Rafael Marrón G. 22 de febrero de 2018
El
amplio espacio que ocupaba una empresa comercializadora de equipos de
computación y otros artilugios de alta tecnología digital, símbolo de la Ciudad
pujante que teníamos, alberga hoy una harapienta venta de verduras, entre malos
olores y suciedad, rodeado de indigentes y mal vivientes drogados que comen de
los desperdicios despreciados por los encargados de botar la basura. Situado en
Alta Vista, zona privilegiada de Puerto Ordaz, es una vitrina cáustica de
nuestra miseria que hace colas de varias horas para cancelar las pocas
verduras, yuca, auyama, ocumo, que pueden permitirse la pérdida del poder
adquisitivo de salarios y pensiones que deambulan por los pasillos, mostrando
su flacura, con dos cambures en las manos, porque no pueden permitirse el lujo
de comprar las bolsas plásticas que a su disposición coloca la codicia. Los
miro llegar a la caja y comenzar el calvario de sacar de la compra rubros
imprescindibles, que su esperanza había seleccionado, por no tener dinero
suficiente para pagarlos. Presencié la tristeza de una joven trigueña, en cuya
espalda coqueta o descuidadamente descubierta, afloraba la columna vertebral,
que llevaba media docena de duraznos adicionales y tuvo que devolverlos con una
cierta angustia lastimera en la decisión de privarse del pequeño placer que le
depararía la fruta. Cómo me hubiera gustado poder pagarle ese capricho, pero yo
también formo parte de la angustia. Esa operación de reversar lo marcado en el sistema,
lentifica la interminable cola que practica la deplorable paciencia que ni Job
fue capaz de soportar. La miseria que se respira es agravada por los abusadores
agentes de seguridad que esculcan las bolsas de los maltratados compradores,
obligados a sufrir esta humillación adicional, luego del trato inhumano
dispensado, para chequear que el contenido coincida con la factura pagada. No
vaya a ser que la cajera no haya advertido una papa o algún tomate podrido. Es
decir, que para estos comerciantes sus cajeras mal pagadas y abusadas hasta el
exhausto, son ladronas o cómplices de ladrones, tal su proyección psicológica.
Siento asco ante tanta miseria crematística cebada sobre gente pobre, porque ya
es muy raro ver en ese mercado los otrora compradores de la clase media de sus
inicios. Solo personas de la tercera edad o de extracción popular. Es la
simbología del quiebre moral. Nadie reclama. Hay una espesa tranquilidad
sedienta y sudorosa. Cuando mucho rompe el silencio agobiante un “esta cola no se mueve” que denota cierto
destello de desesperación. Esperanza de rebeldía. Como un aleteo moribundo.
Pero es la resignación lo que marca la pauta. “Esto no es nada. Yo pasé ayer
dos horas en la cola”. El proceso de adaptación a la indignidad es bíblico. Las
dos cebollas más baratas bien valen tirar por la borda una vida contestataria.
Uno de los logros del comunismo es que el individuo acepte la miseria como
inevitable. “Si nos quitan esta feria dónde compraremos. Cada vez hay mayor
escasez de negocios para abastecerse de comida, por eso no critico, ni opino ni
respiro fuerte”. Nos vamos
acostumbrando. Nos sacudimos lo superfluo: orgullo, prestancia, dignidad. Para
estirar los realitos. Bajamos la cabeza ante la altanería que nos puede impedir
el mendrugo y permitimos que nuestra miserable compra quede expuesta al
vejamen: cuatro papas, una zanahoria, una cebolla, un trocito de auyama, una
ramita de perejil. Las cestas o “carritos” con cuatro o cinco artículos – mi´ja llevamos de todo – dos zanahorias
pequeñas, un pepino, una rodaja de patilla que habrá que dejar en la cesta
seguramente, plasman la realidad venezolana con toda su crudeza: el poder
existe en la sumisión por la supervivencia – “¡Por Dios seamos más tolerantes
ante la realidad que sufrimos!”. O sea. Doblemos la cerviz y a tolerar.
La tercera edad en Venezuela está huérfana
de atención
Recibo
la llamada de un viejo amigo que se recupera de una costosa operación del
corazón: “¿qué te parece hermano?, la ciencia me salva la vida para perderla
por hambre y falta de medicinas en manos de Maduro. Me estaba resolviendo con
sopas de hueso rojo, pero ahora están a 60 % de la pensión por kilo”. Es un
veterano del periodismo gráfico con 85 años bien llevados. Y así, veo pasar a
otro amigo periodista, que ocupó destacada posición en el escenario social.
Arrastra los pies mal calzados con sandalias descosidas. La espalda encorvada y
la mirada perdida en el piso. Es un fantasma enflaquecido en el cual no se
advierte ni la sombra de quien fuera,
consecuencia del hambre impuesta por la maldad. Ambos reflejan la dolorosa
situación que afrontan los jubilados, condenados a morir de hambre porque sus
hijos no pueden ayudarlos, a ellos tampoco les alcanza lo ganado para cubrir
las necesidades de sus familias. Comienzan a estorbar y la muerte es su única
salida. Y hasta se lo dicen con cruel claridad: – Mejor vete muriendo que ya
eres un gasto innecesario. Sobrecoge esta verdad. Los ancianos consumen
calorías que los jóvenes necesitan. Pronto nos enteraremos de padres y abuelos
abandonados a su suerte para que la muerte se apiade de ellos en las calles,
mientras en Suecia el gobierno les asigna un sueldo para que cuiden a sus
nietos. Ya los niños están muriendo o los están abandonando en orfanatos porque
sus padres no pueden alimentarlos: “una
madre abandonó a su hija en una estación de El metro con una bolsa de ropa y
una nota regándole a alguien que le diera de comer”. Esta es la consecuencia de
la estupidez emocional que votó por Chávez, a pesar de toda la evidencia en
contra. Porque la culpa es de Chávez. No hay a quién pedir ayuda. Solicitar a
los sindicatos y colegios profesionales que se preocupen por sus jubilados es
inútil. Ellos también están braceando para subsistir, en esto convirtió el
chavismo a Venezuela. En un pueblo cuya única aspiración es comer algo para no
morir, por lo menos hoy. Al desabastecimiento y la hiperinflación se une la pútrida corrupción natural del
chavismo. No existe suficiente maldición
para estos pomposos traidores a la patria, que es la gente, que no son
ineficientes, son criminales.
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