Por Alberto Arteaga Sánchez
Con profundo dolor es
necesario registrar y no archivar en la gaveta del olvido un hecho de extrema
gravedad que nos llena de indignación, angustia y zozobra, en un país
estremecido por la violencia y la muerte, como es la masacre de un grupo de
venezolanos, víctimas de la más primitiva venganza, que nos retrotrae a una
época incluso anterior a la ley del talión.
No quiero especular sobre lo
ocurrido, con la particularidad de grabaciones o videos en tiempo real que
dejaron plasmadas en imágenes las secuencias de un filme de terror, con
correspondencia en la realidad, aunque será tarea compleja, requerida de
conocimientos científicos y criminalísticos altamente especializados, ya que
fue prácticamente destruido el lugar del suceso y alteradas o borradas las
evidencias físicas para no dejar huella de la ejecución o pena de muerte de
hecho y así darle forma a la tesis oficial de un supuesto enfrentamiento, sin
que los órganos garantes de los derechos ciudadanos y de le legalidad, como los
sedicentes encargados de la Fiscalía General de la República y de la Defensoría
del Pueblo, hayan emitido comunicado alguno, ni siquiera para anunciar, como
práctica de rutina, el inicio de una investigación exhaustiva que, por
supuesto, nunca se llevará a cabo en un país sin justicia, sin derecho y sin
asomo alguno de legalidad.
Sin dar por demostrada
hipótesis alguna, por carecer en el momento de los elementos de convicción
requeridos que pueden hablar por sí mismos, se impone aclarar, con el peso de
la sencillez y contundencia de las verdades más elementales, que en Venezuela
no hay pena de muerte y que ninguna autoridad puede aplicarla, y que el manido
alegato de la resistencia a la autoridad o el recurso a la tesis del
enfrentamiento, en manera alguna justifica, sin más, acciones con el uso de
armas con capacidad y efecto letal.
Aun si se demostrase que los
abatidos estaban armados y dispararon contra los cuerpos de seguridad, ello no
justifica ni autoriza el empleo de armas de guerra ni los disparos a matar, ni
mucho menos que, habiéndose rendido, se haya ocasionado su muerte en acto de
venganza, ajusticiamiento o pena de muerte de hecho, bajo el lema inaceptable y
criminal de la captura “vivo o muerto”.
La masacre de El Junquito es
uno de los hechos más graves ocurridos en los últimos tiempos, con la especial
calificación de la exaltación y apología abierta o velada de los señalados como
autores o partícipes en el horrendo crimen y la degradación pública de las
víctimas que constituían el objetivo del operativo, OLP selectivo, marcado con
el signo de la presunta rebelión contra el poder público.
Nadie puede disponer de la
vida de otro ser; la dignidad humana debe ser resguardada o preservada; los
muertos merecen ser respetados, sus familiares tienen derecho de conocer las
circunstancias de su muerte y sus cuerpos le deben ser entregados para darles
sepultura con el auxilio y el consuelo de su creencias religiosas y la compañía
de sus seres queridos y amigos.
Por lo demás, estos hechos
deplorables y condenables, deben ser conocidos por la jurisdicción ordinaria y
no militar, siendo así que se trata de delitos comunes y hay civiles
concernidos.
En definitiva, la sociedad
venezolana, en aras de la defensa de sus valores, sentimientos y derechos,
sencillamente, clama por justicia: la humana y la divina.
aas@arteagasanchez.com
29-01-18
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