Fernando Mires 25 de octubre de 2017
Hace
algunos días vi el documental francés
“Lenin, la otra historia de la revolución rusa”. Lo vi sin grandes
expectativas. A estas alturas pensaba que más no se podía indagar sobre la
revolución rusa de 1917. Y sin embargo, el film dirigido por Cédric Tourbe me
pareció en algunos de sus pasajes, novedoso.
El
documental confirma, por cierto, lo que ya se sabía: Lenin era un político por
naturaleza, capaz de captar con extrema rapidez el curso de los procesos
históricos. La documentación reunida por el historiador Marc Ferro y por el
experto en crisis políticas Michel Dobry, demuestra que las teorías de Lenin
variaban, sí, incluso se contradecían unas a otras cuando el curso que tomaban
los acontecimientos así lo determinaba.
Lenin
tenía ese extraño don de saber tomar el pulso a la historia y reaccionar en el
momento preciso, no dejar escapar la oportunidad cuando esta se presentaba, e
incluso adulterar sin escrúpulos las teorías de Marx si eso le parecía
necesario para realizar su obsesión: la toma del poder.
No voy
a relatar el film. Me detendré solo a precisar un momento que sí logró
impresionarme. Ocurrió cuando apareció en la pantalla un mapa de Rusia marcado
por una cantidad numerosísima de puntos rojos. Esos puntos eran los sóviets,
consejos de obreros, campesinos y soldados, surgidos por primera vez durante la
revolución fallida de 1905 y reactivados el año 1917 antes de la caída de
Nicolás ll.
Ese
mapa ilustra mejor que cualquier texto de historia la realidad que comenzaba a
vivir Rusia a partir de la caída del Zar y durante el gobierno provisional
dirigido por Alexander Kérenski en representación de la Duma (parlamento). Por
un lado, el poder constitucional de Kérenski y la Duma. Por otro, el de los
puntos rojos, el de los sóviets. Una situación de “doble poder”, así la
denominó Leo Trotski.
Mirando
ese mapa se entiende perfectamente la atracción que ejercían los sóviets no
solo entre los bolcheviques, sino también entre quienes hasta ese momento
habían sido sus compañeros de ruta: los mencheviques y los socialistas
revolucionarios.
Frente
a esa dualidad de poderes, Lenin evaluó dos opciones: o apoyar a Kérenski, tal
como lo hizo durante el intento de golpe de estado del coronel Kornilov
(agosto) y así, junto a los mencheviques y liberales asegurar la continuidad de
un gobierno republicano y parlamentario, o apoyar el poder de los sóviets. El
sagaz Lenin resolvió rápidamente el dilema; su consigna central fue legendaria:
“todo el poder a los sóviets”. Desde Petrogrado, convertida por Trotski en
comando central de los sóviets, la consigna se convirtió en orden.
Con la
consigna “todo el poder a los sóviets” había nacido –eso no podía saberlo
Lenin- una doctrina: la del poder que prescinde de las instituciones del estado
moderno, es decir, la del poder que rompe con la división de los poderes del
Estado propuesta por Montesquieu para que los mandatarios no se transformaran
en monarcas absolutos. Pues “todo el poder a los sóviets” significa en texto
claro: ningún poder al Parlamento. La revolución de Lenin fue así, y desde el
comienzo, una contrarrevolución antiparlamentaria.
La
revolución de Lenin no fue anti-zarista como la que llevó al poder a Kérenski
en representación del Parlamento (febrero) sino, en primer lugar -y sobre todo-
antiparlamentaria. Y si se tiene en cuenta que no puede haber democracia sin
parlamento, fue también, desde sus primeros momentos, antidemocrática. Por esa
misma razón tampoco fue, la de octubre, la revolución de los sóviets.
Quienes
entraron al Palacio de Invierno (entraron, no asaltaron; en el film eso queda
muy claro) no fueron los sóviets pues todos sus diputados estaban abocados en
esos momentos en la preparación del Segundo Congreso de los Sóviets que debería
tener lugar el 25 de octubre de 1917.
Quiénes
entraron al Palacio de Invierno eran miembros de una multitud desorganizada
(¿turbas?). Entre ellos, soldados desertores de un ejército descompuesto
quienes recibieron el pomposo nombre "post-factum" de Comité Militar
Revolucionario. Ellos solo accedieron a la residencia al darse cuenta de que
esta había sido abandonada por sus ocupantes.
