Por Carolina Gómez Ávila
En las horas que pasarán
entre el momento en que escribo estas líneas y sean publicadas, sospecho que
ocurrirán más desmanes y reacciones que cambiarán el escenario sobre el que
suelo opinar. Por eso, esta vez, en vez de reflexionar sobre los
acontecimientos prefiero hacerlo sobre las herramientas para analizarlos, tomar
partido y actuar en consecuencia.
Noto que están naciendo
secuestrados -y a gusto- por fuentes de información engañosas, los análisis
fundamentados en interpretaciones en vez de en “data dura”. Esta data está al
alcance de muy pocos y las conclusiones venidas de quienes la tienen a mano
-que no sabemos si han sido honestos o competentes- decidirán por usted.
Sabiendo esto, no es sensato defender al intérprete si no dispone del texto.
De ello, la indebida posición
de dominio que están teniendo las conjeturas. Aumentan los análisis a partir de
datos insuficientes e indicios imaginados. Por eso el debate se apaga ante
silencios selectivos, relativizaciones interesadas o justificaciones de
individuos y medios. El resultado: asesorías catastróficas.
Quienes puedan superar estas
pruebas con honor, se enfrentarán a otras más importantes: los errores lógicos.
Cuando son conscientes, se les llama sofismas; cuando son inintencionados,
paralogismos. Cualquiera de ellos, usado como argumento, nos llevará a
equivocarnos.
No me detendré en los
sofismas porque todos tenemos vasta experiencia; pero me gustaría hacerlo en
los paralogismos, que reconocemos poco. La lista es enorme y abundan los libros
que los recogen y estudian. El más común se da cuando debatimos sobre un tema
que creemos conocer bien; confiar demasiado en lo que damos por sabido, con
frecuencia nos lleva a conclusiones erradas.
Ahora veamos este otro:
¿Notó que el miedo a perder algo le hace actuar más de prisa que el deseo de
ganar la misma cosa? Nos pasa a todos y se manifiesta llamativamente si la cosa
es el poder, al que se llega -y sólo se puede sostener- gracias a una pulsión,
una fuerza inconsciente, un impulso incontrolable.
Creo que desestimamos que la
vulnerabilidad del poderoso es proporcional al poder que detenta. Invertida
toda su energía en obtenerlo, acumularlo y ejercerlo, la amenaza de perderlo
equivale al riesgo de desintegrase. Esto supone un gran apremio; de esa
precipitación vendrá la conclusión errada y de allí, el acto fallido.
Este paralogismo ha sido muy
estudiado. Es conveniente que sepamos que es predecible y que se puede inducir.
Pero quienes lo pueden anticipar -y provocar- nunca son quienes están en
relación directa con él, porque estos están movidos por otras dinámicas que les
hacen cometer otros paralogismos. Como el de la ilusión del pronóstico, por
ejemplo.
John Kenneth Galbraith fue
un brillante economista, pero siempre se me antojó que era mejor como filósofo
de la materia. “La única función de las previsiones económicas es hacer que la
astrología parezca una ciencia respetable” dijo, mostrando clara conciencia de
los paralogismos. “A la hora de elegir entre cambiar de idea y demostrar que no
es necesario hacerlo, la mayoría de la gente se interesa más en demostrarlo”, y
con ello hacía pedagogía alrededor del sesgo de confirmación, paralogismo
clásico.
Pues fue el mismo Galbraith
quien dijo que el poder no es algo que se puede asumir o descartar cuando uno
quiera, como la ropa interior. Y este es el dato que pienso que no logran ver
nuestros líderes demócratas, víctimas -igual que el Gobierno- del paralogismo
según el cual se actúa más rápido por el miedo a perder el poder que por el
deseo de ganarlo.
27-01-18
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