Por Alejandro Velasco Nueva
Sociedad
En horas de la noche del 30 de
julio de este año, a pocos minutos de anunciarse resultados parciales de la
elección de miembros de la controvertida Asamblea Nacional Constituyente
en Venezuela, una fuerte protesta contra el parte oficial se desató a
escasa distancia de la sede del Consejo Nacional Electoral (CNE), en
Caracas. A primera vista no debería causar sorpresa. Durante el transcurso del
día, tanto en la capital como en otras ciudades del país, fuerzas de seguridad
del Estado habían chocado con manifestantes en violentos enfrentamientos que,
al cerrar la noche, dejarían un saldo de diez muertos, lo que convirtió la
jornada en la más sangrienta de casi cuatro meses ininterrumpidos de protesta
callejera contra el gobierno de Nicolás Maduro. No obstante, la
manifestación de esa noche contra el anuncio oficial del CNE fue algo del todo
excepcional.
En vez de ocurrir al este de
la ciudad, en zonas plenamente identificadas con el antichavismo,
la protesta se llevó a cabo en el oeste de Caracas, hogar de millones
de personas agrupadas en densas barriadas, asentamientos y viviendas públicas y
que por años habían constituido el eje central de apoyo al gobierno en la
capital. Más aún, la protesta sucedió en el populoso barrio 23 de Enero,
un conjunto de superbloques de medio siglo y de tomas de tierra ubicado en las
proximidades del palacio presidencial de Miraflores.
Fue en «el 23» donde a finales
de febrero de 1989 tanques y rifles del Ejército frenaron a punta de fuego un
estallido popular contra ajustes económicos neoliberales, lo que dejó
centenares de muertos en todo el país, y en el barrio, cicatrices aún visibles
en hoyos de bala nunca del todo cubiertos. Fue aquí desde donde, en la
madrugada del 4 de febrero de 1992, Hugo Chávez lideró un fallido
golpe de Estado contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Diez años después,
fue aquí desde donde, en abril de 2002, ante cercos mediáticos y fuerte
represión en medio de otro golpe de Estado, miles de personas partieron para
sitiar Miraflores y así contribuir a la restitución de Chávez en el poder. Fue
aquí donde se dio inicio a las primeras «misiones» sociales chavistas,
programas de redistribución de riqueza que iban a mejorar la calidad de vida de
millones de personas previamente relegadas a la pobreza. Fue aquí donde,
siempre rodeado de seguidores, Chávez ejerció el sufragio en las frecuentes
elecciones que marcaron su estilo plebiscitario de gobierno, y en los
resultados electorales el barrio figuró una y otra vez entre las tres zonas de
mayor apoyo al chavismo en Caracas. Fue hacia aquí hacia donde olas de
simpatizantes, periodistas e investigadores extranjeros se dirigieron, ansiosos
por entender las bases más fieles del gobierno, y auparon así su fama de
«bastión de la revolución». Y fue aquí donde, luego de su muerte en 2013,
fueron a reposar los restos mortales de Chávez, en la sede del antiguo Museo
Militar, en pleno corazón del 23 de Enero.
Por toda esta historia, la
protesta del 30 de julio fue impactante. Pero no solo por eso. El descontento
fue protagonizado por miembros de los llamados «colectivos», grupos de
civiles armados con base en sectores populares urbanos y que en los últimos
años han figurado como actores claves del chavismo, no pocas veces de manera
contradictoria: según algunos, son organizaciones comunitarias que trabajan en
favor de sus barrios; según otros, se trata de paramilitares controlados y
dirigidos por el Estado; para otros más, son grupos anárquicos que azotan
impunemente no solo a manifestantes opositores durante las marchas,
sino también a sus propios vecinos, y que controlan a punta de terror y
violencia el descontento popular que no termina de estallar en barrios
populares pese a la crisis.
Ahora, ante la apabullante
victoria oficialista del 30 de julio, cuando se eligió la Asamblea
Constituyente, estos mismos colectivos cantaron fraude. Valentín
Santana, líder de uno de los más antiguos y aguerridos colectivos de Venezuela
–La Piedrita–, había sido postulado para la Constituyente en su circuito por
una coalición de grupos de la zona, independientes del partido oficial y sus
candidatos. Sus propuestas: lealtad absoluta a Chávez, su revolución y legado;
poder total a las comunas; disolución de instituciones intermediarias; guerra
sin cuartel al burocratismo; penas máximas a corruptos y traidores. Al
finalizar la jornada, el CNE proclamó ganadora a una lista compuesta
exclusivamente por candidatos del Partido Socialista Unido de Venezuela
(Psuv), y así dejó fuera a Santana y a otros candidatos independientes con
apoyo importante –50.000 votos– y otorgó todos los escaños al partido oficial.
