esa interpretación.
Es cierto que los ciudadanos rusos
conservan la libertad de irse del país, lo que implica que Putin no creó un
Estado completamente totalitario, al menos no todavía. Pero las ambiciones del
régimen son innegables. Tal vez la mejor descripción que le cabe a sus métodos
sea la de “totalitarismo híbrido”.
Hannah Arendt escribió que en los
regímenes totalitarios, el Estado es la fuerza que define en exclusiva la forma
de la sociedad. Putin tal vez no llegó a tanto, pero sin duda va en esa
dirección. Y la historia nos enseña que de los países donde la lealtad es la
única opción, es mejor desconfiar.
Traducción: Esteban Flamini
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