Por Ángel Oropeza
Para los pocos que no le
conocen, Nelson Mandela, “Madiba” para los suyos, fue el primer presidente de
Suráfrica elegido democráticamente, luego de una lucha personal y colectiva de
más de 40 años contra el oprobioso régimen de minoría blanca y su sangrienta
política de “apartheid”.
Madiba unificó a la oposición
de su país en torno al Congreso Nacional Africano. Estuvo 27 años en la cárcel,
la mayoría de ellos en condiciones muy precarias y sometido a trabajos
forzados. Solo se le permitía recibir una visita cada 6 meses, y las cartas que
le enviaban, revisadas previamente por sus carceleros, le eran entregadas, pero
también solo una cada 6 meses.
Mandela se convirtió en un
emblema de la dignidad y la perseverancia unitaria. Luego de ser liberado en
1990, lideró a la oposición hasta conseguir que se realizaran las primeras
elecciones democráticas en su país. Ganó esas elecciones y fue presidente desde
1994 hasta 1999. En 1993 le fue otorgado el Premio Nobel de la Paz, “por su
trabajo para el fin pacífico del régimen de apartheid, y
por sentar las bases de una nueva Suráfrica democrática”.
El régimen que enfrentaron
Mandela y sus compañeros de la unidad africana no jugaba nunca limpio. Y, lo
que es peor, a pesar de que sus políticas provocaban miseria e injusticia entre
la mayoría del pueblo surafricano, no eran pocos los negros que le apoyaban:
algunos por conveniencia económica o de trabajo; otros por miedo a perder
algunas migajas a las que llamaban “beneficios”; otros porque no veían posible
otra salida, y muchos porque se les había convencido de que el régimen era
inevitable, que había llegado para quedarse y que lo que procedía era
adaptarse. Mandela enfrentó esa realidad tal cual era, y no condicionó su lucha
a que existiera otra más fácil. Vio sus esfuerzos frustrados y postergados
muchas veces. Y en vez de desanimarse, apelaba a una de sus frases favoritas:
“La mayor gloria no es nunca caer, sino levantarse siempre”.
Si Mandela hubiese sido
venezolano, y su lucha unitaria se hubiese desarrollado en nuestro país y por
estos días, posiblemente algunos de nuestros “cansados de tanto luchar” y de
los “muera la MUD”, junto con “los que sí saben cómo enfrentar al enemigo”,
estarían gritándole: “Mandela, ¡deja eso así! ¿Por qué mejor no te rindes o
abandonas ese fastidio de la lucha política unitaria y esperas que el apartheid
se caiga solo, o que algún golpe de suerte los saque del poder?”. Gracias a
Dios, esas voces –que también existían entre los que adversaban el régimen
surafricano– no frenaron la lucha de Madiba y de la unidad opositora negra.
Gracias a Dios, esas voces –por fortuna minoritarias– no frenarán tampoco las
luchas de quienes no piensan desmayar en su objetivo de una Venezuela más digna
para sus hijos, cueste lo que cueste, y tarde lo que tarde.
La adversidad puede
derrotarnos y provocar que tiremos la toalla, o servir de acicate para sacudir
los ánimos, levantarnos y decidir enfrentarla, haciendo lo que hay que hacer.
Por eso mismo, no podemos darnos el lujo de descansar en la batalla. Nuestra
lucha, al igual que la lucha por la felicidad de nuestros hijos, no conoce de descansos,
frustraciones o dudas.
La unidad es el activo
fundamental en la lucha contra la dictadura, y todo lo que la debilita termina
fortaleciendo al régimen. Por eso, el objetivo del gobierno es acabar con ella.
Se haría un grave daño a la lucha del país si permitimos que la unidad
desaparezca. Eso es complacer al gobierno. Hagamos lo posible por evitarlo. Por
eso, este es el momento de reforzar lo que nos une y no lo que nos divide.
Porque o enfrentamos todos juntos lo que viene o sufriremos todos juntos las
consecuencias de no haberlo hecho.
Decía Richard Nixon: “Un
hombre no está acabado cuando es derrotado. Está acabado cuando abandona”. La
buena noticia es que aquí hay muchísimos que no pensamos –ni en sueños–
abandonar. Estamos demasiado enamorados y comprometidos con Venezuela, y es
mucho el combustible de esperanza y coraje que nos moviliza.
30-10-17
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