Por Elías Pino Iturrieta
El 23 de enero de 1958 se
debe considerar como un suceso de gran trascendencia: cayó la dictadura militar
de Pérez Jiménez y empezó una nueva época de la historia contemporánea. Sin
embargo, no se advierte en su recorrido la epopeya colectiva que el futuro
fabricó. No hubo tal epopeya, sino un fenómeno movido por un elenco limitado de
protagonistas. La posteridad ha sido excesiva en la reconstrucción del hecho,
quizá por las limitaciones de las obras llevadas a cabo por las generaciones
posteriores, que necesitaban una equiparación artificial. Ahora, después de
sesenta años, puede ser ocasión para juicios más equilibrados.
Poner las cosas en su lugar
obliga a acertar en la identificación de los actores fundamentales: los
militares de la época. Fueron ellos los que presionaron al dictador para que
echara del país a dos figuras cercanas que provocaban general repulsa: Laureano
Vallenilla y Pedro Estrada. Fueron ellos los que intentaron un primer golpe
armado, infructuoso, pero capaz de descubrir la fragilidad de un régimen que
parecía robusto. Fueron ellos los que provocaron cambios en el alto mando y en
el equipo ministerial, capaces de animar reacciones en la base de una pirámide
cuyos miembros se caracterizaban por la pasividad. Por último, fueron ellos los
primeros reemplazantes del equipo derrotado, como si se desarrollara ante los
ojos de la sociedad la existencia de un perezjimenismo bueno que se libraba del
perezjimenismo malo.
Pero ¿y la resistencia
contra la dictadura, luchando durante casi una década? Los admirables
activistas de la resistencia fueron muy pocos, apenas un millar de venezolanos
heroicos capaces de ofrecer el testimonio de su sacrificio, pero vistos por la
colectividad como gente peligrosa que no merecía acompañamientos masivos. Nos
veían como apestados, aseguraron más tarde muchos de esos combatientes. ¿Y la
Iglesia católica? Un documento aislado del arzobispo de Caracas, unos pocos sacerdotes
conspirando en sus parroquias y la actitud levantisca de los estudiantes de la
UCAB, cercanos todos a las postrimerías de la autocracia, son pocas golondrinas
para hacer verano. Una jerarquía que había apoyado a un régimen que se exhibía
como coromotano no podía hacer una maroma sin la protección de la red. ¿Y la
Junta Patriótica? Estamos ante un símbolo extraordinario, frente al resumen de
un anhelo de libertad, a la vista de la flama sinuosa de una candela renuente
en la mayoría de los espacios del mapa, pero no impresionados por la existencia
de una dirección que determinara la realización de hechos concretos. Esos
hechos hacían fila en el patio del cuartel.
La participación colectiva,
las movilizaciones de los estudiantes en universidades y liceos, las algaradas
en los sectores populares, especialmente en Caracas; los manifiestos públicos,
el sonar de las cornetas en las avenidas y de las campanas en las torres, la
cascada de manifestaciones callejeras, fueron un hecho semanal, o tal vez
quincenal, posterior al Año Nuevo, y la dictadura se desplomó con sus mediocres
cabecillas. Una reacción tan breve, sin la asistencia de grandes mayorías, fue
importante, pero no capital. Acompañó a los oficiales descontentos y animó a
descubrir las simpatías partidistas que estaban en un escaparate de diez años,
la efímera presencia de un pueblo al que después se le dio el puesto que en su
momento no ocupó.
Lo realmente trascendental
ocurrió después, cuando se limpió de perezjimenistas la primera junta y cuando
los partidos, con su militancia ya despierta y con sus líderes actuando sin
trabas, forjaron una sensibilidad unitaria, nacida en el seno de la Junta
Patriótica, que logró la restauración de la democracia, el triunfo sobre nuevos
militarismos y, en especial, la búsqueda de un republicanismo perdido en los
rincones de la historia. De allí la entidad del golpe ocurrido hace sesenta
años, cuando el “bravo pueblo” se hizo de rogar para animarlo, pese a que
después lo inflamos y celebramos. Si las sociedades no tienen pergaminos, se
los inventan.
21-01-18
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