FERNANDO YURMAN 18 de octubre de 2017
“El
sur” fue considerado muy temprano por Borges “Acaso mi mejor cuento”. Difícil
coincidir en ese cotejo, para mí es el que mejor emprende el cruce de lo real y
lo fantástico, y en ese cruce la atormentada dimensión mítica del Sur. El
prefacio indica que puede ser leído de dos maneras, pero mientras el lector se
interna en el remolino de sentidos, se suman otras. Una incluye el accidente
real que tuvo el autor, golpe del batiente de una puerta, poco después de la
muerte del padre. Algo de esa paternidad evoca el cuento, rige la ancestral
figura del viejo gaucho que entrega un puñal, y esa misma transmisión tiende
los hilos de la historia, los linajes que atraviesan la pampa. Desde el
comienzo el relato viaja y transcurre entre herencias. El tiempo del país, el
existencial, el generacional, el histórico y el literario, se envuelven y tejen
sus nudos. Una vorágine de sentidos crece con estos legados, pero tienen un
centro, el momento en que enuncia que un gato de un café, que se deja acariciar
como “una divinidad desdeñosa”, vive en el ahora, en el espacio, no en la
sucesión y en el tiempo. La meditación, escrita en 1942, desde una lejana
atalaya de la incierta guerra mundial, y tres años antes del advenimiento de
Perón, adquiere especial hondura. El cuidadoso empeño para organizar el tiempo
de la ficción, en un ámbito real, nuevo y periférico, anacrónico y con leyendas
que apenas simulan la historia, resalta el ojo de ese vacío. Argentina entró
luego en la abigarrada mitología populista, se colmó de pasado y porvenir
falseados, pero entonces todavía guardaba la perplejidad que atesoraba Borges.
El precioso instante con que concluye la caminata de su relato “Sentirse en
muerte” (1928), el momento infinito de “Historia de la Eternidad”, son sus
napas profundas. “Las mil y una noches”, el esfuerzo de Sherazade por trenzar
las historias y el tiempo para circundar la muerte, también empapa el relato.
Cuando
más de medio siglo después se difundió aquella aseveración de Fukuyama sobre el
final de la historia, la mayoría no pudo sino sentirla como el cierre
silencioso de un libro. Era difícil separar las páginas plegadas de la memoria
de una construcción en capítulos. ¿Se abandonaba la sucesión, empezaba el
presente? Las cosas siguieron sucediendo, pero de otra manera, que quizás
justificaban a Fukuyama. La antigua relación del tiempo y la historia había
dado un enmudecido giro mayor.
El
actual ámbito incierto, con las barajas revueltas y los jugadores cambiados,
con China en ejercicio de su milenaria prudencia para preservar el capital,
Estados Unidos afectado por un populismo de baja estofa que socava su
idoneidad, Europa alterada en los sótanos de su origen, y sin parapetos para
proteger el futuro, ilustra el fin de una historia. Quizás también de “la
historia”, como fantasma occidental de un texto acompañante. Es el comienzo de
cierta intemporalidad, algo que podría asimilarse a una edad media tecnológica,
si los capítulos no hubieran ya cesado su ritmo y sentido. Muchas cosas suceden
sin una lógica de sucesión, anuladas en embrión por la velocidad digital; con
mayor frecuencia prima el espacio, no el tiempo, que sucede como heterogéneos
estratos del presente. Otras, la escena resulta más una evocación que una
consecuencia o un efecto: el tiempo parece desgajado cabalmente del
acontecimiento.
La
globalización ocurre en el espacio, más que en el tiempo. Su expansión devora
historia. La reacción actual, la efervescencia de los nacionalismos y la pasión
de la singularidad cultural, es también anhelo de aquel tiempo encadenado, un
ancla de causalidad cronológica y origen. La identidad siempre estuvo ligada a
la memoria, a un mapa del tiempo, no del espacio. La agresividad ciega, tanto
en los neonazis, supremacistas blancos como en la radicalización islámica,
derivan de esta pérdida de un eje del tiempo. La súbita violencia fascista se
parece, evoca, los infames años treinta del pasado siglo, pero no es la misma.
La ruralidad perdida, el cosmopolitismo, la industrialización, el
desclasamiento, la explicaban entonces. Hoy esta temida disolución, conmueve la
imagen misma de la especie, compromete una subjetividad mayor. Y casi nadie
sostiene la universalidad o el privilegio cronológico de la especie humana.
Solo sucede la muerte y las generaciones, y estas no en la historia sino en las
pantallas digitales, una imprevista coalición de chips y metafísica.
Paradójicamente, la tecnología que nos había distinguido nos devuelve a la
biología. El gato de Borges ahora somos todos.
