RAFAEL LUCIANI sábado 20 de junio de 2015
@rafluciani
El concepto de bien común ocupó un
espacio importante en la filosofía de Aristóteles, para quien «el fin de la
ciudad era el vivir bien». Tomás de Aquino precisó que no se trata de un valor
para el gozo de algunos seres privilegiados, pues «su fin no es otro que el
desarrollo del mismo ser humano en cuanto tal». Más recientemente, Paul Ricoeur
sostuvo que la finalidad del bien común era la de proveer una «vida buena con y
para los otros, pero en medio de instituciones justas».
Con el individualismo moderno esta
noción perdió relevancia. Como lo advirtió el sociólogo Ulrich Beck, el fracaso
de muchos modelos económicos y políticos llevó a la falacia de querer
culpabilizar a los individuos y obligarlos «a buscar soluciones biográficas de
las contradicciones sistémicas que los propios estados habían creado».
En la actualidad la reflexión sobre el
bien común ha vuelto a ocupar los espacios de la teología política, tratando de
discernir los límites de lo público y lo privado, lo colectivo y lo individual,
en contextos donde la política y la economía parecen haberse divorciado de la
moral y generan situaciones de deshumanización progresiva, como la que vivimos.
El bien común es una noción que remite a
la salvaguarda de los derechos fundamentales de cada persona, estableciendo las
condiciones mínimas en el cumplimiento de las funciones del Estado: «el
compromiso por la paz, la correcta organización de los poderes del Estado, un
sólido ordenamiento jurídico, la salvaguardia del ambiente, la prestación de
los servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales son:
alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte,
salud, libre circulación de las informaciones» (Compendio de Doctrina Social de
la Iglesia 166).
El papa Francisco usa esta noción en su
encíclica Laudato Sii como el criterio ético necesario para garantizar
actualmente la paz social, la estabilidad política y la preservación del medio
ambiente (LS 178) porque «el bien común presupone el respeto de la persona
humana en cuanto tal, con derechos fundamentales e inalienables, ordenados a su
desarrollo integral» (LS 157). Se basa en lo que Juan XXIII había proclamado en
Pacem in Terris: «el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que son
universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto» (PT 9).
La puesta en práctica de esta noción
requiere del principio de subsidiariedad que media las relaciones entre la
autoridad pública y los ciudadanos, y que consiste en que la autoridad política
esté determinada a «examinar y resolver los problemas relacionados con el bien
común de una nación» (PT 140). De hecho, la finalidad del Estado no es otra que
«hacer accesibles a las personas los bienes necesarios para gozar de una vida
auténticamente humana» (CDSI 168).
La creación de puentes en una sociedad
fracturada como la nuestra pasa por la asunción política de esta noción si
queremos «liberarnos de la miseria, hallar la propia subsistencia, la salud,
una ocupación estable, y rechazar las situaciones que niegan a la dignidad
humana» (Populorum Progressio 6).
Doctor en Teología
@rafluciani
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