Nelly Arenas 29 de junio de 2015
En el liderazgo populista la acción
política suele emparentarse con ingredientes
religiosos. Por esa razón, casi
todos los líderes populistas son y han sido líderes carismáticos; los distingue
esa suerte de gracia, estrictamente personal, esa cualidad extraordinaria en
virtud de la cual sus seguidores le valoran como poseedores de fuerzas
sobrehumanas, extra-cotidianas, como apuntara Max Weber.
Santos seculares podríamos llamarlos,
capaces de establecer una conexión mística con las masas. San Perón y Santa Evita son los patronos más
reconocidos del santoral populista
latinoamericano. No son los únicos. sin embargo. A ellos se les ha unido más
recientemente Hugo Chávez, especialmente luego de su desaparición física. Chávez, qué duda cabe, puede ser considerado
uno de los líderes populistas más carismáticos de todos los tiempos,
equiparable, quizá, sólo con Perón o con Evita, o con ambos de una sola vez.
En los días posteriores al golpe de
Estado de 1992, algún dirigente político nacional se atrevió a decir: “Chávez
es lo más parecido a Dios que existe”, confirmando esa exaltación emocional que
el carisma en “status nascendi”, puede
provocar en las personas. De modo que
para el proyecto político bolivariano no
era fácil continuar su ruta en ausencia de
un sucesor a la altura de esa magna autoridad carismática que Chávez
poseía, reconocida y corroborada por sus seguidores, de la cual emanaba su
legitimidad.
La cuestión sucesoral es uno de los
problemas principales que enfrenta la dominación carismática cuando le llega la
hora de extender su permanencia en el tiempo, es decir rutinizarse, de acuerdo a Weber; en particular cuando el portador del
carisma desaparece. Cuando esto sucede, el interés de los “prosélitos” en
mantener reanimada la comunidad, así como la disposición del “cuadro
administrativo” (hombres de confianza) para conservar sus posiciones y
preservar sus intereses se patentiza.
Entonces, la escogencia del sucesor puede producirse por diferentes vías.
Una de ellas es su designación por parte
de quien porta el carisma en ese
momento. Esto fue lo que ocurrió en el caso venezolano.
En conciencia de su probable
desaparición, el Presidente Chávez escogió de entre sus hombres más próximos,
aquél que le había seguido fielmente durante varios lustros, aquél que
profesaba una ciega admiración por su persona y por su proyecto socialista en
clave castrista. Creyó que con ello
aseguraba la permanencia del “proceso” más allá de su existencia física. El evento
de designación constituyó en sí mismo una suerte de transferencia
“hierúrgica” a través de la cual el
Presidente, en cadena televisiva nacional, le imponía a su organización
política y al país el nombre de un acólito para que lo llevaran a la presidencia
cuando él ya no estuviera presente. El instante consagró a Nicolás Maduro como
el depositario del legado revolucionario.
“Yo se los pido desde mi corazón” solicitaba en modo suplicante aquel 8
de diciembre de 2008, día en el cual se realizara su última exposición
pública.
Con este acto Chávez sustituía
íntegramente a su partido y al obligado debate en su seno, como es propio en
cualquiera organización democrática
cuando se trata de escoger nombres con vistas a ocupar cargos de gobierno. Según Weber, si una selección de este tipo resulta “falsa”, la
misma se traduce en “injuria”, en agravio que debe ser
“expiado” en el plano de lo mágico.
Aunque el autor se refiera aquí a
sociedades pre-racionales, vale la pena
el ejercicio de extrapolación, dada la alta presencia del ingrediente carismático en la dinámica
del gobierno chavista. Sin que necesariamente se cumpla el castigo
mágicamente, cuando de dominación
carismática se trata, una errada selección pareciera derivar en penitencia en el plano racional. Aunque no puede asegurarse que la
decisión del máximo líder esté siendo “expiada” por las filas
oficiales, está claro, sin embargo, que la primera competencia comicial a la
que el “sucesor” debió someterse, significó un severo desgaste del capital de
apoyo electoral chavista.
Maduro accedió a la presidencia de la república en 2013 con apenas 1, 59 de ventaja sobre su contendor,
Henrique Capriles, a pesar del grosero
ventajismo del gobierno en el uso de los recursos del Estado y una onerosa y
abrumadora campaña montada sobre la poderosa imagen del recién
fallecido Presidente. Desde su tumba de
héroe redentor, Hugo Chávez actuaba como
el verdadero candidato. Nicolás Maduro era una figura secundaria, más bien
insinuada en la promoción electoral. En el chavismo, la decisión de
sufragar se convirtió en una promesa de
fidelidad al difunto: “Chavez te lo juro, mi voto es pa’ Maduro”. “Endorsement
del más allá” fue la calificación que
dio Justo Morao, un experto venezolano en publicidad, al fenómeno. En
adelante, se convirtió en suprema
necesidad oficial, dotar al recién electo presidente de una gracia
manufacturada en compensación de la que naturalmente le había sido negada.
