SALLY PALOMINO 30 de octubre de 2017
Las
canoas cada vez se ven más llenas. Los bachaqueros cruzan el río Arauca varias
veces al día. En las barcas cargan naranjas, cebollas, tarros de mayonesa,
pasta de tomate, cigarrillos, electrodomésticos, bolsas llenas de carne de res
y de cerdo, cajas repletas de bolívares. Entre Arauca, en Colombia, y la
población venezolana El Amparo cruza de todo. Quienes llevan la mercancía dicen
que los mueve el hambre. En su país se conocen como bachaqueros a los
revendedores de productos básicos. En Arauca el término ya es familiar, pero
contrario a lo que sucede en el país vecino, a este lado de la frontera lo que
ofrecen no es de primera necesidad y los precios están por debajo del mercado
local.
Lisbeth
Colmenares enseña sus pies para contar lo que pasa después de que descargan sus
maletas en Colombia. Están hinchados de tanto caminar. Desde hace un par de
meses se baja de la canoa para recorrer las acaloradas calles de Arauca con una
canasta de mercancía en el hombro. “Para esto hay que estar dispuesto a andar y
andar, a que te digan no, a que te manden a la policía”, dice. Tiene 28 años y
dos hijos, a los que ha tenido que dejar en Barquisimeto mientras viaja a
buscar comida. Siempre cruza el río cargando algo. A Arauca llega con carteras,
cortaúñas, bolígrafos, lo que pueda comprar en su país para vender del otro
lado. De regreso a Venezuela lleva un maletín con paquetes de arroz, azúcar y
botellas de aceite. “Es difícil ir casa por casa, siempre hay que explicar por
qué estamos aquí”. Pero en ese pueblo hay pocas dudas de qué es lo que pasa al
otro lado del río.
Alba
Pinilla es líder comunal de uno de los asentamientos que en los últimos meses
se ha llenado de venezolanos y la primera palabra que menciona cuando habla de
las familias que ahora son parte de su vecindario es hambre. “Ellos llegan con
hambre. Traen cosas para vender porque es la única forma de conseguir algo para
hacer un mercado básico, necesitan ayuda”. La oficina de Migración registra en
esa frontera el movimiento de 2.800 de ciudadanos venezolanos por día. El dato
corresponde solo a los que atraviesan el puente internacional José Antonio
Páez, el único paso legal de los 40 que existen en esa zona y de los que no se
tiene certeza de cuánta gente cruza. Según datos oficiales, en Colombia hay
469.731 venezolanos, 170.000 entraron al país de forma irregular y a 97.667 ya
se les cumplió el tiempo de permanencia. En los 2.219 kilómetros que separa a
ambos países, el límite con Arauca está marcado en su mayoría por agua.
Miguel
Landaeta llegó por el río. Se ha hecho popular por el queso y el pescado que
trae de su país. Aunque le va bien y casi siempre logra vender la mercancía en
menos de tres horas dice que no es suficiente para sostener a su familia. “En
el camino me toca dejar algo a la Guardia venezolana para que me dejen salir y
estando acá corro el riesgo de que la policía me quite todo”. No es muy claro
cuando explica de dónde sale la mercancía que vende y cómo, si hay escasez, la
consigue. "Todavía hay cositas, sobre todo de las que no son
indispensables para vivir y eso es lo que traemos". Tampoco es claro cuál
es el protocolo para la incautación de contrabando, si es que así es que las
autoridades catalogan el rebusque de estos ciudadanos. El pasado 18 de octubre,
varios carros de la Policía con uniformados armados arrasaron, sin mediar
palabra, con los puestos de venta de carne y pescado que con el paso del tiempo
han ido acomodando los venezolanos entre uno que otro nacional en la ribera del
río Arauca. “Nos quitan unas cantidades de carne que no son nada comparado con
el tráfico de ganado que existe”, dice uno de los vendedores que pide que no le
tomen fotos y se niega a dar su nombre. Otro, de nacionalidad colombiana,
reclama que no haya suficientes controles en la frontera y que las autoridades
esperen a que los vendedores ya estén instalados en las calles para hacer
presencia.
