Por Daniel Fermín
No hay un único concepto de
“democracia”. Si bien es común su asociación con “el gobierno del pueblo”, lo
que eso significa es fuente de creciente debate en el mundo de hoy. En ese
sentido, la democracia liberal, una vez pensada como el destino final de las
ideas y movimientos democráticos tras la caída del muro de Berlín, aparece hoy
como apenas una de varias formas de organizar y administrar lo que llamamos
democracia.
Otros modelos aseguran ser
democracias “auténticas” o “reales”, en contraste con la propuesta clásica,
liberal. Para muchas de estas concepciones alternativas, los límites que la
democracia liberal coloca sobre sí misma más allá de la dinámica electoral que
determina quién tiene la mayoría (separación de poderes, estado de derecho,
protección de derechos básicos) constituyen en realidad obstáculos para la
democracia real, una que asegura moverse de manera rápida y efectiva, sorteando
trabas burocráticas y controles “innecesarios”.
Los regímenes y líderes que
apoyan esta línea de pensamiento han creado términos como “democracia soberana”
y “democracia participativa”, como maneras de diferenciarse claramente del
modelo Occidental de democracia liberal, y también como una manera de
defenderse de acusaciones que los tildan de antidemocráticos por no adherirse a
este modelo.
Aquí entra la democracia
iliberal, un perturbador fenómeno emergente en la comunidad internacional. A
partir de la rabia como fenómeno político y de las fallas reales y percibidas
de la democracia liberal, la democracia iliberal se refiere a regímenes que,
electos democráticamente, ignoran rutinariamente los límites constitucionales
sobre su poder y privan a sus ciudadanos de las libertades y los derechos
básicos. En estos regímenes existe una mezcla de elementos democráticos con un
grado sustancial de iliberalismo, que se caracteriza por el debilitamiento de
las libertades individuales, la propiedad privada y la separación de poderes.
No todos están de acuerdo
con el concepto. Quienes rechazan la democracia iliberal como una contradicción
de términos prefieren llamar a este tipo de gobiernos “autoritarismos
populistas” y afirman que “todas las democracias son liberales”, sintiendo
desconfianza por la “democracia con adjetivos”. Sin embargo, el concepto de
democracia iliberal puede ser útil en tres sentidos: En primer lugar, como una
forma de legitimación; en segundo lugar, como un concepto científico social que
registra una aspiración o proyecto político; y, en tercer lugar, como un
compromiso normativo.
Un asunto muy importante que
se desprende de lo anterior es la relación entre democracia y libertad.
Mientras que la democracia está ciertamente entrelazada con otros aspectos de
la vida social, como el desempeño económico, su relación con la libertad puede
ser compleja y en muchos casos determina el “adjetivo” del régimen democrático.
Es en este sentido que algunos autores han escrito sobre el liberalismo
constitucional como salvaguarda de la democracia liberal. De acuerdo a este
planteamiento, el liberalismo constitucional aspira a proteger la autonomía y
dignidad del individuo de la coerción, venga de donde venga. Paradójicamente,
la fuente de esa coerción puede, en ocasiones, ser la “democracia”. Esto tiene
implicaciones prácticas, por ejemplo, para la política exterior. Mientras que
los países Occidentales se enfocan a menudo en promover elecciones en países en
proceso de democratización, algunos proponen que estos países estarían mejor
estableciendo un sistema constitucional que ofrezca un sistema de controles y
equilibrios que sirva como marco para el desarrollo democrático. La clave aquí
está en la limitación del poder, más allá de la realización de elecciones.
Sin embargo, cualquier
arreglo institucional con miras a limitar y controlar al poder no puede
asumirse con una postura prêt-à-porter, como demuestran estudios
cuantitativos. En su lugar, un marco que pretenda establecerse en una sociedad
debe considerar el contexto político, económico y social de esa sociedad si
quiere tener éxito en su tarea, y en la tarea de proveer a la democracia
liberal de mayor estabilidad. Del mismo modo, más allá del desempeño económico,
el tipo de régimen (presidencial o parlamentario) y el grado de centralización
afectan directamente la estabilidad y la salud del sistema democrático.
Aunque la democracia tiene
hoy sobrados críticos, la proliferación de etiquetas como “democracia
participativa”, “democracia real” o “democracia soberana” demuestra que el
término democracia es aún tenido en alta estima por distintos tipos de
regímenes y líderes políticos. Son pocos los países que no ofrecen al menos una
simulación ritualista de elecciones y hasta los más brutales tiranos
reivindican en su discurso el derecho del pueblo a gobernar, es decir, a
participar de las decisiones públicas.
El iliberalismo no es una
plataforma ideológica, sino una tecnología, una metodología para acceder al
poder y para conservar el poder sin amarras. La naturaleza trans-ideológica del
iliberalismo como proyecto autoritario se evidencia al observar cómo va unas
veces de visos conservadores y otras en nombre de la izquierda. Así, la
ideología se ve reducida a una especie de barniz discursivo de unos regímenes
que no están motivados por lo ideológico, sino que aplican lo ideológico para
justificarse en momentos concretos.
Son muchos los retos para la
democracia, dada la emergencia del iliberalismo. Uno de ellos es la necesidad
de encarar este fenómeno por lo que es, por lo que dice ser, y por lo que no
es, entendiendo que se trata de un modelo que se dice democrático sin serlo,
por el hecho de apelar a procedimientos propios de la democracia, pero que
tampoco encaja en las definiciones que tradicionalmente tenemos de “dictadura”,
“autoritarismo” o “totalitarismo”, a la vez que no es un simple “punto medio”
entre una cosa y la otra. Analizar la democracia iliberal nos permite entender
sus postulados, valores, técnicas compartidas, sus rasgos comunes, así como sus
amenazas para la democracia, la libertad y la igualdad.
Del creciente desencanto con
el desempeño democrático y la crisis mundial de la democracia que han permitido
el ascenso de propuestas iliberales surgen también muchas preguntas ¿Se está
reduciendo la democracia a la superficialidad de la mercadotecnia política?
¿Puede la democracia pluralista sobreponerse a los embotellamientos de
la vetocracia y la polarización, que la hacen parecer lenta e
ineficiente, afectando su valoración social y sus niveles de satisfacción entre
el público? ¿Cómo pueden rescatarse la libertad y la igualdad de la pila de lo
dado por sentado como valores centrales de la democracia en medio de esta
creciente insatisfacción, de modo que no aparezcan como secundarios frente al
desempeño económico o a la dinámica plebiscitaria? ¿Existe la necesidad de
proteger a la libertad incluso de la democracia? ¿Cuáles son los límites de la
soberanía, especialmente en relación a los Derechos Humanos y las libertades
civiles? Y, quizás sobre todas estas cosas, ¿Cómo puede la democracia encarar
la necesidad de democratizarse constantemente, especialmente en un mundo en el
que muchos países luchan aún por las formas más básicas de democracia? Como
hemos aprendido dolorosamente en muchos países, y como lo evidencia el
desempeño de las democracias “iliberales” y de demás adjetivos, la democracia
va mucho más allá de una concepción minimalistamente electoral.
23-01-18
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