Carlos Padilla Esteban 24 de junio de 2017
No
quiero perder nunca la esperanza. No quiero dejarme tentar ni seducir. Es
tentadora la seducción. Los hombres me pueden seducir. La misma vida. Y hacerme
creer que todo está bien. Que tengo lo suficiente. Que no hay que temer. Me
seducen con una vida cómoda y fácil. Una vida de los sentidos, sin
trascendencia ninguna. Es seductora la vida acomodada.
San
Francisco de Asís les decía a sus hermanos en su lecho de muerte: “Hay
que apurarse en comenzar de nuevo, pues aún no hemos realmente comenzado”. Casi
como si no hubiera hecho nada después de haber sido instrumento para una
comunidad con miles de miembros.
Y
decía el padre José Kentenich: “Si queremos nadar siempre en la corriente de
vida, si queremos ser marcadamente hombres del mundo sobrenatural, si
esperamos la irrupción divina en nuestra vida personal y en nuestra vida de
Familia, no estaremos nunca satisfechos, hasta el fin de nuestra vida. No
se trata de un descontento vacilante, que desanime o paralice, sino de una disconformidad
como fuerza impulsora para un anhelo que actúa y se renueva siempre de
nuevo”.
No
quiero perder la confianza. Quiero volver a comenzar. Siempre de nuevo. Como si
no hubiera logrado nada de cuanto he hecho. No quiero vivir recordando éxitos
pasados. Un historial ya caduco. Todavía no he hecho nada importante. A
lo mejor nunca lo haré. Pero siempre lucharé por dejarme la vida en el intento.
Es
grande la seducción de creer que ya he llegado. Como si ya hubiera pasado la
línea de meta, jugado el último partido, realizado la gesta definitiva. Como si
ya pudiera descansar para siempre. No me conformo con los pasos dados.
Siempre quiero más. Comienzo de nuevo. Vuelvo a empezar. Vuelvo a luchar. Un
día más. Una carrera más.
La
vida merece la pena. Eso lo sé. Y no quiero conformarme y dejar de luchar. La
seducción del conformismo es fuerte. Me hace creer que ya es suficiente.
Pero nunca lo es. Sigo luchando, caminando, avanzando. Siempre puedo dar más.
Les decía un entrenador de fútbol a sus jugadores: “No tolero el
conformismo. La pasividad está alejada de mí”.
Cada
día una nueva historia. Una nueva lucha. No puedo vivir de éxitos y logros del
pasado. En el presente vuelve a jugarse la vida. Comentaba el Padre Kentenich:
“Debo superarme, hasta que mi voluntad se conforme con la voluntad de
Dios que manda. Esto se da por supuesto”.
Me da
miedo quedarme contento con lo que he logrado. Me gusta pensar en lo lejos que
estoy del ideal que brilla ante mis ojos. Quiero superarme una vez más. Brilla
ese ideal que ya está ante mí como semilla. Un sueño grabado en mi alma. Un
fuego que incendia mi corazón. Ese deseo de ir más lejos, de avanzar más. De
sacrificarme y renunciar a muchas cosas bonitas por un amor más grande. Siempre
un paso más. Sin darme por vencido. Sin perder la ilusión de vivir.
Es
fácil perder esa esperanza cuando van mal las cosas. Y
pensar que ya no merece la pena seguir esforzándome. El peligro del
conformismo. La seducción de no hacer nada más. O pensar que no merece la pena
porque es imposible alcanzar las cumbres.
No hay
nada imposible para Dios. Él lo puede hacer todo posible en mí si
yo me dejo. Si logro cambiar lo que hay en mi corazón. Si dejo que cambie por
dentro mi corazón herido. Si dejo que lo sane y lo vuelva a hacer.
Sé que
Dios “sondea lo íntimo del corazón”. Conoce mi verdad. Lo que llevo
dentro. Lo que soy y lo que deseo ser. Y me vuelve a mirar con misericordia
cada día. Para que no dude de mis fuerzas. Para que no me duerma en mi
comodidad.
Me
gusta mirar con optimismo los desafíos que me presenta la vida. Un salto de
confianza cada mañana. Me abandono en las manos de Dios y me dejo hacer de
nuevo. Aunque me duela. Me dejo llevar donde no pensaba ir. Aunque me siga
dando miedo. Yo sólo sigo sus pasos sin temer las consecuencias. Un salto más.
Un paso más. Rumbo a ese cielo que dibujo en mis ojos. Soy fiel a lo que
Dios quiere de mí. A la semilla que ha sembrado en mi alma. Me gustan las cosas
bellas.
Me
alegra ver actos heroicos. Hombres santos que entregan su vida con generosidad.
Me alegran las heroicidades que me cuentan. Me emocionan las vidas verdaderas,
auténticas, llenas de verdad. Me gusta la mirada compasiva y misericordiosa. La
honestidad del que lleva al extremo su entrega. La responsabilidad del que
carga sobre sus hombros las consecuencias de todos sus actos y las asume.
Me
gusta pensar que yo también puedo ser heroico en mi vida. Aunque a veces sienta
lo que describe el Padre Kentenich: “Con frecuencia sucede en nuestras
vidas: se tiene la fuerza de realizar un único acto heroico, también la fuerza
de repetirlo, pero cuando ese acto debe extenderse a todas las cosas de la vida
cotidiana, no es raro que se manifieste un gran cansancio”.
No
quiero cansarme de ser heroico. Vuelvo a levantarme en
mitad del camino lleno de confianza. Miro el horizonte ancho y me atrevo a dar
el siguiente paso. Uno más. Y veo la luz del atardecer, del amanecer,
desvelando la ruta. No me canso de dar la vida.
Quiero
luchar más allá de las pocas fuerzas que me quedan.
Espero que el cansancio no me impida volver a intentarlo. Otro acto heroico
cotidiano. Uno más. Doy el sí a mi vida tal como es. Al paso de cada día. Al
amor que vierto con la sencillez de los niños jugando a sus juegos de siempre.
Me
conmueve esa fidelidad oculta en mitad de los silencios. Vertida sobre mi vida
como un bálsamo. No tengo que hacer actos únicos que quizás Dios me pida un
día. Sé que tengo que levantarme hoy para el acto vulgar tantas veces repetido
de amar hasta dar la vida. Lo repito. Un día más. Lo hago. No me canso. Aunque
me seduzca cansarme y dejar de hacer lo que Jesús me pide.
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