Por Ángel Oropeza
Los resultados del pasado 15
de octubre han generado una amplia gama de interpretaciones y creencias que
intentan satisfacer la necesidad de las personas de darles alguna explicación.
Y esto es así porque mientras en la mayoría de los países las elecciones
culminan arrojando certezas y aclarando dudas, en Venezuela el 15-O terminó
generando más incertidumbre y oscuridad. Lo cierto es que un adecuado
diagnóstico de lo ocurrido arroja tanto verdades como mitos.
La primera verdad es que ese
día se materializó un proceso fraudulento sin precedentes en los últimos 60
años en el país. Además de las violaciones previas de la ley, la jornada del
15-O estuvo plagada de una larga lista de fechorías, que incluyen casi la
totalidad de las modalidades delictivas electorales que se pueden llevar a
cabo. Así, por ejemplo, más de 1 millón de electores vieron impedido u
obstaculizado su derecho al voto por máquinas dañadas o por mesas que no
abrieron; más de 700.000 fueron reubicados de manera ilegal, y casi 400.000
fueron víctimas de amedrentamiento o violencia por parte de miembros del
oficialismo.
Todo esto sin contar la
todavía incalculable cantidad de votos múltiples (facilitado, además, por la
eliminación intencional de la tinta indeleble), el chantaje a empleados
públicos y beneficiarios de programas sociales obligándolos a votar con el
“acompañamiento” de dirigentes del PSUV, o la violencia contra testigos de la
Mesa de la Unidad Democrática, muchos de los cuales fueron forzados a abandonar
sus centros, centros donde “misteriosamente” el oficialismo terminaba la
jornada con las votaciones más altas de su historia. Un cálculo preliminar
ubica en casi tres millones y medio el universo de electores potencialmente
afectados por este rosario de delitos.
Frente a esto, la Mesa de la
Unidad Democrática ha exigido la realización de una auditoría total del
proceso, pero hecha por organismos internacionales reconocidos, para poder
responsablemente reconocer lo que haya que reconocer y exigir las
repeticiones donde haya que realizarlas. Es una auditoría que no puede
limitarse, como plantea cínicamente el gobierno, a comparar el contenido de las
cajas con las actas. Porque en algunos casos, como el del estado Bolívar, el
problema sí es de adulteración de actas. Pero en otros, la modalidad delictiva
fue diferente. El voto supervisado, el amedrentamiento y la violencia, o los
votos chantaje con el carnet de la patria, no aparecen en las actas.
El problema es el proceso
fraudulento. En ningún juzgado del mundo se acepta como válida una confesión
realizada bajo coacción o tortura, y no se discute si la firma de la confesión
pertenece en verdad o no a la persona. El problema no es la firma de la
confesión, sino cómo se obtuvo. Aquí nuestro problema no es de actas, sino de
la violación de las garantías y del respeto a la ley.
Así como es verdad la
naturaleza fraudulenta del proceso, no lo es la explicación simplista de que el
supuesto triunfo del gobierno se deba a la abstención de la población
opositora. La abstención del 15-O, más que causa, es la consecuencia de un
proceso diseñado para que la gente no votara. Así, por ejemplo, de los 230.000
movilizados de manera ilegal en el estado Miranda, solo pudo votar 20%. Asumir
que el resto simplemente “se abstuvo”, es hacer una abstracción indebida de la
cantidad de obstáculos que antes y durante el proceso se diseñaron,
precisamente, para torpedear la participación de los electores.
Otra de las mentiras tiene que
ver con la presumible “ingenuidad” al participar en el proceso. Desde el
principio, la Mesa de la Unidad denunció cada una de las violaciones de la ley
que caracterizaban la elección. Pero, sabiendo que el objetivo del gobierno era
“lavarse la cara” a fin de intentar disminuir la presión internacional en su
contra, asistimos al proceso convencidos de que no podíamos permitir que el
régimen se legitimara de esa manera. Decidimos entonces enfrentarlo en un
terreno electoral, que sabíamos por supuesto difícil, buscando lograr dos
cosas: o bien erosionarlo y quitarle poder al poder a través de la obtención de
nuevos espacios para la lucha democrática o, en caso contrario, obligarlo a
deslegitimarse aún más ante el mundo al desnudar su acción electoral delictiva.
Como consecuencia de lo
segundo, el régimen no pudo salirse con la suya, y hoy la comunidad
internacional a la cual quería impactar con su supuesta cara democrática,
desconoce los resultados de su amañado proceso y se apresta, subsiguientemente,
a reforzar las presiones sobre él. Hay que recordar que develar el verdadero
rostro del opresor para deslegitimarlo es uno de los objetivos de la lucha no
violenta.
La gran tragedia del 15-O es
que el gobierno dinamitó la salida electoral. Y nuestra lucha principal ahora
es restablecerla. Pero para que haya una salida electoral, tiene que haber un
cambio en las condiciones que garanticen que se cumpla la ley. Y esto es
urgente y crucial, porque la crisis económica no hará otra cosa que agudizarse,
haciendo cada vez más grave e insoportable la presión social. El nuestro es un
país que sufre, que pasa hambre y que grita cambio desde todos sus rincones. Nuestro
reto es que esa demanda de cambio se realice por la vía electoral, que es la
única que garantiza una transición pacífica y viable. Si esa vía se tranca como
lo logró el régimen el 15-O, si se obstaculiza definitivamente la salida
electoral, la presión de cambio –que no va a cesar– puede verse tentada a tomar
otros rumbos, no siempre deseables ni efectivos.
Nos esperan tiempos duros. A
falta de pueblo, el régimen seguirá apostando por la represión y la
violencia, en todas sus formas. Maduro y sus demás violadores de la
Constitución van a tratar de hacer lo que sea para vengarse de un pueblo que
los aborrece. Con lo cual no harán otra cosa que darnos más razones y fuerza
para alimentar nuestra lucha. Porque por más trampas y violencia que
ejerza, el régimen sabe que es inútil. Intentar detener a un pueblo cuando se
decide a cambiar es como detener un tsunami con la mano. Simplemente no se
puede.
23-10-17
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