Macky Arenas 22 de octubre de 2017
Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica
Guatemala, Honduras, México. Panamá, Paraguay y Perú han condenado la ruptura
democrática en Venezuela. Si bien, tiempo atrás, los países en la OEA callaban
ante los excesos del poder en otros países del continente, por temor a
sanciones que bien podrían un día afectarlos, hoy parece que les importa, más
bien, deslindarse de los autócratas a fin de conservar cierto margen de
estabilidad y gobernabilidad.
La gobernabilidad en Venezuela no está en juego por
alzamientos ni protestas. El cuadro ha cambiado. Lo que hace endeble al
gobierno es la crisis social que se lleva por delante a políticos y partidos y
ante la cual toda solución se presenta insuficiente en este desvencijado marco
institucional. Tal y como van las cosas, el colapso en los servicios públicos y
la carestía combinada con la escasez son los grandes “líderes” que no van a
elecciones y, sin embargo, arrasan. Resulta paradójico: el cúmulo de
poder que el gobierno amasa sea, justamente, su mayor fragilidad. Algunos
historiadores sostienen que eso es indicativo de una fase terminal.
Venezuela pagará a tiempo los más de 3.500 millones de
dólares de deuda que le corresponde abonar entre octubre y noviembre de este
año, pero lo hará a costa de las importaciones de productos básicos acentuando
el desabastecimiento de alimentos, medicinas y otros bienes que ya vive este
país caribeño.
“El Gobierno va a seguir con la política que tuvo en 2016
de pagar la deuda sacrificando las importaciones y eso es la escasez, eso es la
carestía, las carencias que vemos en los productos fundamentales, medicinas y
alimentos”, dijo el diputado opositor José Guerra desde su escaño en la Cámara,
el único poder en manos de la oposición.
La Asamblea Nacional Constituyente podría haber sido la
carta que el gobierno jugara para validar internacionalmente decisiones y
operaciones que no están dispuestos a someter al Parlamento. Pero, debido a la
inconstitucionalidad de la instancia a través de la cual el régimen ejerce el
poder absoluto, no es reconocida fuera del país. El serrucho está trancado,
pues buena parte de la comunidad internacional no reconoce la legitimidad de
este suprapoder. Es fuerte dentro pero muy enclenque fuera.
Cada vez, quien se aísla y se obstruye es el propio
gobierno cuya gestión autoritaria vale sólo entre las cuatro paredes de sus
límites geográficos. A Venezuela le quedan los préstamos de Rusia y China a
PDVSA y otros mecanismos no sujetos a la aprobación del Parlamento, pero los
analistas dudan de la fortaleza del músculo económico de Moscú para satisfacer
las necesidades de Caracas, y no ven al gigante asiático dispuesto a continuar
aportándole capital.
Guerra alertó acerca de la perspectiva para el año que
viene pues el país debe afrontar pagos externos que corresponden a “casi la
mitad del ingreso petrolero” de Venezuela, mucho mayores que los de este final
de 2017, y el Estado deberá seguir sacrificando importaciones y “vender el oro”
de unas reservas que ya llevan mucho tiempo cayendo.
Clarividente fue el obispo de Carúpano –estado Sucre, al
oriente de Venezuela-, Mons Jaime Villarroel, cuando dijo a la prensa
internacional en Septiembre de este año: “Los obispos tenemos mucha
preocupación por la situación de Venezuela porque vemos que cada vez se agrava
más. La oposición está dividida y muy debilitada. El Gobierno cada vez les cede
menos espacios y si consiguen alguna cuota de poder, enseguida les es
arrebatada por la fuerza”. Es exactamente lo que está ocurriendo en estos
momentos. También relató como la política económica está hundiendo cada vez más
al país. “Hay mucha falta de comida y medicinas –agregó- En Venezuela hay más
de 20.000 neonatos muertos al año por falta de asistencia médica. En mi
diócesis, los niños y los ancianos se están muriendo de hambre. La humillación
que pasan los ancianos para cobrar una pensión es indignante. La población vive
una situación de abandono total y está desanimada y desesperada. La Iglesia
está procurando acompañar a los que sufren y dar esperanza a la gente”.
No tiene muchas opciones el gobierno ante el desastre
social en que está sumido el país. Puede ganar o manipular elecciones, pero ya
eso poco importa. El férreo control político no garantiza ayuda desde fuera y
menos producción interna que pueda capear el temporal. Desde la calle, amenaza
el hambre y una población defraudada, con la irascibilidad en los máximos, que
poco reconoce liderazgos o acata directrices. He allí la verdadera bomba de
tiempo en que está sentado Maduro y cada uno de los gobernadores de estado.
Igual vale para los responsables de conducir el sentimiento opositor.
La corrupción desatada, a todo nivel, engulle lo poco que
derrama para importar los insumos básicos. Los sobre precios van a parar a los
bolsillos de los funcionarios, los negociados suman montos alucinantes y la
distribución, condicionada al carnet político, están tensando la cuerda más de
lo que quienes diseñaron este proyecto de caos están en capacidad de controlar.
No hay gerencia para semejante maraña. Y mucho menos asidero para un elenco en
el poder que debería estar muy preocupado por escuchar crecer la hierba.
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