El doble de Penélope
La
pérdida de una dimensión histórica, el fin de los grandes relatos, implica el
fin de los pequeños. La narración biográfica nació con la historia general,
Vico y Defoe usaron la misma estrofa, y desaparecen juntos. La merma de la
epidermis ideológica que historiaba los sucesos afecta el íntimo esqueleto de
la identidad. También la novela imaginaria del neurótico, ese dibujo Freudiano
que encubría y sostenía la subjetividad, fue casi coetáneo de la novela
histórica. La subjetividad y el mundo tejían la misma narración ordenadora del
tiempo, ese misterio que solo se entiende cuando no se piensa, como adivinó
Agustín. Un espasmódico tiempo digital las evapora por igual.
Como
paradoja reveladora, en la vasta marejada de la Historia, el pueblo judío se
había guardado casi dos mil años en una burbuja intemporal. El tiempo era un
instante que flotaba entre la pérdida del segundo templo y el Mesías. Aunque en
la biblia la sucesión es constante, y la narración infatigable, la historia
aquí estuvo detenida hasta la Ilustración, e incluso mucho más allá. Solo la
Cábala, que tanto había fascinado a Borges, procuraba descifrar la burbuja en
el cosmos de letras. Quizás no casualmente, tres herederos de esa condición
anómala, Marx, Einstein, Bergson y Freud, se concentraron en el tiempo: como
historia, como fenómeno físico y como experiencia psicológica consciente e
inconsciente. El transcurso de la sociedad, el del inconsciente y sus pasiones,
y el del cosmos, derivan de una perplejidad similar, un instante perpetuo sin
historia. Ese paréntesis, esa gota de nadie, es lo que ahora retorna y nos
desafía torrencialmente desde la pantalla digital.
La
transformación del tiempo en historia fue una de las grandes conversiones de la
cultura occidental. No la registró la cultura cíclica de china. Y de manera
minuciosa, separada de la memoria y la reverencia, tampoco la registró hasta el
siglo XVIII la cultura occidental. Es cierto que el reloj había unificado algún
transcurso colectivo, y ya se había esbozado el tiempo como rudimentaria historia
antes que se contase el tiempo en siglos; y la antigüedad siempre fue más
brillante y prestigiosa que el porvenir, pero apenas lograba testimonios
arqueológicos. La historia es finalmente una ambición narrativa, y aquel
imperio romano de grandeza sajona que nos describió Gibbons, fue tanto apertura
narrativa como un intento de historia.
Antes
de la globalización acelerada ya se sabía que no existe la historia universal,
y se disgregaba la noción de especie única que la sostenía. Ahora esa pérdida
de definición es masiva. La disolución general afecta las historias
particulares: sus vertebras estaban mutuamente articuladas. El video clip
después del cine, configuró el ritmo y velocidad del alma que ya había esbozado
la literatura. Hoy la interioridad se organiza más como el twitter, y las
vivencias vertiginosas de esa subjetividad no alcanzan a configurar una
experiencia sustantiva. Así, la difusión intima, la vaguedad creciente, el
narcisismo y la inconsistencia, resultan síntoma y causa del fin de estos
telares narrativos historizantes. Penélope y Ulises eran simétricos, y el
tiempo de la aventura y de la espera se configuraban en esa narración que
creaba la historia y el tiempo.
Los
logros de la microhistoria, la multiplicidad de lentes que tiene hoy el
acontecimiento, no logran procesar el vértigo digital, no pueden modular la
tartamuda y perpleja subjetividad moderna. Quizás el desenlace del maravilloso
cuento de Borges también nos represente. Juan Dahlmann sale al espacio, a “la
llanura”, al presente abismal, que “El Sur” no sigue relatando, y que “acaso
Dahlman no sabrá manejar” .
No es
imprudente apuntar que los dos “acaso”, el de Dahlman cuando empuña el
cuchillo, y el de Borges cuando estima su cuento, se juntan en algún plano. Con
este cuento, Borges, después de la muerte del padre, empuña su condición
definitiva de narrador, no de “tímido ensayista” como se había descrito. El
nacimiento de Homero, el otro ciego magistral, también comienza en “El Hacedor”
con el cuchillo que un padre entrega. En el prólogo de ese mismo texto, es
Lugones quien le trasmite su legado en un encuentro imaginado. Cortar y seguir
el legado son siempre el mismo gesto, el cuchillo ejerce los dos propósitos. Y
el desenlace de aquel ensueño de 1942 también es el presente. Pero un presente
henchido de tiempo, tonificado por el aliento de su origen, no el presente
disperso que hoy nos acosa.
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