Por Marco Negrón
Muchas veces los poetas (los
de verdad, se entiende, no los poetastros que medran en las administraciones
públicas) comprenden la ciudad mejor que ciertos urbanistas o, no se diga, los
gobernantes. Quien escribe ha citado muchas veces la contundente frase de
Octavio Paz: “Una civilización es ante todo un urbanismo”, tan llena de
significados y tan comprendida, lamentablemente para mal, por los regímenes
autoritarios que, con su menosprecio por las ciudades y su empeño en ponerle
trabas a su expansión, parecieran barruntar lo peligroso de esa relación para
sus torvos intereses.
Y es que, a fin de cuentas,
ciudad y civilización son sinónimos. Como observara Juan Nuño, si no existieran
las ciudades “no existirían los individuos, es decir los hombres libres… fuera
de ellas sólo existe la tribu, la especie, la errancia, el nomadismo”,
auténticos rebaños humanos, la aspiración de todo régimen autoritario.
Pero las ciudades no son
estáticas, cosa que entendió muy bien otro poeta: en “El cisne”, uno de sus
poemas más famosos, decía Charles Baudelaire: “El viejo París ya no existe. La
forma de una ciudad / Cambia con más rapidez, ¡ay! Que el corazón de un mortal”.
Y es que también la pretensión de congelar las ciudades, de querer
encorsetarlas en una forma que añoramos, es otro modo de negarlas. Equivale, de
alguna manera, a momificarlas y, como se sabe, se momifican los cadáveres. Es
el caso, a mi modo de ver, de Brasilia.
Las ciudades reales son
contradictorias, conflictivas, muchas veces injustas hasta con sus propios
habitantes. En verdad los ciudadanos más activos nunca están del todo
satisfechos con ellas: cada logro alcanzado los inspira a plantearse nuevas
metas, alimentando su dinamismo. Pero también hay cambios que no dependen de
decisiones conscientes: dejando de lado el impacto de eventos naturales
imprevisibles, algunos son el resultado de infinidad de decisiones individuales
aisladas con resultados que nadie había anticipado y quizá tampoco deseado;
otros son efectos colaterales imprevistos de acciones positivas conscientes,
planificadas. Un ejemplo de estos últimos son los procesos de “gentrificación”
de los núcleos centrales de ciudades exitosas cuyo mismo éxito ha atraído a una
población nueva que desplaza a los habitantes y actividades tradicionales,
empujándolos a localizaciones desventajosas e induciendo procesos de
homogeneización inconvenientes.
Durante estos casi cuatro
lustros de predominio del régimen más autoritario y reaccionario que Venezuela
ha conocido desde que se inició el siglo XX, sus ciudades, Caracas en
particular, han seguido cambiando pero ahora en sentido negativo. Muchas veces
en esta misma columna se ha hecho referencia a la gran cantidad de estudios
comparativos que colocan a nuestra capital entre las ciudades peor evaluadas de
la región e incluso del mundo. La causa reside en el secuestro de su autonomía
por el asfixiante monopolio del régimen, por lo que la sustitución de este por
uno radicalmente democrático y descentralizado aparece como condición necesaria
para reconstruir nuestras ciudades y, con ellas, la vida civilizada.
Necesaria sin duda, pero no
suficiente. La urgente reconstrucción de Caracas como locomotora de las grandes
transformaciones que requerirá la sociedad venezolana para ingresar finalmente
en el siglo XXI, recomienda partir del aprovechamiento de dos poderosos
elementos de continuidad: sus incomparables condiciones ambientales y de
localización y los notables valores éticos de su ciudadanía, puestos en
evidencia durante estos casi tres meses de resistencia cívica ante un régimen
que ha sumido a la nación en la más profunda crisis de su historia y ha
terminado pulverizando incluso las bases jurídicas que sustentaban su
legalidad. Esta ciudad tiene la fuerza para lograrlo.
27-06-17
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