Gustavo Roosen 19 de junio de 2015
¿Cuánto tiempo tomará la recuperación?
¿Cuán difícil será? Preguntas complejas para las que no caben respuestas
simples o únicas, menos aun respuestas inspiradas en posiciones ilusoriamente
optimistas o destructivamente catastróficas, incapaces ambas de analizar con
ajuste a la realidad y con posibilidad de impulsar las acciones necesarias por
el tiempo necesario. Formulárselas ahora casi parece a destiempo cuando el país
está más pendiente de lo urgente que de lo necesario. Dejar de hacerlo, sin
embargo, sería irresponsable.
Cuando se plantean preguntas así, surge
como resaltante el tema económico. Con todas las variantes como cabe en un
asunto tan complejo, si en algo hay coincidencia entre los expertos es en la
posibilidad de enfrentarlo de manera relativamente rápida. Difícil pero rápida,
compleja pero manejable. Con enorme costo político, pero con resultados
previsibles, y visibles, a corto y mediano plazo. Con medidas que restablezcan
el orden, eliminen el gasto improductivo, recuperen los equilibrios, reduzcan
la incertidumbre, impongan un mínimo de racionalidad. El regreso de la
confianza significará también, o provocará, el regreso de las inversiones, de
las iniciativas, de la producción.
No sucede así en todos los campos. No,
por ejemplo, en la recuperación del talento perdido, de la capacidad nacional
para alentarlo, para insertarse en la economía del conocimiento, para cimentar
una cultura del saber, de la innovación. El sentimiento de pérdida en lo
económico ha impedido percibir de alguna manera la realidad de una pérdida más
profunda, la de la educación, la de su calidad, la de las oportunidades para el
desarrollo del talento.
Pese a la presión de los problemas
inmediatos –seguridad, presupuesto, intromisión del gobierno– la universidad
venezolana y otras instituciones con interés en la educación no han dejado de
pensar con visión de largo alcance en los temas vitales que tienen que ver con
la función de las universidades en el desarrollo del pensamiento, de la
innovación. No pueden dejar de hacerlo en un mundo aceleradamente cambiante,
cada vez con nuevas exigencias, las que nacen de una realidad marcada por la
globalización, la preeminencia de la sociedad del conocimiento, la revolución
de la información y la comunicación.
Para cumplir con sus objetivos a la
universidad venezolana no le será suficiente con actualizar los planes de
estudio, diseñar nuevas carreras, mejorar la eficiencia del gasto y la
distribución del presupuesto de modo, por ejemplo, que la nómina de los
jubilados no afecte, como sucede ahora, su presupuesto global y reduzca la
posibilidad de contar con docentes más preparados y más motivados. Deberá,
además, abordar los grandes temas. Entre ellos, desde luego, el de su
sostenibilidad, pero muy especialmente el de su adecuación a un mundo moderno y
globalizado, a una sociedad que ha establecido como término de competitividad
el conocimiento, la innovación, el talento. Asumir estos temas con visión de
largo alcance establecerá el contraste con la pretensión de reducirla, de
asfixiarla, de doblegarla, de convertirla en instrumento político-partidista.
La recuperación del talento –del que se
ha ido, del desmotivado, del que no encuentra clima para su desarrollo, del que
ve negadas las oportunidades– tomará más tiempo. Es, de por sí, un objetivo de
largo plazo. Compromete a más de una generación. Implica un cambio cultural de
sentido contrario al facilismo, a la mediocridad, a la reducción de exigencias
y aspiraciones, a la nivelación por la cota más baja, a una concepción que
olvida que la igualdad de oportunidades no garantiza la igualdad de resultados,
que multiplicar los cupos no implica mejorar la preparación, que aumentar el
número de titulados no reduce el desempleo ni asegura trabajo productivo y de
calidad.
La recuperación económica pasa por la
recuperación de la confianza pero no será duradera si el país no se ocupa desde
ya de la recuperación del talento y de una cultura que valore la formación, el
saber y la innovación.
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