Jose Ignacio Gonzalez Faus 27 de enero de 2018
Otra
de las palabras más estropeadas del lenguaje. Parodiando a Madame Roland,
ferviente partidaria de la revolución francesa, podríamos comentar: “libertad
¡cuántas esclavitudes se generan en tu nombre!” O con Dostoievski: “partiendo
de la libertad ilimitada llego al despotismo ilimitado”.
Vamos
a comentar esta definición: libertad es la plena coincidencia con lo mejor de
uno mismo. Nunca la conseguiremos del todo. Pero podemos estar orientados y
caminar hacia ella.
Los
humanos somos seres interiormente divididos; recibimos nuestro ser como tarea
de nosotros mismos, y disponemos del libre albedrío para conquistar la
libertad. Los antiguos distinguían, por eso, entre libre albedrío y libertad:
pues en nosotros puede darse aquella paradoja que lamentaba el Segismundo de
“La vida es sueño”: “y yo, con más albedrío, ¡tengo menos libertad!”.
Nuestra
cultura ambiental, teledirigida por la economía consumista, concibe la libertad
como “hacer lo que me da la real gana”. Ignora que hacer lo que nos da la gana
acaba convirtiéndonos paradójicamente en esclavos de mil cosas inferiores a
nosotros, como enseñaba la dialéctica hegeliana del señor y el esclavo (o la
película de Losey: “The servant”). El drogata de hoy creyó ser libre ayer,
cuando decidió pincharse; como el fumador de ayer con cáncer de pulmón hoy; o
el amante ciego convertido en pelele de un supuesto amor…
El
problema de la libertad radica en esa condición contradictoria nuestra: somos
seres separados, escindidos entre presente y futuro, entre materia y espíritu,
entre el yo y los otros… Esa división interna puede crearnos mil necesidades
falsas. Y cuando nos domina una falsa necesidad acabamos siendo esclavos de
algo que parecía una promesa seductora. Para san Pablo, nuestra escisión más
radical se da entre dos tendencias fatales: la egolatría de quien se cree
centro del mundo y acaba convertido en esclavo de mil falsos dioses, y la
idolatría secreta del moralista reprimido que acaba siendo un ególatra: porque
ya no hace lo bueno por amor al bien, sino porque es esclavo de su propia
imagen y necesita sentirse superior a los demás. Contra ambos, Pablo anuncia
una nueva posibilidad humana, como la gran aportación del mensaje cristiano: un
hombre liberado de sí mismo, de su propio ego y de su afán de reconocimiento,
liberado de nuestra inagotable necesidad de justificación.
De
Pablo podríamos aprender, que nuestra libertad, para ser tal, necesita ser
liberada. Esa liberación es la tarea de nuestra existencia y, según Pablo:
“Cristo nos liberó [de nosotros mismos] para que seamos verdaderamente libres”.
Según
eso, vivimos para aprender a ser libres. Lo cual resulta subversivo en una
sociedad que predica que vivimos para ser felices, y pone nuestra dicha en
consumir más y mejor. Y molestará también a algunos cristianos pseudomodernos
que claman: “Dios me creó para ser feliz”, y acaban creyendo que Dios les creó
para ser consumidores. Ambos deberían recordar que pensadores de gran talla, y
de orientación tan opuesta, como pueden ser Berdiaeff y Nietzsche enseñaban que
el ser humano tiene que elegir entre felicidad y libertad. Si elige la primera
quizá se creerá feliz pero no será más que “un esclavo contento”, cuya vida
carece de sentido. Si elige la libertad, su vida podrá estar sembrada de
disgustos y dificultades, pero será una vida con sentido. Y el sentido es toda
la felicidad a que podemos aspirar en esta tierra cruel, convertida en más
cruel todavía por aquellos que pretenden vivir para ser felices ellos.
Última
observación: cuando Pablo escribe que Cristo nos liberó para que seamos libres,
recoge datos históricos de la vida de Jesús. Estadísticamente las dos palabras
que más se le aplican a Jesús en los evangelios son estas: “entrañas
conmovidas” y “libertad”. Para esta segunda, la lengua griega tiene una palabra
(eksousía) que significa a la vez libertad y autoridad: “la gente se
maravillaba de la autoridad” (o de la libertad) con que hablaba Jesús, “porque
no enseñaba como los escribas y fariseos” (Mc 1,22).
Hoy,
cuando Europa ha renegado de sus raíces griegas (sustituyéndolas por la
pseudoherencia de un supuesto “tío de América”), convendría recobrar esa
identidad entre libertad y autoridad, que es indispensable para nuestra vida
social y política: una libertad auténtica es la fuente de toda autoridad
verdadera; y no hay autoridad más válida que la que brota de una persona
verdaderamente libre. La razón de ello es que, en la meta asintótica de
nuestras vidas, libertad y amor coinciden, como coinciden en Dios.
Aquí
no hemos podido hablar de eso, ni tampoco de que una determinada experiencia de
la belleza como gratuidad (y no como objeto de comercio, de consumo y de
subasta), puede generar una libertad parecida. Ni hemos hablado de los
obstáculos exteriores a nuestra libertad, sino sólo de sus aspectos interiores;
insuficientes sí, pero también decisivos. Los obstáculos exteriores quedan para
otro día.
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