Por Luisa Pernalete
¿Cuántas veces usted ha oído
afirmaciones/quejas/lamentos como estos?: “¡Esto se lo llevó quién lo trajo!
¡No hay nada qué hacer en este país! ¡Aquí todo el mundo es corrupto! ¡Esos son
unos vendidos!”. Agregue usted algunos aliños, que yo no escribo porque esta es
una columna todo usuario y a mí me enseñaron en mi casa y en mi
colegio que se puede hablar fuerte sin eso que antes se llamaban groserías.
Es verdad lo que dijo
Laureano Márquez -en serio-. “El mayor daño ha sido hecho en nuestros
corazones, que se han vuelto incrédulos, desconfiados; que solo ven la maldad y
la traición por todas partes”.
Sí, sembrar desesperanza es
un crimen. Y sigue Laureano: “¡Cómo haremos para volver a creer en nosotros
mismos?” (Los descreídos, 17/01/18) Eso es lo primero: creer en nosotros mismos
y acto seguido en los demás, al menos en otros.
Por eso yo acabo de crear
una nueva asociación, que tendrá carnet y todo: la ACE: “Asociación
de Creyones Empedernidos”, cuya misión será reducir la incredulidad,
fomentar la fe en nosotros mismos, en otros, en el país. Una asociación para
que nos vayamos juntando, contando historias, aunque sean pequeñas, de esas
subterráneas, silenciosas, pero que existen son reales que no son productos de
la ficción, de la imaginación. Son reales, sin efectos especiales.
“Para nada digo que las
cosas están bien: ¡No! ¡Están terribles! Este país es una pesadilla con
películas largas, sin un aviso de The End que podamos ver con
claridad!
Comencemos por hacerle caso
a expertos como Mandela, que decía que “gente buena hay entodas
partes” y eso lo he comprobado yo.
Creo que siempre tuve la
suerte, o la bendición, de pequeña y adolescente, de convivir y conocer mucha
gente buena, buenísima. ¡Mi familia es extraordinaria! Pero también en mi
colegio, también en mi vida profesional, y en mis experiencias como activista
de los DD HH.
Hago mención especial de
cuando fui voluntaria en una fundación para ayudar a niños de la
calle, huelepega, en Maracaibo -en los años 90-. En el grupo que conocí
había dos jóvenes que habían matado a alguien. Todos eran difíciles, no voy a
decir que eran ángeles, pero entre ellos descubrí que había bondad, a veces a
flor de piel y a veces en lo profundo. Otro experto, San Juan Bosco, que
trabajó en el siglo XIX con lo que hoy llamaríamos “niños en situación de
calle”, decía que esos muchachos también tenían ternura en su corazón, solo
había que buscar la brecha para llegar a ellos. Lo sé, por experiencia propia.
Pero vayamos a la Venezuela
2018. ¿Tiene futuro este país? ¿Hay gente buena por ahí sin avisos luminosos
que permita identificarlos?
¡SI! Lo sé, Lean -y
disculpen la publicidad- mi artículo en la última revista SIC, número
extraordinario. En ese artículo Narrativas de esperanza hay tres
relatos que te reconcilian con el venezolano: uno de una escuela de Nueva
Esparta, otro de una ONG de Caracas que trabaja con un hospital de niños, y el
otro de Barquisimeto, una alianza entre Fe y Alegría y Esperanza Activa que
genera experiencias conmovedoras. Lea esas páginas y dígame si usted no va a
solicitar su carnet de la ACE.
Termino con dos anécdotas
recientes de Maracaibo. Esa que ha dado tanto y está tan golpeada. Pasé
una semana a principios de este año en el municipio San Francisco. Estaba
espantada de lo mal que está: el drama del efectivo, el transporte escaso y
envejecido, los relatos de las penurias para los alimentos, la basura, me urgía
sacar unas fotocopias. No quería desprenderme de mi valioso efectivo, así que
caminaba para ahorrar pasajes, y no encontraba un local con punto. En eso vi un
avisito: “Hay punto. Pero ese día estaba caída la plataforma en todo el
sector. ¡Casi lloraba! Entonces la chica me dijo, “señora, tenga sus
fotocopias, usted me transfiere. Lo dejo a su conciencia”. ¡Casi la beso! Ella
no me conocía, le dije que viajaba al día siguiente. Confío en mí, me alegró el
día. Ni me pidió el número de teléfono. Sólo confió, creyó.
Ya al atardecer de ese
grandioso día, iba en un carrito de esos que por poco te dejan la puerta en la
mano, y una señora hizo señales al chofer, tenía rostro de angustia: “¡Lléveme
por favor al ambulatorio del Silencio, mi hijo se está asfixiando y debo
llevarlo a la emergencia!”. Era un chico de unos 6 o 7 años. El chofer
rápidamente le dejó montarse. Los llevó, preguntó por la emergencia, ¡No
le cobró a la señora! Lo hizo de pana y él vive de eso. ¿Qué tal?
Recoja usted sus historias.
Yo esa noche dormí mejor. Por eso fundé la “ACE”. Si quiere formar parte de
ella me avisa. Tengo historias para un libro.
19-01-18
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