Denunciando fraude electoral y favoritismo del CNE hacia el Psuv, la protesta
de esa noche amenazó con desconocer la Asamblea, o incluso con sabotear su
instalación, de no aplicarse el método D’Hondt para incluir voces
locales, críticas, independientes y, lo más importante, «fehacientemente
revolucionarias» en la Asamblea.
El basurero de la historia
Protestas como esta dejan
entrever una dinámica poco vista y menos aún entendida sobre el chavismo y sus
tensiones y contradicciones internas. De hecho, manifestaciones de este tipo
sufren una doble exclusión. Por una parte, la exclusión oficial, aquella que
amasa poder y, por ende, el significado de lo que constituye el chavismo, en
manos de la élite gubernamental y su control del aparato estatal. Por otra, la
exclusión conceptual de la izquierda internacional, aquella que, al haber
privilegiado una imagen del chavismo como movimiento vertical y homogéneo en
sus momentos de auge, pasó por alto un sinfín de matices y zonas grises en lo
más profundo de la Revolución Bolivariana. Hoy, en momentos de crisis, esos
grises salen a relucir, pero sin referentes que permitan entender su impacto y
relevancia en debates sobre Venezuela, nuevamente son dejados de lado. Así,
todo matiz se disuelve en la medida en que Venezuela se convierte en línea
divisoria para la izquierda latinoamericana, que dejaría al desnudo, de una vez
por todas, los verdaderos compromisos políticos de cada quien: «o con la
revolución o con el imperio».
Para algunos, basta con ver la
magnitud de la crisis social y política y el grave deterioro de la situación
día tras día para descalificar cualquier pretensión progresista por parte del
gobierno de Maduro. Su ineptitud económica, su priorización de capitales
foráneos, su represión cada vez más generalizada y sus maniobras para
perpetuarse en el poder con cada vez menos apoyo popular constituyen una deriva
contraria a cualquier principio básico de justicia
social y democracia al que la izquierda apunte. Más aún, para
esta visión, es el chavismo en general el que debe relegarse al basurero de la
historia, ya que Maduro representa no una excepción sino la consumación
del proyecto político de Chávez en sus vertientes autoritarias.
Vertientes siempre a la vista, pero opacadas en su momento por metas sociales
loables, amplio apoyo popular, una oposición golpista y mejoras tangibles
sustentadas, no obstante, en un inédito boom petrolero que eventualmente
colapsaría, llevándose consigo todo logro previo. Así, la condena irrestricta
al chavismo, más allá de argumentos moralistas o ideológicos, es cuestión de supervivencia,
necesaria para preservar una futura alternativa de izquierda real en la región
ante la catástrofe venezolana.
Otros, aun sin negar la grave
situación, concluyen lo opuesto. El compromiso revolucionario se mide
precisamente en momentos de crisis, manifestando apoyo a un gobierno
sin duda defectuoso pero que, aún así, representa la mejor opción de lucha
social ante una oposición que, a pesar de su discurso en sentido contrario, no
termina de sacudir su elitismo y sus propias tendencias antidemocráticas,
apoyada por sectores de dentro y de fuera cuyo interés real lejos estaría del
bienestar social y solo buscaría la acumulación de riquezas
mediante políticas neoliberales. Que, incluso a estas alturas, el gobierno
de Maduro mantenga niveles de apoyo muy por encima de otros en la región
sugiere, si no demuestra, la profundidad del escepticismo popular
ante una alternativa opositora, aun cuando ese escepticismo vaya poco a poco
siendo reemplazado por desesperación a medida que la crisis empeora.
Más aún: para este grupo, el contexto geopolítico actual de la región, en el
que avanzan gobiernos de abierto corte neoliberal cuya propia legitimidad está
en entredicho, exige solidaridad con lo que queda de la izquierda, por muy
mínimo que sea. Lo contrario sería cederle el terreno a la «derecha de
siempre», dentro y fuera de la región, con consecuencias mucho peores que las
generadas por el actual gobierno, incluyendo la ahora abierta amenaza
de intervención militar estadounidense, que recordaría los momentos más
oscuros de la historia latinoamericana reciente.
