CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ 26 de junio de 2017
@CarlosRaulHer
(A
Eglée González)
La
Constitución es un conjunto de normas que la Humanidad inventó específicamente
para proteger los seres humanos frente al Estado, el más temible depredador
cuando anda por la libre. Georg Jellinek escribió que era la jaula que
encerraba a la fiera del poder. Esas mismas normas generalmente establecen la
anatomía y la fisiología de las instituciones, cuáles son sus órganos y cómo
han de funcionar. Fijan límites hasta donde Leviatán no debe dar un paso más
porque peligran los derechos a la vida, la privacidad, la propiedad y la
libertad. Así el término “dictadura constitucional” de los años cincuenta es un
contrasentido y los gobiernos son dictaduras precisamente cuando pueden
disponer de la vida, libertad y propiedad de la gente, porque no hay
Constitución. Las constituciones son reglas que las sociedades sanas no deben
implantar por mayoría sino por consenso.
La
mejor Constitución que tuvo Venezuela, la de 1961, asesorada y escrita por
brillantes juristas españoles asilados aquí para la época, fue producto del
consenso entre las fuerzas políticas y sociales. Con el mismo fin las
constituciones de las grandes democracias solo se pueden aprobar, reformar y
enmendar a través de un complicado mecanismo que incorpora mayorías calificadas
de los parlamentos, las legislaturas regionales y los municipios –así era la de
1961– un amplio acuerdo horizontal y vertical. El sentido es claro: impedir que
un demagogo mayoritario pueda pasar por encima de las minorías y aplastarlas.
Incluso, autores tan diferentes como Montesquieu, Hayek y Rawls no contemplan
que los derechos esenciales se sometan a mayorías electorales, sino al acuerdo
entre mayorías y minorías.
El
demagogo peligroso
Hitler, con su facultad para enloquecer a los alemanes, podía hacer la Constitución que le diera la gana, hasta el extremo de que un pensador de la talla de Karl Schmith no tuvo pudor para escribir que el poder constituyente en Alemania era el fuhrer que encarnaba la voluntad del pueblo, –como Fidel la de Cuba. La de EEUU elaborada en la Convención de Filadelfia, concilió intereses antagónicos del Estado Federal naciente contra los estados, los estados grandes contra los pequeños; y los choques multidireccionales entre el Estado Federal, los estados, los municipios, y el corazón de la sociedad libre: los derechos de los seres humanos individuales. Así creó la obra de ingeniería política más admirable de la Humanidad. Fue la obra cumbre de un hombre cumbre, George Washington, y suya la creación del Senado en sentido actual. En la Convención se presentó una crisis que casi hundió el proyecto constitucional.
Varios
estados estuvieron a punto de retirarse porque según el diseño presentado, para
integrar la Cámara de Representantes cada estado escogería un número de
diputados correspondiente al volumen poblacional, lo que aplastaría los estados
pequeños: Virginia elegiría veinticinco, por ejemplo, mientras Rhode Island
tendría uno solo. Washington ideó entonces la Cámara Federal, el Senado, en la
que todos tendrían por igual dos senadores, y que sería política y
administrativamente la instancia superior. Controlaría la gestión de la Cámara
de Representantes y daría el visto bueno o no a las leyes que vinieran de ella.
Los senadores se elegirían por ocho años mientras los representantes lo serían
por cuatro años. Así superó el impase, pese a que nunca disertó en las
plenarias –habló diez minutos en la clausura– desayunaba con las delegaciones
por separado para discutir con ellas.
La
amenaza Constituyente
De allí su conocida anécdota. Vertió café hirviendo en el plato, mientras comentaba “…el café viene caliente de los representantes. El Senado lo enfría”. Un siglo después el poder constituyente recorrió el mundo para devorar el orden anterior y crear una nueva sociedad. En el XX el golpismo latinoamericano lo descubrió y más reciente, los marxistas. Antonio Negri, el teórico terrorista italiano de Brigadas Rojas –huésped bolivariano– descubrió que “el poder constituyente es la revolución”, y tuvimos el proceso en Venezuela, Bolivia y Ecuador. El espantajo constituyente se convirtió en una amenaza democrática a la democracia y al orden establecido, tal como lo vivimos, y por eso ninguna Constitución decente contiene semejante sífilis política que pone de nuevo en manos de mayorías momentáneas caudillos el destino de los Derechos Fundamentales. Pero los demagogos embriagados de popularidad dejan colar un error.
Desde
la Edad Media se acepta el derecho a la rebelión, como reza en la Declaración
de Independencia de EEUU y en las constituciones francesa y alemana entre
muchas otras, aquí llamado 350: todo ciudadano, civil o militar está obligado a
restablecer por la fuerza la Constitución si el Estado la viola. Es un
principio que desprevenidos confunden con la realidad, y que en la práctica
sirve solo para legitimar una acción, pero no la realiza, ni otorga la fuerza
para hacerlo (algunos creían que al “aplicarlo” el gobierno “se iba”). Lo
imaginan como una trompeta de Jericó cuyo solo sonido derrumba las murallas,
una invocación sobrenatural. Incluso, una vez que la fuerza actúa, los
políticos son los que califican: para la OEA de entonces, las caídas de Zelaya
en Honduras y Lugo en Paraguay fueron golpes de Estado, pero hoy
seguramente las evaluarían como rebeliones constitucionales.
Carlos
Raúl Hernandez
@CarlosRaulHer
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