Por Antonio José Monagas
La política no
siempre se comprende en el sentido más excelso de lo que su significación
exalta. Tampoco su dilucidación se ajusta exactamente, a “un oficio mágico
capaz de convertir un problema en una causa y una causa en un cambio para
millones de personas”, tal como asegura Miguel Pizarro, diputado de
la Asamblea Nacional. O como bien lo asintiera José Martí, cuando
refirió que la política “es el arte de adecuarse al momento presente, sin que
la adecuación cueste el sacrificio, o la merma importante del ideal que se
persigue”.
La política tiene múltiples
acepciones o dimensiones dialécticas y hermenéuticas. Desde ellas, adquiere
capacidad para mimetizarse y ajustarse a requerimientos de quienes buscan
imponerse a otros que también apuestan a lo mismo. Aún así, debe saberse que el
concepto de política expuesto por estudiosos a lo largo de la historia
contemporánea, deja entrever lo que algunas realidades encubren.
Por esa razón, la intención de
favorecer grupos por encima de intereses y necesidades que en nada son
coincidentes con apetencias y clamores de otros, siempre ha estado presente
como incidencia o recurrencia ante momentos de crítica consideración.
La teoría política ha
ilustrado, con suficientes argumentos, las causas por las cuales la praxis
política busca enfilar propósitos hacia realidades diferenciadas en cuanto
al modo de cómo éstas enfatizan respuestas y soluciones en función de sus
capacidades para concretar reacomodos de circunstancias o recursos de poder. De
ahí que la misma teoría política, se ha permitido evaluar distintas corrientes,
doctrinas e ideologías con el fin de comparar posibilidades dirigidas a analizar
amenazas, oportunidades, fortalezas y debilidades en aras de la ecuanimidad que
caracteriza la rigurosidad de la ciencia política.
No obstante, la historia
evidencia gruesas contradicciones entre discursos pronunciados en nombre
de doctrinas e ideologías, filosofías y pensamientos políticos, y las
realidades que se cuelan entre promesas y compromisos refrendados con el sello
de alguno de esos mismos ideales. En el fragor de tan groseras contrariedades,
emergen contravalores dirigidos a favorecer las distancias que buscan
articularse a manera de barreras entre lo dicho y lo hecho. Entre el deber ser
y el poder ser.
No sólo es la intolerancia el
contravalor que fuertemente contraviene el sentido de discursos que hablan de
paz, amor y democracia. También es la humillación en tanto que como recurso
político, se presta para provocar diatribas que devienen en la forma de herir a
un hombre en su dignidad o de acuciar la disminución ante sí mismo.
Condiciones éstas de las cuales se vale el ejercicio político para ganar
espacios de poder que, por otra vía, resulta más embarazoso en términos del
costo político implicado.
La política cree
equivocadamente que haciendo sufrir a quien se opone a sus pretensiones un
destino innecesariamente cruel, es causa para ufanarse de alguna gloria
alcanzada. Es el tipo de humillación de la que se sirve esa política
de baja calaña para imponerse sobre la racionalidad y la inteligencia de quien
se resiste a la impudicia de decisiones desaforadas y hasta deshonestas. Esa misma
política de procaz condición, presume que, por el poder que
violentadas realidades pueden propiciarle, debe rendírsele pleitesía mediante
vergonzosas prácticas de adulancia.
De manera que en medio de tan
indigno contexto, siempre se verá totalmente absurdo aceptar que puedan haber
gobernantes que llegan a sentirse encumbrados con la humillación que sus
determinaciones causan a sus gobernados. O pensar que por erguirse sobre la
vergüenza del otro, va a crecerse sin que lo atajen las circunstancias. Por eso
se tiene a la humillación como táctica política.
30-10-17
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