Por Ángel Oropeza
Desde la década de los años
sesenta del siglo pasado, el término “gorilismo” se ha usado para referirse a
los gobiernos militaristas y represivos de América Latina, tristemente famosos
por las violaciones de los derechos humanos de su población y por la crueldad
de sus órganos de “seguridad” y “orden”.
Entre las características
definitorias del gorilismo están la persecución sistemática de los adversarios,
el cierre o control de los medios de comunicación, la represión contra las
manifestaciones de quienes discrepan, la judicialización de la protesta, el
recurso de la tortura, la concentración absoluta de los poderes del Estado, la
corrupción de los jerarcas del gobierno, y la insistencia de la amenaza y el
miedo como herramienta de control social.
En lo discursivo, el gorilismo
latinoamericano (Videla en Argentina, Stroessner en Paraguay, Banzer en
Bolivia, Pinochet en Chile, entre otros) pregonó siempre que sus actuaciones
eran movidas por el más puro “amor al pueblo”, que con él sí había “patria”,
que sus naciones se encaminaban a convertirse en “grandes potencias”, y que
todo el que pensase distinto era un traidor y apátrida, posiblemente financiado
por fuerzas extranjeras. Este mismo modo de dominación pasó a denominarse
“neogorilismo” cuando a las características anteriores se le agrega el hecho de
que sus gobernantes hubieran alcanzado el poder por la vía electoral.
Para vergüenza de los venezolanos,
el decadente maduro-cabellismo es hoy conocido en todo el mundo como el último
prototipo del neogorilismo latinoamericano. Una rápida revisión a la Venezuela
de estos días nos muestra un país en estado generalizado de represión:
represión sindical (miles de dirigentes perseguidos o bajo acusación penal por
defender derechos laborales), represión mediática (compra de medios de
comunicación, presión sobre comunicadores sociales, censura y cierre de
espacios), represión universitaria (detención y asesinato de estudiantes,
depauperación del profesorado, ahorcamiento financiero a las instituciones
académicas), represión económica (inflación sin control, escasez, deterioro
brutal de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, niveles de pobreza
nunca alcanzados), represión sanitaria (abandono de los hospitales y
depauperación del personal de salud) y represión política (persecución y
encarcelamiento de dirigentes, asesinato a disidentes, amenazas de
ilegalización) son solo algunas de las más evidentes expresiones coercitivas de
la putrefacta oligarquía neogorilista que hoy explota a Venezuela.
Esta represión, a la que
Fernando Mires llamó en una oportunidad la etapa del “gangsterismo político”,
última fase de los modelos de dominación fascistas, ha llevado a que el de
Maduro se haya convertido en el gobierno venezolano que en menos tiempo ha
asesinado a más jóvenes (75 según la versión oficial del Ministerio Público,
más de 90 según registros externos) entre abril y hoy, algo que ni la penúltima
dictadura, la de Pérez Jiménez, pudo lograr en tan corto tiempo. Lo
adicionalmente cínico es que nuestra actual oligarquía gobernante se cansó de
hablar de la represión de los gobiernos anteriores. De hecho, muchos de
nuestros corruptos burócratas alcanzaron notoriedad denunciando casos de real y
a veces de supuesta represión. El tema les sirvió para llenarse la boca
entonces y los bolsillos ahora.
Una última característica de
los modelos gorilistas es el uso de “la paz” como una especie de fetiche
verbal, que no significa para sus representantes otra cosa que todo el mundo
quieto, calladito y obediente. Dada su mentalidad militarista primitiva, les
cuesta entender que el principal obstáculo para la paz no son las protestas
populares, sino la presencia de condiciones sociales y económicas indignas de
cualquier ser humano. Para los venezolanos, la única paz posible pasa por
lograr unas elecciones universales que permitan que el pueblo exprese lo que
quiere. Lo demás es solo “paz cuartelaria”, que es la única paz que entiende el
gorilismo.
27-06-17
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