Lenin
no dejó escapar el momento. Ordenó a los bolcheviques que se pusieran delante
de “las masas” e inmediatamente comenzó a repartir ministerios entre sus amigos
más leales. No sin razón Rosa Luxemburg calificaría a la “revolución de
octubre” como el resultado de “un simple golpe de estado”. El film constata, además, que mientras era
preparado el “asalto” al Palacio de Invierno, los teatros, la ópera, los
restaurantes, seguían funcionando como si nada hubiera sucedido. Quizás solo
Lenin sabía que en ese instante estaba cambiando el curso de la historia
universal.
Efectivamente:
el partido había sustituido desde el primer momento a los sóviets. Y a la
cabeza de ese partido estaba Lenin. En octubre de 1917 fue establecida una relación directa entre el líder del
partido en representación de un comité central puesto a su servicio, y las
masas no soviéticas organizadas desde el partido.
La
república soviética, en consecuencias, no solo fue antiparlamentaria y
no-soviética. Fue, además, anti-soviética.
El
Congreso de los Sóviets tuvo lugar efectivamente el 25-10, con nueve horas de
retraso. Precisamente en el congreso que iba a definir la estrategia a seguir
para que los sóviets accedieran al poder, Trotski -no Lenin- anunció que el
poder ya había sido tomado por los sóviets pero sin los sóviets. Como escribió
Máximo Gorki, el 7 de diciembre de 1917: “Los bolcheviques se han colocado en
el Congreso de los Sóviets tomando el poder por sí mismos, no por los sóviets.
[...] Esto es una república oligárquica, la república de algunos comisarios del
pueblo”.
La
mayoría de los socialistas revolucionarios y los mencheviques abandonaron en
acto de protesta la sala del Congreso. Fue un gravísimo error. En nombre de la
Unión de Repúblicas Soviéticas fue aprobada la dictadura del partido
bolchevique. Lenin y Trotski fueron sus iniciadores. Stalin la construyó a
sangre y fuego.
Muchos
años después, Putin, sin recurrir a ningún partido, pero asociado a la Iglesia
ortodoxa del zarismo, ha restaurado lentamente a la república
antiparlamentaria. Desde esa perspectiva, Lenin- Stalin- Putin, cada uno en su
tiempo, han sido los líderes de la contrarrevolución antiparlamentaria,
antidemocrática y antisoviética nacida originariamente en nombre de los
concejos de obreros, campesinos y soldados.
La por
Lenin llamada democracia directa según la cual no debe existir ningún tipo de
mediación institucional entre las organizaciones de base y el líder supremo, ha
pasado a ser, después de Lenin, la utopía de casi todas las dictaduras del
mundo. Quizás esa es la razón que explica por qué la figura de Lenin no solo ha
fascinado a los “revolucionarios” de izquierda, sino también a los de las más
extremas derechas.
Mussolini,
como es sabido, fue un admirador de Lenin. Del mismo modo no pocos nazis se
sintieron atraídos por el dictador ruso (existía incluso al interior del NSDAP
una fracción llamada “bolcheviques-nazis”) Los neo-fascistas europeos de
nuestro tiempo tampoco ocultan su admiración por el nuevo Vladimir: me refiero
a Putin.
Seguramente
el muy inteligente Carl Schmitt, quien fuera jurista de Hitler y cuyas teorías
anti-parlamentarias siguen siendo patrimonio del pensamiento teórico de las
ultraderechas y del neo-fascismo, se habría sentido hoy fascinado por la figura
de Putin del mismo modo como lo estuvo por la de Lenin. En efecto, los dos
Vladimires, Lenin y Putin, son las representaciones más genuinas del
antiparlamentarismo moderno. Tanto el uno como el otro convirtieron al
parlamento en una institución puesta al servicio de la autocracia en el poder.
El
parlamento era para Lenin lo mismo que después fue para Hitler y Schmitt: un
estorbo para el ejercicio directo del poder, un obstáculo para el diálogo
libidinoso entre el gran líder y el pueblo, un elemento dilatorio destinado a
torpedear la “soberanía decisionista” (Schmitt) del principio del líder
(Führerprinzip). Fue por eso que Schmitt asumió como suya la caricaturización
que hiciera el ultrarreaccionario filósofo español Donoso Cortés (Discurso
sobre la Dictadura) cuando llamó a los parlamentarios “clase discutidora”.
