Carlos Romero Mendoza 28 de enero de 2018
@carome31
Pasó
el 23 de enero y claramente el olvido se impuso. El significado del 23 de enero
de 1958 no logró encontrar espacio y, menos aún, sirvió de motivación para que
a nivel nacional se recordara aquella fecha que marcó la historia venezolana y
que abrió una proceso político que permitió a los venezolanos experimentar la
vida en democracia.
Como
nos dijo el profesor Luis Castro Leiva, como orador de orden el 23 de enero de
1998 en el Congreso, el 23 de enero de 1958 significó mucho más que la caída de
un dictador. Fue el inicio de un período que procuró construir una democracia
en una república, sustentada en la idea y la práctica de “vivir en común”.
A
partir de 1958 –nos recordó Castro Leiva– la sociedad venezolana empezó a
escribir unas páginas democráticas en las cuales se pueden valorar y evaluar
las diferencias morales y políticas, de naturaleza sustantiva, que hay entre
aquella paz que ofrecieron Monagas,
Guzmán Blanco, Crespo, Castro, Gómez y Pérez Jiménez; la paz que empezó a
labrarse aquel 23 de enero de 1958 y la paz a la que Nicolás Maduro se refiere
al advertir que garantizará la paz en Venezuela.
Para
vivir en común, de manera armónica, claramente el país necesita recuperar la
paz en la convivencia, y sólo así podrá restaurar niveles adecuados de cohesión
social para empezar a construir la ruta hacia el desarrollo compartido.
La
posibilidad de un desarrollo compartido empezó a resquebrajarse desde que en el
2004 aparecieron los Consejos Comunales como forma de organización comunitaria,
antes incluso de que hubiera ley alguna que los regulara. A través de ese
modelo de organización se fue debilitando el voto como herramienta de
participación política.
El
modelo asambleario fue imponiéndose sin contención suficiente y sin reacción de
la dirigencia política. Luego, la eliminación del voto directo, secreto y
universal para la elección de Juntas Parroquiales, advertía de un grave avance
en esa estrategia de debilitar el voto, hasta que hoy el voto terminó siendo la
única herramienta que nos queda para participar en condiciones de igualdad,
cuando la Asamblea Nacional Constituyente así lo impone de manera ilegítima e
inconstitucional.
Ese
voto directo, secreto y universal que ha quedado subordinado a la voluntad de
la Constituyente, en 1958 fue la fuente de legitimidad de un Congreso que, en
1959, en sus palabras de apertura de la gestión legislativa, se comprometió con
sus electores a asumir como urgencia la elaboración de una nueva Constitución
para organizar el Estado democrático, atendiendo así al interés supremo del
país.
Sin
constituyente alguna y con la legitimidad del voto, la Constitución de 1961 –a
la que calificaron como “moribunda”– ha sido hasta la fecha la más longeva de
todas las Constituciones que ha tenido Venezuela.
Irónicamente,
aquella democracia representativa, sostenida en el marco de la Constitución de
1961, logró excelentes ejemplos de inclusión ciudadana en los asuntos públicos
a través de las asociaciones de vecinos. Fue ejemplo en la organización y
celebración de procesos electorales, facilitó el camino hacia la
descentralización política con la elección de alcaldes y gobernadores a través
del voto directo, secreto y universal; impulsó la justicia de paz en las
comunidades y fue, además, el marco constitucional que permitió el
enjuiciamiento de un Presidente en funciones y una transición política en la
que se respetaron, de manera cuidadosa y rigurosa, las normas constitucionales
que regulaban las ausencias temporales y absolutas del Presidente de la
República.
Todos
esos logros se han perdido en una democracia llamada “participativa”, con una
Constitución producto de una Constituyente, ratificada en 2007 cuando se dijo
No a su reforma.
La
Constitución de 1961 es reivindicada cada día que pasa con las acciones del
Gobierno y con la libertad y la paz que experimentó la sociedad venezolana a
partir de 1958. Eso marca claramente la diferencia con la supuesta democracia
participativa.
Aquellos
diputados y senadores electos en 1958 cumplieron con Venezuela cuando un 23 de
enero de 1961 se promulgó la nueva Constitución. Sus herederos, aquellos
parlamentarios de 1992 no lograron concretar la voluntad política para impulsar
los cambios políticos e institucionales a través de una reforma general de la
Constitución. Esa tarea pendiente la capitalizó estratégicamente Hugo Chávez y
se apropió de esa necesidad, para llevarnos a un proceso constituyente.
Hoy,
aquel Congreso bicameral no existe, pero la Asamblea Nacional, legítimamente
electa, está integrada por otros herederos de aquellos diputados y senadores de
1959 y tienen en sus manos el deber ético y político de restituir la unidad
para lograr el cambio político que demanda la nación, tal y como lo señaló el diputado Omar Barboza,
presidente de la Asamblea Nacional en enero de 2018.
La
voluntad política de los parlamentarios de 1959 fue clave y fundamental en
aquel proceso. Hoy, los herederos de aquellos parlamentarios vuelven a ostentar
la legitimidad suficiente para asumir un rol de facilitadores políticos en un
proceso de restitución de la unidad y de defensa de la esperanza de los
venezolanos, como les señaló Ramón Guillermo Aveledo, en sus palabras como
orador de orden el pasado 23 de enero.
El 23
de enero 2018 pasó de largo para la mayoría de la sociedad democrática
venezolana, mientras que el régimen lo aprovechó para reinterpretar la historia
a su manera e impulsar una estrategia electoral que tuvo su máxima expresión
con el anuncio de las elecciones presidenciales antes de mayo 2018. Por su
parte, nuestra Asamblea Nacional, lejos de reivindicar pedagógicamente esa
fecha, respondió de manera tradicional, con un acto solemne que realmente no
trascendió las paredes del Palacio Federal.
No son
tiempos de democracia, son tiempos de acompañar a la gente, de rescatar la
política del debate, de la discusión, negociación y construcción de consensos,
de buscar en cada fecha histórica aquel legado que nos inspire y motive a exigir,
reclamar y no permitir que nos roben nuestra condición de ciudadanos libres.
Este
23 de enero se sintió la ausencia del discurso pedagógico, inspirador, de
tantos hombres y mujeres que a lo largo y ancho del país, tan sólo semanas
atrás, habían puesto su nombre para postularse a gobernadores y alcaldes, en
defensa de la democracia. Así mismo, tantas organizaciones con fines políticos
que siempre participan en los tarjetones electorales, perdieron la oportunidad
de retomar los espacios públicos y reivindicar la política. Como dijo Castro
Leiva, este 23 de enero “celebramos el olvido”.
Por
último, es oportuno destacar que es un buen síntoma que la gran mayoría de
partidos políticos haya asumido el compromiso de validar la tarjeta de la MUD
como símbolo electoral en esta lucha pacífica y cívica. Ahora, sólo queda
participar para lograr esa finalidad y que ese acto sea el inicio de un proceso
político de consolidación de una unidad real, así sea imperfecta. Es urgente.
Carlos
Romero Mendoza
@carome31
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