Así como la figura oscura y desangelada
de José Stalin se encumbró sobre el reciclaje de la de Vladimir IIyich Lenin,
aprovechando el aura del forjador insigne de la Revolución rusa, tal como lo
muestran los trabajos de la investigadora Carol Strong, con la de Maduro se ha
venido ensayando algo similar. Sólo que el esfuerzo por carismatizar (si se me
permite el verbo) al Presidente, pareciera encontrar potentes límites. “Maduro
es pueblo” “Presidente obrero” son frases publicitarias que procuran acercar al
Presidente a una población, cuya insatisfacción crece con la severa situación
de crisis generalizada que agobia al país. La última de sus promociones en TV
alude a un hombre que, semejante a Bolivar, Ho Chi Minh, Mandela y Chávez,
“vence dificultades”.
La verdad es que, a falta de carisma,
probablemente Maduro haya optado por “vencer dificultades” afincándose en el
patrón populista heredado de su padre putativo.
Siguiendo las conceptualizaciones políticas y discursivas del populismo,
Carlos de la Torre entiende este fenómeno
“como una estrategia para llegar al poder y gobernar basada en un discurso maniqueo que polariza la
sociedad en dos campos antagónicos: el pueblo contra la oligarquía”. “Pelucones”, como llama el presidente a los
oligarcas, y pueblo, son los dos polos
antagónicos presentes en la narrativa madurista.
El problema es que la ruptura populista
que dio al traste con el viejo status quo político, inaugurando un nuevo universo simbólico no se operó con Maduro sino con Chávez. por
lo que su discurso, a pesar de conservar las mismas claves que las del
fallecido presidente, suena gastado y vacío. Una suerte de populismo al que le falta el don, la fascinación,
semejante al café al que se le ha
sustraído su espíritu estimulante y excitante, la cafeína. No obstante, sobre la base de ese patrón
político se hizo posible el triunfo oficialista en los comicios municipales de
finales de 2013 a partir del célebre Dakazo
por todos conocido. Maduro sabe que su fuerte es ese;
por eso se esfuerza y recurre, la más de las veces de burda manera, a recursos de aproximación al pueblo a partir
de la dádiva maravillosa e inesperada.
Tal fue el caso de la señora que recibió una flamante camioneta de manos del
Presidente, sólo porque ésta tuvo la “suerte” de que la caravana presidencial
coincidiera con ella en la autopista,
justo cuando su viejo auto sufriera una avería; o aquella otra que le arrojó un
mango y a cambio el mandatario le gratificó con una vivienda.
Pero, al tiempo que esta modalidad de
gobierno transcurre, Maduro es capaz de reconocer, frente a su partido, el
PSUV, y de cara a los retos electorales que se avecinan, la necesidad de
“repolitizar” y “reideologizar” al pueblo so pena de “perder los logros de la
revolución y [hasta] la propia revolución”. Esta apelación pone en evidencia la
desmovilización que parecieran experimentar las bases de apoyo de la revolución
bolivariana lo que contradice uno de los principios fundamentales de todo populismo, a saber, la activación de las
masas en respaldo al movimiento y al jefe populista. Hasta donde
sepamos, no existe en el mundo un caso de conducción populista legada,
como la que nos ocupa.
La pregunta sería si un populismo
forzado y disminuido, desprovisto de carisma, es capaz de mantener en pié el
tinglado, material e ideológico, sobre
el que descansa el proyecto socialista del siglo XXI, levantado por Hugo
Chávez. Está claro, sí, que un “cuadro
administrativo” heredero de un proyecto con significativa vocación totalitaria,
hará todo cuanto a su alcance esté para preservar su dominación. Está claro
también que el mismo posee un lógico interés
en preservar los cimientos de un Estado patrimonial, en el cual las
distinciones entre la esfera pública y la privada se vuelven cada vez más
nebulosas. En fin, un “cuadro administrativo” que, a partir de
la autoridad carismática de Chávez, ha pretendido legitimar sus intereses asentándolos como “derechos adquiridos”.
La cabeza, sin embargo, escogida por el mismo Chávez pareciera actualmente poner en riesgo ese
estado de cosas. ¿Estará Chávez en el
más allá, expiando esa culpa?
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