Por Tadeo Arrieche Franco
Durante los últimos años,
los actores políticos se han ocupado discursivamente de la noticia
imprevista e inmediata, dejando poca evidencia de los aspectos que el país
requiere cambiar para comenzar un nuevo camino.
El impulso de un
nuevo texto constitucional en 1999 generó ciertas expectativas en la
sociedad venezolana al intentar modificaciones en los aspectos político,
económico y social, sin embargo, transcurridos más 18 de años de la aprobación
de la Constitución el resultado es la ruptura del entramado social.
Un tejido invisible de
relaciones entre las personas que conviven en una sociedad, con roles y
tareas diferentes de acuerdo a las necesidades propias y del entorno y cuya
satisfacción se logra de manera libre y flexible, constituye el denominado
entramado social.
Cuando
el Estado interviene de manera excesiva en ese cúmulo de relaciones
originalmente libres o cuando su rol es absolutamente débil para garantizar
elementos básicos para el ser humano, ese entramado social se trastoca y eso se
esparce por toda la sociedad hasta romper aspectos básicos de
la convivencia.
La violencia que
vive la sociedad venezolana tiene varios matices, teniendo poco alcance cualquier
política pública que se agote en la prevención y la represión, no solo
porque no ataca el problema de fondo sino motivado adicionalmente que quien
previene y reprime tiene las debilidades propias de la sociedad en crisis.
La ruptura del entramado social
se vuelve más grave cuando la violencia escala a otros niveles, influyendo en
la independencia de las personas y en la violación de los derechos de otros.
La crisis
económica que atraviesan los venezolanos los ha sometido a supuestos
esquemas de protección social creados por el gobierno, que van desde
el forzado desconocimiento de los derechos de propiedad de los
comerciantes sobre sus mercancías para que las personas las adquieran a precios
por debajo de los costos de fabricación o adquisición, hasta el otorgamiento de
eventuales beneficios sociales vinculados al típico “clientelismo” político.
A ese esquema podemos
agregar la constante vista en nuestras ciudades, donde personas hurgan en las
bolsas de basura para tratar de ingerir alimentos o participan en una riña
colectiva para obtener un producto de consumo esencial para su familia.
Es así como la violencia ya
no solo tiene una vertiente en el incremento de la delincuencia que
atenta contra los personas, sino que ahora se suma la violencia socio-económica
impuesta por la omisión de políticas públicas que permitan a las
personas satisfacer sus necesidades por sí mismas.
Ese trauma en la convivencia
social era previsible al observar que durante los últimos años se disolvió el
vínculo entre educación, trabajo y productividad, al no concebirse su
mezcla como un mecanismo de ascenso social, siendo sustituido por un supuesto
esquema de seguridad social y de controles económicos, que terminaron por
profundizar una palmaria desigualdad social en medio de discursos de lucha
de clase y desconocimiento de valores democráticos.
Ante esa circunstancia, la
prioridad de la clase política, adicional al cambio en los factores que ejercen
el poder, debe ser constituirse en un liderazgo civil positivo que dirija la
reconstrucción del entramado social a través del apoyo sustancial a
la familia y la escuela, como escenarios de fortalecimiento de
la interacción entre las personas donde se recuperen códigos de convivencia
social.
Tal apoyo implica
reivindicar la libertad como derecho y como modo de vida en todas sus aristas,
evitando las dependencias y las subvenciones innecesarias por parte
de un Estado que bajo ese perfil genera más conflictos que soluciones,
limitando la capacidad de desarrollo de la sociedad mediante la frustración del
talento de sus miembros.
Como sociedad tenemos la
necesidad de reinventarnos en libertad.
Foto: Horacio
Siciliano @hsiciliano
20-02-18
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