Condena o solidaridad
Ante tales posiciones
antagónicas, el punto de encuentro, no obstante, es el mismo: «basta de
titubeos». El caso venezolano exige condena o solidaridad con su gobierno. El
tiempo de matices se acabó. Pero son precisamente estos matices, de larga data
y hoy acentuados, los que son revelados por protestas como la del 30 de julio
en el 23 de Enero. Entender estas zonas grises, de abierto rechazo al
gobierno pero sin llegar a pasar a la oposición tradicional, resulta clave para
pensar cualquier transición políticaprogresista más allá de un Estado ya
del todo carcomido y desvirtuado incluso ante sus propios seguidores. En el
corazón de estas protestas yacen duras batallas entre el gobierno y sus bases,
que se remontan a la configuración y el desarrollo del chavismo como proyecto
político y social, que no obstante fueron oscurecidas –y no sin razón– por la
figura aglutinante de Chávez y el enorme aparato estatal que logró armar
alrededor de su persona, y que permanecen invisibilizadas en la actual
coyuntura de polarización.
De hecho, lo más sobresaliente
de la protesta del 30 de julio no fue su carácter inédito, sino su
cotidianidad. Si bien el 23 de Enero había fungido como bastión revolucionario,
también había escenificado espectaculares y a veces violentas expresiones
de rechazo al gobierno. En 2003, mucho antes de existir el término
«colectivo», grupos de civiles armados se enfrentaron con la hoy difunta
Policía Metropolitana (PM) ante la negativa de Chávez de disolver el organismo
por décadas identificado por los habitantes del barrio como fuente de crimen,
corrupción, violencia y represión, y en varios momentos como fuerza de
choque de la oposición cuando esta gobernó la Alcaldía Mayor, hasta que fue
disuelta en 2011. A finales de 2004, estos y otros grupos resolvieron expulsar
a la PM del 23 de Enero en contra de la voluntad de Chávez, tomaron por la
fuerza su módulo policial y, eventualmente, lo convirtieron en un centro
comunitario. En 2007, en el marco de fuertes y violentas protestas
estudiantiles desatadas por el cierre del Canal 2 de televisión opositor RCTV,
colectivos del 23 de Enero protagonizaron duros enfrentamientos callejeros con
los manifestantes, además de asediar la sede de otra televisora identificada
con la oposición. Todo esto, y luego de fallidos intentos por negociar el
abandono de sus armas, llegó a tal punto que Chávez mismo, fustigando a los
«grupos anárquicos» del 23 de Enero, ordenó su persecución y disolución, lo que
llevó a una de sus fichas claves, Valentín Santana, a la clandestinidad
durante casi un año. Los colectivos perduraron bajo una tensa relación de
reconocimiento mutuo mas no de subordinación, que se mantendría a lo largo de
la presidencia de Chávez, con esporádicos roces y enfrentamientos.
Mientras una parte del 23 de
Enero ejercía su identidad e independencia revolucionaria ante el Estado de
manera violenta, rechazando sus titubeos y medidas a medias, otra se
manifestaba de manera pacífica haciendo uso de las urnas para demostrar
descontento con el verticalismo oficial. En la antesala de las elecciones
locales de 2005, que incluían alcaldes y juntas parroquiales, organizaciones
civiles del barrio rechazaron la imposición de candidatos chavistas a dedo por
parte del Poder Ejecutivo. Frente a ello, resolvieron llevar a cabo de manera
autónoma lo que serían las primeras elecciones primarias a escala
parroquial en la historia de Venezuela. Una vez finalizado el voto, y de manera
similar a lo que sucedería años después un 30 de julio con la Asamblea
Constituyente, varios de esos grupos protestaron a las puertas del CNE contra
las trabas impuestas a sus candidatos independientes, así como contra el
favoritismo del organismo hacia partidos oficiales durante la campaña. Meses
después, una vez instalado el alcalde chavista, estos mismos grupos rechazaron
la designación de un jefe civil –para ese entonces, la máxima autoridad local–
ajeno al barrio e instalaron en su lugar a un conocido luchador social del 23
de Enero. Como estos ejemplos, muchos más, pero quizás ninguno tan impactante
como el de diciembre de 2015, cuando los habitantes del «barrio
revolucionario», sede de los más aguerridos colectivos de Venezuela, votaron
mayoritariamente por la oposición en elecciones parlamentarias, en medio de una
importante abstención local en rechazo al madurismo.
