Por Tomás Straka
Muere Pompeyo Márquez en el
contexto de una rebelión popular. Lúcido y activo hasta el final de sus noventa
y cinco años, lo hace del mismo modo en que vivió su largo tránsito por este
mundo: militando en las causas que consideró justas. Tal vez ya no estaba para
las acrobacias de Santos Yorme, su alter ego de conspirador que lo hizo
legendario en los cincuentas, o para faenas como su espectacular fuga del
Cuartel San Carlos, pero aún participaba en foros, hablaba en los medios,
seguía escribiendo con regularidad, en plena sintonía con las luchas actuales.
Para todos, pero en especial para los más jóvenes, tenía el encanto de las
leyendas vivas. Muchachos que no han conocido otra cosa que el chavismo, se
encontraban con el conspirador de la Resistencia que jamás pudo ser capturado
por la Seguridad Nacional; políticos, periodistas, académicos que sólo sabemos
por libros de la apertura que siguió a la muerte de Juan Vicente Gómez y de los
años fundacionales del Partido Democrático Nacional, hablábamos con uno de sus
miembros. Cuando el Estado glorifica la insurrección guerrillera de la década
de 1960, Pompeyo Márquez, uno de sus impulsores, hacía acto público de
contrición, diciendo que aquello había sido un error. En momentos en que se
intenta imponer una versión criolla del socialismo real, ahí estaba Pompeyo
Márquez, con la autoridad moral que le daba haber abjurado de él en 1970, mucho
antes de la Perestroika y Gorbachov, denunciando el gran fraude histórico que
fue.
No en vano se le oía con
atención. A los noventa y cinco años sus ideas, pero sobre todo lo que
representaba con su extenso currículo de luchas, tiene más vigencia que nunca.
Democracia, oposición al militarismo y a los totalitarismos, fascista o
comunista; justicia social, independencia nacional y libertades individuales,
son las cosas de las que empezó a hablar en 1937, cuando a los quince años
comenzó su carrera de periodista en Lucha, un periódico de izquierda, y se
inscribió en el PDN que en la clandestinidad impulsaba Rómulo Betancourt. A partir
de entonces, hombre que vivió, mejor: que padeció el siglo XX con intensidad,
no hubo bandera, no hubo lucha, no hubo causa que definiera a la
contemporaneidad venezolana en la que no participó, apoyándola o combatiéndola.
Naturalmente, no fue un camino sin baches ni desvíos, como suele pasar en la
vida de casi todos. En 1938 se salió del PDN por una razón que lo sonrojaría
después: su disgusto con la sistemática oposición de Betancourt a Stalin y en
particular al Pacto Nazi-Soviético. Ingresó entonces al Partido Comunista
y con los años llegó a ser uno de sus principales dirigentes. Como tal, además,
apoyó la guerra de guerrillas, es decir, el levantamiento armado contra la
democracia para imponer un sistema totalitario. Pero en sus ochenta años de militancia,
fueron tres décadas (sí, las de su mayor plenitud), de las cuales supo
arrepentirse en los casos en que fue necesario. A partir de 1970, cuando se une
a la disidencia de jóvenes exguerrilleros que se fueron del Partido Comunista
para fundar el Movimiento al Socialismo, se convirtió en un gran crítico del
comunismo.
Ahora bien, al estar tan
compenetrado con su siglo, es imposible rehuir un aspecto que queda de bulto
cuando decimos que murió a los 95 años más vigente que nunca; y no porque haya
comenzado a luchar por otras cosas, como el derecho al olvido en Internet o a
la renta básica universal como contrapeso a la robotización; sino porque sus
aspiraciones de 1937 mantienen actualidad. Vista así, la aludida vigencia no
parece un piropo: ¿Significa que fracasó, que sus metas no fueron alcanzadas,
que no se hizo nada en realidad entre 1937 y hoy? Como en todo, depende un poco
de cómo se vean las cosas. Primero, participó en una experiencia democrática y
de desarrollo social y económico importante; segundo, cuando esa experiencia
entró en crisis, dejó sin embargo unos valores lo suficientemente fuertes como
para que la actual generación de jóvenes, mayoritariamente, la quieran rescatar
frente a la posible imposición de un modelo autoritario; tercero, en ese legado
moral, que no es poca cosa, su ejemplo ha jugado un papel importante. Es
cierto, no muere dejando un país libre y de justicia social que hubiera soñado,
pero sí uno dispuesto, como nunca, a luchar por ello. Incluso mucho más que en
aquellos días en los que conspiraba con el seudónimo de Santos Yorme, sólo
acompañado por un puñado de comunistas y adecos.
De tal modo que el éxito o el
fracaso es Yorme es el de todos. Él nos representó como pocos, a nuestros
sueños, logros y, claro, descalabros. Sus memorias, Pompeyo Márquez,
contado por sí mismo, publicadas en 2011, dan cuenta de las estaciones del
hombre y del personaje Márquez-Yorme: sus primeros carcelazos en los años
treintas, su larga labor de periodista (fundó, entre otros, Tribuna
popular), su vida de conspirador durante la dictadura militar, cuando
convertido en Santos Yorme despistaba a la Seguridad Nacional saltando de
una concha a otra, publicando artículos que nadie sabía de dónde
llegaban, saliendo incluso del país para participar en el famoso XX Congreso
del PCUS, ese donde Nikita Jrushchov denunció el stalinismo (pero a los
extranjeros los sacaron de esa sesión); saltar a China para conocer Mao Zedong,
regresar a la URSS, hacerse del entonces secreto discurso de Jrushchov y volver
a entrar a Venezuela, ¡sin que Pedro Estrada lograra apresarlo! También da
cuenta de la nueva clandestinidad en los años sesentas, cuando apoya a las
guerrillas; de su carcelazo en el Cuartel San Carlos así como su espectacular
evasión en un túnel, junto a Teodoro Petkoff y Guillermo García Ponce en 1967;
del momento estelar de la fundación del MAS.
Pero el libro también deja el
resabio de la dura vida del perseguido y el preso. El costo para la familia fue
alto: Yorme clandestino en Caracas, sus hijos en un internado en la URSS del
que casi no los puede rescatar (ver cómo el Partido quería decidir sobre sus
hijos fue una de las primeras señales de alarma), la muerte de un sobrino de
catorce años protestando contra el gobierno en 1961; la muerte, ya tan tarde como
en 1992, de un cuñado que había sido guerrillero en los sesentas que se implicó
en los golpes de aquel año. ¡Menos mal que Yorme siempre supo encontrar un
espacio para bailar sus adoradas congas y rumbas del Casino de la Playa!
Con Pompeyo no muere un siglo.
Sus sueños y compromisos se proyectan al porvenir. La rebelión actual así lo
indica. Que descanse en paz.
***
Nota: agradecemos a quien nos
pueda informar sobre el crédito del retrato que hemos usado en esta nota.
27-06-17
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