EL PAÍS 25 de junio de 2017
El
asesinato de un joven durante una protesta contra Nicolás Maduro cuyas imágenes
han sido ampliamente difundidas muestra sin paños calientes cuál es la actitud
del régimen venezolano ante la crisis institucional que atraviesa el país.
Mientras un agente de la Guardia Nacional Bolivariana disparaba prácticamente a
bocajarro contra David Valenilla, de 22 años, causándole la muerte, el
mandatario aseguraba cínicamente a la prensa internacional que su policía
apenas utiliza contra los manifestantes “agua y gasecito lacrimógeno” porque
las armas mortales “están prohibidas”. La cifra de muertos desde que se
iniciaron las protestas se eleva ya al menos a 76 y aumenta prácticamente a
diario.
Lamentablemente,
Maduro parece cómodamente instalado en esta especie de guerra de baja
intensidad contra los manifestantes a la espera de que la población se amedrente,
o se canse, de una protesta que no le ha hecho variar un milímetro de sus
planes para aferrarse al poder. Por ello, sigue adelante con su convocatoria de
elecciones a una Asamblea Constituyente para el próximo 30 de julio, comicios
desprestigiados en el interior y en el exterior de Venezuela por cuanto suponen
un burdo truco para no acatar la legalidad vigente.
Resulta
absolutamente desgraciado e inaceptable que un país como Venezuela se esté
convirtiendo en un paria internacional. El que la Organización de Estados
Americanos (OEA) no haya sacado adelante una condena al régimen de Maduro no
debe llevar a engaño. Basta con comparar la lista de países que han votado en
contra o se han abstenido —entre ellos San Cristóbal y Nieves, San Vicente y
las Granadinas o Granada— con la de quienes pedían una condena —Brasil,
Argentina, México, Colombia, Chile...— para demostrar la soledad de un Nicolás
Maduro empeñado en una sangrienta carrera hacia ninguna parte.
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