Por Claudio Nazoa
Los venezolanos atravesamos
por muchas vicisitudes, sin embargo, lo que a continuación narraré no es para
evadir, es para colaborar con la salud mental de quienes hacen el favor de
leerme.
I
Hace miles de años, el grupo
Menudo estaba de gira por Venezuela. Sus integrantes tendrían 15 años, casi la misma
edad que yo tenía en ese momento…creo.
Fui contratado para
presentar al grupo en lo que, en aquel entonces y antes de que estos bichos lo
destrozaran, era el gran salón del Hotel Caracas Hilton.
El día del show, los Menudos
y yo esperábamos en el camerino. Por casualidad me senté al lado de uno de los
integrantes, quien con el transcurrir de los años se haría muy famoso: Ricky
Martin. Él y sus compañeros tenían la adrenalina a millón y en son de burla,
para ponerme nervioso, Ricky me advirtió que el público siempre abuchea a los
presentadores. Mientras, un ejército de quinceañeras enloquecidas golpeaban la
puerta con tanta violencia que lograron abrirla. Al borde de la histeria, las
jovencitas entregaron sus libretas de autógrafos a los muchachos. Ricky Martin
firmó una y luego me la pasó. El grupo de carricitas, totalmente trastornadas,
gritaron:
—¡A él no…! ¡A él no…! que
las echa a perder…
Los Menudos me dieron una
lección de ubicación: es mejor trabajar con gente mayor que con menudos.
II
La empresa Polar,
anualmente, organizaba una gran fiesta para sus camioneros como celebración del
fin de año. Era un bonche arrechísimo con gaitas, bailes e invitados
especiales. Hace muchos años, a Laureano Márquez y a mí nos contrataron para
animar ese evento.
El día de la fiesta
esperábamos en una oficina a que llegara nuestro turno para actuar. Allí
compartimos con un señor muy simpático, quien nos contó que manejaba un camión
y distribuía cervezas en Petare.
Afuera, la gente,
impaciente, tocaba la puerta con insistencia y pedían que la abrieran. El señor
comentó que ser famoso debía ser una ladilla. Laureano y yo le dijimos que sí,
pero que eso era parte de la fama.
Mientras nuestro nuevo amigo
nos echaba cuentos sobre cómo era la vida de un camionero de la Polar, afuera,
la presión seguía.
—Deberían atenderlos
–insistió él.
Accedimos. La multitud casi
nos aplasta pero no repararon en nosotros. Nos apartaron para abrazar y tomarse
fotos con el camionero.
Resulta que el camionero era
¡Andrés Galarraga!, a quien los dos ignorantes engreídos no habíamos
reconocido.
Galarraga, ese día, nos dio
una lección de humildad.
26-02-18
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