DAVID SMILDE 20 de enero de 2018
@dsmilde
En
2003, entrevistaba a algunas personas que participaban en una protesta en
contra del gobierno en Caracas, Venezuela, cuando una mujer se me acercó y me
colocó en la solapa un “broche de amistad” con las banderas venezolana y
estadounidense entrecruzadas. Luego dio un paso atrás y, medio en broma medio
en serio, me exigió saber por qué Estados Unidos no había invadido Venezuela
para deshacerse del presidente Hugo Chávez como lo había hecho con Manuel
Noriega en Panamá en 1989.
Sin
duda, la idea de que Estados Unidos o alguna otra fuerza militar extranjera
acudieran a salvar a Venezuela se ha discutido abiertamente desde que Chávez
asumió el poder en 1999. Sin embargo, ha ganado prominencia en los meses
recientes conforme el gobierno del presidente Nicolás Maduro ha consolidado su
control y los estragos de sus políticas dictatoriales sobre los venezolanos son
cada vez peores.
Después
de que Antonio Ledezma, un líder de la oposición en el exilio, eludiera el
arresto domiciliario al salir de Venezuela en noviembre, comenzó a pedir, ya no
“ayuda humanitaria” para el país, sino una “intervención humanitaria”.
Y este
mes, Ricardo Hausmann, un economista venezolano en la Universidad de Harvard,
argumentó en un ensayo que la Asamblea Nacional, controlada por la oposición,
debería destituir a Maduro y allanar el camino para la acción militar
extranjera destinada a removerlo. También trazó paralelos a la invasión de 1989
a Panamá y el relativo éxito del que ese país ha gozado desde que Noriega fue
derrocado.
La soledad multitudinaria de García
Márquez
Este
tipo de llamado a la intervención militar extranjera recibió un gran impulso
cuando el presidente Donald Trump declaró en agosto que Estados Unidos tenía
una “alternativa militar” en Venezuela.
Un
ataque militar en contra de Venezuela sería un disparate. Los países de la
región y Estados Unidos aún tienen influencia significativa en el país; es lo
que deberían usar. Deberían presionar a Maduro a través de una implementación
más exhaustiva del régimen de sanciones actual y buscar una solución diplomática
que derive en elecciones legítimas.
La
Venezuela de 2018 no es el Panamá de 1989 e invadirla no sería un ataque
quirúrgico. El Panamá de Noriega solo tenía 15.000 tropas y Estados Unidos
tenía bases militares alrededor de la capital. Además, en Panamá, un país con
menos de tres millones de habitantes en ese momento, un presidente electo
legítimamente esperaba asumir el poder.
Venezuela
tiene 115.000 tropas, tanques y aviones de combate. Es un país de 30 millones
de habitantes, de los cuales un 20 por ciento aún apoya al gobierno de Maduro.
Estos partidarios tienen una ideología —el socialismo antiimperialista— que
sirve para coordinar sus esfuerzos y ayuda a explicar la resiliencia de Maduro.
Así
mismo, los líderes venezolanos se han preparado para una guerra “asimétrica”
desde hace más de una década. Y no hay posibilidad de que los países de la
región participen en un esfuerzo para derrocar a Maduro, Brasil ya lo dejó
claro.
No hay
opciones fáciles para lidiar con esta crisis. Sin embargo, mientras el gobierno
de Maduro tiene la ventaja dentro de Venezuela, hay dos fuerzas que ponen
presión al régimen desde afuera.
En
primer lugar, los países más importantes en el hemisferio occidental —como
Brasil, Colombia, Estados Unidos y la mayor parte de la Unión Europea— no
reconocen a la Asamblea Nacional Constituyente, un cuerpo creado por Maduro
para reescribir la Constitución y ajustar el gobierno a sus necesidades. Los
integrantes de este organismo fueron elegidos en julio, a pesar del boicot
impuesto por la oposición, pero la falta de reconocimiento internacional lo ha
debilitado. En estos últimos cinco meses ha logrado muy poco.
Segundo,
las “sanciones a la deuda”, impuestas por el gobierno de Trump y que prohíben
que los ciudadanos o las instituciones estadounidenses compren o emitan deuda
de Venezuela, han limitado la capacidad del gobierno de Maduro para recaudar
nuevos fondos.
Estos
factores son los que han llevado al gobierno de Maduro a la mesa de
negociaciones en la República Dominicana, donde el gobierno y la oposición se
reunirán de nuevo esta semana luego de varias reuniones previas. El gobierno
quiere que la oposición facilite el levantamiento de las sanciones y promueva
el reconocimiento internacional del gobierno. Esto le da a la oposición una
importante carta de negociación.
Además
de las recientes sanciones económicas, Estados Unidos ha impuesto sanciones
desde hace tres años a funcionarios venezolanos acusados de abusos en contra de
los derechos humanos o corrupción. Canadá, México y la Unión Europea han
adoptado variantes de estas mismas sanciones. La naturaleza cada vez más
multilateral de estas sanciones las hace más efectivas.
Estados
Unidos y sus aliados deben evitar la tentación de ampliar el espectro de las
sanciones. Ensanchar las sanciones económicas para incluir, por ejemplo, un
embargo petrolero haría más daño a la población, que apenas se sostiene. Y esa
ampliación de sanciones enfocadas, que buscan causar una división entre los
sancionados y los no sancionados, anularía el efecto: si casi todos están
sancionados, más bien consolidará la unidad del gobierno de Maduro.
Al
contrario, el gobierno estadounidense y sus aliados deberían profundizar las
sanciones actuales. Apretar los tornillos a los oficiales ya sancionados será
mucho más efectivo que incluir a más funcionarios en la lista. Lograr que aún
más países se sumen a las sanciones existentes también agudizará su efecto.
Los
países que emiten las sanciones también deben tener una campaña de comunicación
más efectiva. Estados Unidos debería dejar en claro que el gobierno de Maduro
podría emitir nuevos instrumentos de deuda si es que reconoce plenamente a la
democráticamente elegida Asamblea Nacional venezolana, y permite que cumpla con
sus funciones constitucionales. Los funcionarios venezolanos deben saber
exactamente cómo y cuándo dejarían de estar sancionados.
Y
quizá más importante aún, Estados Unidos, la Unión Europea y el Grupo de Lima
—una asociación de doce países de América, liderada por Perú y Canadá,
consternada por el deslizamiento de Venezuela hacia la dictadura— deben dejar
claro que no reconocerían los resultados de una elección presidencial en 2018
sin que haya un nuevo Consejo Nacional Electoral (el organismo que supervisa
las elecciones venezolanas) y sin la presencia de observadores internacionales
independientes.
Los
funcionarios del régimen que hayan cometido crímenes tienen que enfrentar la
justicia. Pero jamás van a dejar el poder si creen que serán lanzados a la
turba o extraditados. Debería apoyarse un programa de justicia transicional que
aborde las necesidades de las víctimas al mismo tiempo que promueva el cambio.
Estados
Unidos, la Unión Europea y el Grupo de Lima tienen un papel muy importante que
jugar al enfrentar la crisis venezolana. Pero eso no quiere decir que deben
buscar soluciones militares milagrosas. La política estratégica y una cuidada
diplomacia representan los únicos medios constructivos para cambiar a la atroz
situación de Venezuela.
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