Más allá del chavismo crítico
Resulta difícil, si no
imposible, situar estas expresiones de descontento popular, proveniente de
bases imaginadas irrestrictamente afines al gobierno, dentro del análisis de la
crisis venezolana vista desde afuera. Estas expresiones existen más allá del
llamado «chavismo crítico», compuesto en su mayoría por intelectuales y
profesionales de izquierda, y de una oposición que, en líneas generales, ha
hecho poco esfuerzo por entenderlas. Ocupan en cambio un punto ciego, producto
de visiones homogéneas del chavismo y sus bases que hoy explican la ausencia de
causa común entre los sectores populares y una oposición diversa y heterogénea
en clave de dependencia, temor o falta de sofisticación política popular. Lo
cierto es que no deberían sorprender expresiones de apoyo y rechazo simultáneo.
En barrios como el 23 de Enero, el «chavismo crítico» no es novedad, sino
práctica común de larga data, cuyo resultado ha sido una dinámica de repliegue
hacia las comunidades en momentos de crisis y crítica, y de acercamiento hacia
el gobierno en momentos de abundancia y acuerdo.
Esta dinámica no es ilimitada
ni implica en lo absoluto un cheque en blanco al gobierno, pero sí ha
demostrado ser notablemente elástica en momentos en que Venezuela atraviesa su
peor crisis en décadas. Lidiar con sus fuentes permite una visión más matizada,
y por eso de mayor impacto crítico, sobre el drama venezolano. Tal visión comienza
por entender que, en sus bases más comprometidas, el chavismo siempre significó
un ejercicio de coincidencias y desencuentros con el Estado y con dictámenes
ejecutivos, por razones tanto prácticas como ideológicas. Las prácticas no son
difíciles de imaginar. En el caso del 23 de Enero, precisamente por su cercanía
geográfica y política con el gobierno, habitantes del barrio han sido testigos
y protagonistas de primera fila de lo mejor y lo peor del chavismo. Muchos
de los experimentos insignia del chavismo para definir un sistema político más
comprometido con sectores previamente excluidos (desde las misiones y comités
de tierras urbanas hasta las más recientes comunas tuvieron sus inicios en
lugares como el 23 de Enero) generaron en esta zona de Caracas no solo
expectativas sino mejoras concretas y, además, oportunidades de participación.
Pero, por eso mismo, sus fallas –sobre todo, la ineficiencia y la
corrupción– estaban siempre a la vista y creaban brechas entre visión y
ejecución que fueron creciendo a través del tiempo.
No obstante, en la medida en
que el ideal participativo y protagónico de la Constitución de
1999 servía de herramienta para ejercer contraloría social, denunciar
abusos o, en algunos casos, tomar en sus propias manos control de sus espacios,
las brechas resultaban manejables. Lo importante, más allá de la ejecución,
resultaba la voluntad y visión por parte del Estado, y en particular del
Ejecutivo, para atender las expectativas de mejora y de participación de estos
sectores previamente excluidos, aun cuando por momentos fuese necesario ejercer
presión para lograrlo. Pero aquí precisamente habría de surgir la mayor fuente
de desencuentro, contradicción y tensión en el interior de las bases. Mientras
la corrupción y la ineficiencia crecían, entre aquellos mejor situados para ver
y vivir sus efectos se percibían más como un problema de compromiso
político que de ejecución. Y no solo respecto de la burocracia oficial,
sino de los propios vecinos y compañeros que, al mejorar su calidad de vida,
pasaban por alto las crecientes fallas del aparato estatal y dejaban a un lado
la lucha por cambios sustanciales, estructurales y «revolucionarios». Así, fue
gestándose un choque entre la misma Constitución de 1999 y la realidad de una
sociedad marcada por el rentismo, en la cual la capacidad de
participar continuaba estando determinada por estructuras de clase, lo que
favorecía a sectores pudientes más que a los populares.