En
junio pasado reapareció después de nueve años un brote de fiebre aftosa en
Colombia. El primer foco se registró justamente en Arauca y según el Ministerio
de Agricultura se dio por unos bovinos procedentes de Venezuela. El Gobierno
colombiano anunció recompensas para los que den pistas sobre las estructuras
del crimen organizado que -aseguran- están detrás del contrabando de ganado.
Mientras logran llegar a las mafias, miles de reses han sido sacrificadas. El
problema parece estar lejos de terminar, se calcula que un novillo se vende en
Venezuela a lo que equivalen 300.000 pesos colombianos (unos 100 dólares),
mientras de este lado de la frontera se comercializa en más de dos millones de
pesos (664 dólares).
Los
líderes y organizaciones de derechos humanos que han acompañado a los
venezolanos no desconocen la necesidad de controlar el paso de mercancía y de
animales, pero piden mayor atención a los gritos de auxilio de quienes cruzan
la frontera con hambre. El gobernador de Arauca, Ricardo Alvarado, ha
reconocido que no tienen la capacidad de responder ante la llegada de tantos
migrantes y ha pedido ayuda al Gobierno central para afrontar ese desafío. El
presidente Juan Manuel Santos ha asegurado que existe un plan para aumentar
recursos en las regiones ante la presencia inesperada de venezolanos.
La
necesidad de esas ayudas se hace evidente en Arauca. En el asentamiento Brisas
del Puente, a orillas de río, viven más de 200 familias. Hasta hace un par de
años eran colombianos desplazados por la violencia, víctimas del conflicto que
no les quedó más remedio que refugiarse en casas de lata porque la guerra las
sacó de sus fincas, pero ahora los ciudadanos del país vecino parecen ser
mayoría. Durante los seis primeros meses del año, 690 venezolanos manifestaron
tener como destino Arauca cuando entraron al país. Carolina Hidalgo fue una de
ellas. Tiene 32 años, cinco hijos y un nieto. Trabaja cuidando motos cerca al
mercado del pueblo. Está de sol a sol tapando los asientos con cartones,
cuidando las bolsas con el mercado a cambio de cualquier moneda. “Al principio
sentí rechazo. Hay discriminación, no nos ven con buenos ojos”. Repite lo que
se escucha en todo el pueblo, que la situación en su país es difícil, que no
tienen para comer, que no se consiguen los productos básicos de la canasta
familiar, que hay inseguridad. “Allá las cosas no se van a arreglar pronto,
teníamos que salir, así nos tocara dejara nuestra casa”, dice con tristeza. Su
vivienda era de ladrillo y cemento, en la que vive ahora es de latas, no tiene
agua potable.
Alba
Lizarazo, Personera de Cravo Norte, otro pueblo de esa región, reconoce que
Colombia no estaba preparada para recibir migrantes. “No hay cómo
responderles". A su llegada masiva se suma la situación de las personas que
ya estaban acá con necesidad de ayuda. Óscar Vanegas, personero de Puerto
Rondón, otra población cercana, reitera la preocupación de su colega. “En las
regiones estamos sufriendo el impacto. Hay una crisis humanitaria, no hay
suficiente empleo, la red hospitalaria es insuficiente. Colombia necesita una
política para recibir migrantes”, reclama. El Consejo Noruego para los
Refugiados y ACNUR han abierto sus puertas para asesorar a los venezolanos en
los trámites legales. Muchos no saben a dónde acudir o a qué tienen derecho.
Migración
dice que en esa región 210 menores han sido registrados en el sistema educativo
y que al menos 290 venezolanos han recibido atención, pero las canoas siguen
cruzando el río repletas de gente y mercancía y todavía hay pasos que ni las
ONG han podido pisar. El Ejército de Liberación Nacional (ELN), la guerrilla
que avanza en un diálogo con el Gobierno colombiano, tiene el dominio en
algunos cruces. En abril, la prensa nacional registró el secuestro de un
comerciante a manos de ese grupo ilegal. La víctima, que después de dos meses
logró escapar, había llegado del estado Apure, Venezuela. Cinco meses después,
dos ciudadanos de ese mismo país fueron asesinados. El ELN sigue mandando en la
zona, incluso sobre el tránsito de venezolanos.
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