En su
libro El Estado y la Revolución, escrito en vísperas de la toma bolchevique del
poder, Lenin, como si hubiera leído a Donoso Cortés, llamó al Parlamento “jaula
de cotorras”. Textual: “ La salida del parlamentarismo no está, como es
natural, en abolir las instituciones representativas y la elegibilidad, sino en
transformar dichas instituciones de jaulas de cotorras en corporaciones de
trabajo”.
La
destrucción de la democracia pasa efectivamente por la des-parlamentarización
del Estado. Por esas mismas razones, la lucha por la democracia en los países
dominados por dictaduras ha sido, es y será, la lucha por la instauración y/o
recuperación del parlamento en su triple función:
1. Órgano
de diálogo y deliberación entre representantes del pueblo libremente elegidos
2. Órgano
legislativo de la nación jurídica y políticamente constituida
3. Contra-poder
frente a las tentaciones omnipotentes del ejecutivo.
Sin
esas tres atribuciones parlamentarias la democracia es una imposibilidad. La
democracia directa -sueño o pesadilla
soviética- nunca ha existido. La democracia ha de ser indirecta y delegativa o
no ser. La soberanía de un pueblo ha de expresarse en el voto de cada ciudadano
a solas con su conciencia, frente a una hoja de papel en donde hay nombres que
elegir. Nunca entre individuos escondidos en una multitud, aplaudiendo a las
locuras del líder de ocasión.
Sin
parlamento el gobierno se convierte en Estado. Es por eso que todos los que se
han planteado como tarea histórica la destrucción del Estado, han comenzado por
destruir al Parlamento.
No
deja por eso de producir miedo el hecho de que un alto representante del
gobierno de los EE. UU, nada menos que el ideólogo de Donald Trump, Steve
Bennon, no solo ha declarado su admiración por los dos Vladimires rusos, sino,
además, propuso como tarea histórica “la destrucción del Estado”. Un tipo de
esa escuela no tiene nada que hacer en un gobierno elegido por el pueblo.
Aunque ese gobierno sea el de Donald Trump, los EE. UU son la nación de Thomas
Jefferson y Abraham Lincoln. A esa tradición no pertenece Lenin.
Lenin
sustituyó al parlamento por los sóviets, a los sóviets por el partido y al
partido por su secretario general. Pese a que el documental “Lenin, la otra
historia de la revolución rusa” busca exaltar a la figura carismática de Lenin,
si uno lo ve con ojos críticos, no puede ocultar la durísima verdad: Stalin
vivía dentro de Lenin del mismo modo como Putin vivía dentro de Stalin.
El
documental muestra claramente como la revolución de octubre no fue más que un
golpe de estado ejecutado por una pandilla de audaces activistas, seguidores de
un talentoso, hábil e ilustrado dictador que imaginaba hablar en nombre del
pueblo y que, por lo mismo, no necesitaba de ese pueblo.
Afortunadamente
esa historia no ha terminado. Lenin no ha podido derrotar a Montesquieu.
Después de Lenin, muchas revoluciones han surgido para reivindicar el derecho
de los pueblos a elegir a sus propios representantes. La lucha de nuestros tiempos ya no es
anti-parlamentaria como fue en los días de Lenin y Trotski, sino todo lo
contrario: ella tiene lugar en contra de gobiernos que, como el de Lenin, han
usurpado el lugar del parlamento y, con ello, el del Estado.
Justamente
después de, y quizás gracias a la, experiencia de la revolución rusa, hay un
consenso político entre los demócratas: sin parlamento elegido de acuerdo a los
principios del sufragio universal, no hay democracia. La lucha por el
parlamento es por lo mismo la lucha por el voto, es decir, la lucha por la democracia. Esa lucha logró
su máxima victoria en las revoluciones que llevaron al derrocamiento de las
dictaduras comunistas post-leninistas europeas (1989-1990) .
Hoy,
un siglo después de la contra-revolución de Lenin, tiene lugar un segundo
capítulo: la lucha electoral en contra de los movimientos y partidos
neo-fascistas dirigidos desde la Rusia de Putin. Seguramente habrá nuevas
derrotas, pero también algunas victorias. En América Latina al menos, el
socialismo del siglo XXl, tan anti-parlamentario y tan autocrático como fue el
del siglo XX, ya se encuentra en franca retirada.
La
lucha continúa.
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