Miguel Méndez Rodulfo 26 de enero de 2018
Hace
años, laborando en Pdvsa, como parte de mi desarrollo profesional, me enviaron
a hacer un curso sobre comunicación efectiva. Luego de una hora en que
transcurrió el formalismo de presentación de los participantes y que el
instructor definiera los objetivos y alcances del curso, nos pidió a los
presentes que diseñáramos una presentación para exponer un tema cualquiera de
nuestra rutina de trabajo, que requiriera ser explicada a otras personas. Para
ello nos dio el resto de la mañana. Cada uno escogió su temática y se dispuso a
diseñar la presentación. Yo escogí un tema que consideré concreto y puntual,
evitando las divagaciones. Lo desarrollé en detalle, profusamente y elaboré mis
láminas. En la tarde cada uno de los asistentes expuso durante 20 minutos su
presentación ante los demás. El instructor filmaba a cada uno de los
exponentes. El viernes en la mañana cuando vimos el video de la exposición
hecha el lunes anterior, a todos nos dio vergüenza lo mal que lo habíamos
hecho.
¿Qué
había ocurrido para que todos hubiésemos cambiado tanto nuestra técnica de
comunicación, al punto de sentir pena? Paso a explicarlo. En la medida que el
curso avanzó, de martes a viernes, nos impartieron técnicas efectivas de
contenido del mensaje, de su dosificación, del diseño de la presentación, de la
mejor manera de exponer ideas, y lo más importante, de nuestra relación con la
audiencia y de cómo interactuar con ella. En la presentación inicial, todos
cometimos errores apreciables tales como: mensaje complejo y detallado; incontinencia
al hablar, no marcar pausas, no usar la técnica del silencio, ni pasar revista
con la mirada a todos los cursantes, darle la espalda al público, dar por
sentado que todos habían entendido, no verificar con preguntas si efectivamente
el mensaje se había trasmitido, o preguntarle a una sola persona, etc.
Lo
fundamental de todos estos aspectos, a mi modo de entender, fue aplicar la
técnica del silencio: contener el ímpetu verborréico, ceder el protagonismo y
parar de hablar. En la medida que una exposición avance y se haya explicado una
idea clave o un concepto básico, para verificar que se ha comprendido la
explicación, es necesario formular una pregunta (sin dirigirla a nadie en
particular), luego hacer silencio en tanto que se dirige una mirada escrutadora
sobre los asistentes. Si por ejemplo se está hablando de hiperinflación,
después de explicar sus causas: emisión inorgánica de dinero, control
cambiario, controles de precios, disminución drástica de la oferta, etc.,
procede hacer una pregunta a la clase como la siguiente ¿Quién puede explicar
lo que significa la emisión inorgánica de dinero? El uso intencional del
silencio, que sigue a la pregunta, y el paneo visual sobre cada uno, al inicio
producirá desazón en el alumnado y evitarán cruzar mirada con el profesor o
facilitador, de manera que verán su pupitre, sus manos, ojearán el libro, etc.
El silencio se convierte en una pesada y espesa carga. Lo que se busca con esto
es que poco a poco se despierte la reflexión en la mente de cada asistente y
comiencen a pensar en la respuesta a la pregunta.
Esta
dinámica, hecha consuetudinaria, trae al aquí y al ahora a muchos que estando
presentes físicamente en la clase, se han abstraído de la explicación (en parte
por los monólogos encadenados) y su mente divaga imaginando que están en otra
parte, disfrutando un ocio placentero. La pregunta y el silencio, tiene el
efecto provocador de devolverlos al aula y activar su cerebro. Demás está decir
que esta técnica mejora notablemente la atención. Cuando alguien por fin
levanta la mano y responde, la contesta puede ser buena o mala, no importa
porque el instructor hará otras preguntas ¿Qué piensan los demás de lo que
acaban de oír? ¿Están de acuerdo? Las preguntas se repetirán hasta que hayan
intervenido varios cursantes y se haya aclarado para todos el concepto. Muchas
veces pocos levantan la mano, por lo que entonces se señalará directamente a
alguien en particular. Los maestros y expositores, no deben cometer el error de
aceptar la primera respuesta, sino que así ésta haya sido buena, seguir
preguntando para que continúe activada la reflexión en el aula. Lo otro es
hacer la clase alrededor de los más inteligentes, cuando en el salón la mayoría
no tiene esa alta dotación.
Miguel
Méndez Rodulfo
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