Preguntas y contradicciones
Más y más, entre grupos con
experiencia de organización social en zonas como el 23 de Enero –una
experiencia que precedía en mucho a Chávez, ya que estos grupos se habían
concientizado en la justicia social revolucionaria ante las exclusiones,
primero de la socialdemocracia surgida del Pacto del Punto Fijo (1958) y luego
de su repentino y violento giro neoliberal–, surgían difíciles preguntas: ¿es
suficiente apelar a la participación y al protagonismo para transformar
Venezuela? ¿Está preparado el grueso del chavismo para ello? Si la revolución
es nuestra meta, tal y como Chávez mismo lo articulaba, ¿son los principios del
pluralismo y la tolerancia enmarcados en la Constitución de 1999 barreras,
especialmente ante una oposición desleal, pero con legitimidad internacional y
poder económico local? Para cuando Chávez comenzó a articular estos
interrogantes en 2005, en el marco de lo que se llamó «socialismo del siglo
XXI», ya estaban en marcha crecientes contradicciones en el corazón
del chavismo: por una parte, una corriente socialista, que apelaba a valores antiindividualistas
y anticonsumistas, abandonaba las pretensiones pluralistas, excluía a quienes
se interponían en la vía del «cambio profundo» y visualizaba de manera
creciente la Constitución de 1999 como un documento limitante; por la otra, una
política más y más redistributiva, necesaria para mantener votos del chavista
transaccional, lo que alimentaba el consumismo rentista y mitigaba cualquier
impulso revolucionario, tanto en el ámbito social como político.
Estas tensiones sobre el
significado mismo del chavismo habrían de llevar a la fallida enmienda
constitucional de 2007, la mayor derrota electoral sufrida por Chávez durante
su presidencia. Pero en vez de decidir entre una y otra, Chávez intensificó sus
roces, toda vez que el auge petrolero profundizaba el consumismo mediante la
distribución directa e indirecta de rentas, al mismo tiempo que avanzaban
experimentos de corte «socialista» en las esferas de producción
(nacionalizaciones) y organización del aparato estatal (comunas). Transitaban
así dos chavismos paralelos, uno anclado en la Constitución de 1999, que
promovía el protagonismo a punta de redistribución de recursos para continuar
legitimándose en las urnas; otro en gestación, pero que apuntaba más y más a un
futuro de corte socialista, con visiones excluyentes hacia las corrientes
contrarias y cuya meta era cambiar no solo la manera de operar del Estado sino,
además, su forma y composición. Más aún, mientras el auge
petroleropermitía mantener ambas corrientes en curso e incluso profundizarlas, el
clivaje entre la una y la otra crecía. Por eso, la convocatoria a una Asamblea
Constituyente por parte de Maduro obedece, en principio, a una dinámica de
antigua y creciente contradicción en el seno del chavismo que, tarde o
temprano, rebasaría sus cauces. En principio, apela a sectores del movimiento
que ya años atrás habían llegado a ver la Constitución de 1999 como camisa de
fuerza en lugar de herramienta para llevar a cabo un programa revolucionario.
De hecho, fue en estos sectores donde más entusiasmo suscitó la convocatoria:
comunas, colectivos, consejos comunales.
Pero esto sucede, claro está,
en condiciones no solo adversas, sino contraproducentes. Sucede no como la
victoria de una corriente sobre la otra, sino por default, a medida que la
crisis imposibilita mantener ambas en su cauce, y en particular, aquella que
proveía al gobierno de legitimidad electoral. Sucede no por
compromiso entre élites chavistas y proyecto revolucionario, sino por las
necesidades de supervivencia en el poder, en momentos en que la ineficiencia y
la corrupción, siempre a la vista para las bases más cercanas al gobierno, no
pueden pensarse como problemas de ejecución sino como hechos estructurales. No
obstante, sucede. Y ante la posibilidad de hacer valer aquellas propuestas de
cambio radical, sectores de izquierda de base participaron de la
convocatoria de Maduro, en medio de una guerra de poderes entre el Ejecutivo y
la Asamblea Nacional de mayoría opositora y de masivas movilizaciones
antigubernamentales hoy en declive.
Pero, visto desde las bases,
quedó en evidencia la manipulación de votos del CNE y la exclusión de voces que
por años han mantenido severas críticas al aparato estatal sin a su vez optar
por una oposición. Mientras tanto, en el 23 de Enero, como en el resto del
país, la crisis se vuelve más y más severa. Pero no solo por sus efectos
puntuales, sino por lo que el proceso constituyente ha revelado sobre la falta
de compromiso revolucionario de las élites chavistas. De modo que sectores del
chavismo de base apelan a su rebeldía y su larga experiencia de crítica y
protesta ante el Estado y ante sus oponentes, con la esperanza de que su
reclamo sea visto y entendido adentro y afuera, para que sobre eso, quizás,
pueda surgir una nueva alternativa de izquierda para Venezuela.
29-10-17
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico