Por Willy McKey
Seguro usted pudo ver la
fotografía. En el lado derecho están los gobernadores electos, militantes de
Acción Democrática. En el lado izquierdo destacan Delcy Rodríguez
juramentándolos y Elvis Amoroso sosteniendo un libro rojo que aún no consigue
lugar en nuestro imaginario.
Y entre ambas partes un enorme
vacío, un espacio insalvable.
Un abismo. Ese abismo.
Sin embargo, existe un
elemento singular que no debería pasar desapercibido. En el centro del encuadre
hay una verdadera revelación: un retrato de Simón Bolívar es resemantizado por
el contexto político de aquello que el fotógrafo ha decidido registrar.
No tiene sentido explicar las
miradas de los gobernadores puestas en el suelo. Tampoco el vaso de vidrio
abandonado en la pequeña mesa por descuido protocolar. Ni Alfredo Díaz jurando
con la mano izquierda. Dejemos eso a un lado. Veamos el cuadro y el abismo.
Aprovechemos esa lectura que abre la puesta en escena y cómo transforma de
manera poderosa al poco conocido retrato de El Libertador.
Tito Salas, autor de ese
retrato de Simón Bolívar que está basado en que le hiciera Guérin, optó por
representar a El Libertador en una pose retórica. Sin embargo, ahora el contraste
entre la mano derecha del prócer puesta en la cintura y la izquierda apoyada en
diagonal deja de parecer simple y neoclásico. Al estar viendo hacia los
gobernadores, su actitud la transforma en un gesto reprobatorio, como si desde
los territorios de la Independencia el evento generara algo de vergüenza en ese
hombre que los mira. Algo similar sucede con los ojos: parecen abandonar el
manido recurso plástico de la mirada histórica puesta en la eternidad. La
juramentación y la manera en la que decidieron distribuirse en el espacio hacen
que luzca displicente, altanera, acusatoria. Para terminar, detrás del Padre de
la Patria, las soleadas montañas recuerdan inevitablemente la Campaña
Admirable, aquella que según algunos biógrafos fue capaz de afectar sus
pulmones hasta asfixiarlo. A veces funciona así la historia de nuestros
líderes: aquello que alguna vez pudo parecerse a la victoria termina trayendo
consigo causas que conducen a la nada.
Desde ahí parece verlos el
prócer retratado: desde este largo rosario de equivocaciones que define nuestra
breve y tantas veces vergonzante historia política.
Hay algo paradójico en que,
apenas horas después, ese mismo régimen que los juramentó se encargó de nombrar
“protectores” en cada uno de los estados representados. Es decir: ahora les
tocará co-gobernar junto al mismo candidato que pudieron derrotar gracias a un
proceso unitario que incluyó un apoyo popular que rebosaba las limitadas filas
de su partido. Ese apoyo que hoy aparece traicionado.
¿Qué debe generarle a un
votante, demócrata y esperanzado, una acción tan salida de goznes y bochornosa
como ésta? ¿Cómo se incorpora a la vida civil la idea de unos gobernadores
electos que asumen la opción de la humillación y van, como un pequeño rebaño,
al matadero de la Democracia? ¿Quién vuelve a poner sus ánimos en la misma
dirección?
Son preguntas para las cuales
un retrato parece tener mejores respuestas que cualquiera de estos cabizbajos
líderes de provincia.
Ahora bien: entendido el
asunto del cuadro, durante largo rato me seguía preguntando por el abismo.
Es decir: si el retrato había
adquirido un nuevo sentido, ¿cuál era la función de estos metros de separación?
¿Cómo aparece esa distancia
que, de manera tan artificial, separa a los constituyentes de los gobernadores?
¿Para qué mantener la
distancia, cuando ya habían asumido estar juntos bajo el techo de la Casa
Amarilla?
Fue esa última pregunta la que
dio lugar a la alegoría: ese espacio entre ambas partes está ahí para poner en
evidencia a los fantasmas de la historia.
Ese abismo podría ser ocupado
por los rebullones de 1810. Vicente Emparan y José Cortés de Madariaga
convertidos en espantos, capaces de susurrarle al oído aquello de lo que
ninguno parece haberse dado cuenta.
Tras la traición a la unidad,
estos gobernadores decidieron ir a juramentarse a la Casa Amarilla, el único
edificio que figura en nuestra épica porque alguna vez se dijera en sus
balcones “Yo tampoco quiero mando”.
No somos el mismo pueblo que
en 1810 supo interpretar la cobardía de Emparan con tino, pero la Casa Amarilla
sigue siendo el escenario ideal para poner en evidencia a unos gobernadores
cuando se ven sobrepasados por un pueblo que les quedó grande y se hartó de ser
jodido.
24-10-17
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