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Hace varios meses atrás estuve en un evento en San Blas, Petare. Se estaba pintando un mural con jóvenes y niños. De pronto, por distintas vías, fueron apareciendo personas de todas las edades con bolsas de basura y se posaron frente al mural en proceso. Extrañamente no las amontonaron en algún rincón. Ni siquiera llegaron a tocar el piso. Pasaron largos cinco minutos en esta actitud, entre la observación y la espera. Parecía la escena de alguna película de realismo italiano. Entonces llegó el camión del aseo y se fueron acercando por grupos. Con celeridad y cuidado depositaron bolsas y cajas. Una vez el camión continuó su ruta, la gente se dispersó. La artífice de esa singular coreografía, producto de varios años de tenaz esfuerzo, se llama Katiuska Camargo.
Hija de Enma Camargo y Miguel Matos, creció parte de su niñez en San Blas. Estudió tres años en Colombia para luego regresar a Caracas. Estuvo internada en un colegio de monjas en Guarenas donde dice haber recibido formación en valores: solidaridad, amor al prójimo, trabajo en equipo. Allí aprendió a tocar instrumentos musicales y se acercó al teatro. Podía subir a su casa cada quince días.
Ya definitivamente en Caracas estudió en el liceo que está en su barrio, el Simón Bolívar. Se enamoró a los quince y a los diecisiete, con el amor de su vida, tuvo a Génesis, su hija que ya suma 23 años. Su embarazo la obligó a dejar los estudios porque “para esa época no era tan fácil estudiar estando embarazada”. Pospuso sus estudios unos años, hasta que logró retomarlos. Se formó con un plan de Chevron de Venezuela y British Petroleum, a finales de los 90, como asistente administrativo. “Tuve la dicha de que mi acto de graduación, luego de dos años y medio, fuese en La Estancia, ese lugar tan maravilloso”.
Katiuska es activista del movimiento Democracia, Sociedad y Desarrollo Venezuela desde mayo del 2017. Desde entonces se ha ido conectando con diversas experiencias de organización y acción social, entre ellas Haciendo Ciudad, con la que ha participado en la elaboración de diversos murales, dentro y fuera de Petare, sobre todo buscando transformar espacios con la participación de la gente.
—¿Desde cuándo haces activismo comunitario?
—Después de haber sido víctima de la represión policial, y de ver tantas cosas graves durante las protestas del 2017, decidí participar de manera más contundente, porque ya tenía tiempo participando como líder comunitario en el barrio San Blas.
Desde pequeña, siempre he estado pendiente de los espacios públicos. De hecho, a los 20 años comencé a apoyar a un consejo comunal, aunque no me gustaba esa figura. Yo pensaba que el trabajo organizado podía traer cosas positivas. Comencé, sin ser miembro de ese consejo, a realizar jornadas de limpieza, jornadas para niños y ancianos, en festividades, carnavales, días de la madre. Nada de eso se celebraba ahí.
—Dices que tu graduación fue en La Estancia, un jardín maravilloso que uno quisiera se reprodujera, aunque fuese en pequeña escala, por muchos lugares de la ciudad. San Blas tiene una vista espectacular, un paisaje que permite ver hasta las zonas de El Hatillo. ¿Se pueden lograr espacios así en Petare?
—La Estancia es uno de los lugares que más me gustan de Caracas. Mi mamá tuvo la suerte de que dos de sus hijos tuviésemos allí nuestro acto de grado. Mi hermano mayor se graduó de una escuela de carpinteros/ebanistas de la Colonia Tovar, que fue fundada por alemanes. Estar en ese lugar fue bellísimo. Siempre he pensado que lugares así, llenos de tanto verdor, tan limpios, son un ejemplo, y me he preguntado por qué en los barrios, a los que les hace falta tanto verde, no tenemos espacios como este.
Hay muchos terrenos baldíos que podrían utilizarse. Inclusive, hay casas mal elaboradas, que están en riesgo, que se podrían sustituir para crear espacios para el bien común. Espacios recreativos para la comunidad. No solo en Petare, sino en todos los barrios de Caracas, hay espacios que pueden convertirse en espacios verdes. Pero tomando en cuenta que los terrenos planos suelen estar copados, estaría bien apostar también a los jardines verticales.
—A pesar de que en los barrios buena parte del verde desapareció, todavía quedan parches y laderas con vegetación, que deberían protegerse, o buscar la forma de interconectarlos. ¿Lo ves viable?
—En el sector La Machaca, que está antes de San Blas, hay una colina en la que en algún momento pensaron en construir un espacio comunitario, pero fue tomado por guardias. Yo allí me imagino un parque donde los niños jueguen, donde los adultos puedan ir a reunirse con los amigos, tomarse un café y observar el paisaje maravilloso que la bordea, que es bellísimo. Un lugar para actividades culturales.
Alguna gente en el barrio me ha dicho que me mude al Country, porque siempre estoy barriendo, con mi campaña ciudadana para que la gente no lance la basura a la calle, para que mantengamos los espacios comunes limpios. ¿Acaso la gente del Country es más valiosa que la gente del barrio? No entiendo por qué hay siempre esa distancia entre las urbanizaciones y el barrio. Que el barrio siempre se margina. La gente, a la larga, es la que se margina.
—¿Sólo porque la gente se margina, o crees que hay otras razones para que el barrio ocupe ese lugar al margen?
—Se ha hecho mucha publicidad negativa al barrio: que allí es donde están los delincuentes, los vendedores de drogas, que hay mucha desidia comunitaria, que no se cumplen las leyes, que no hay normas de convivencia. Es verdad que la anarquía se apoderó de las mentes de muchos de los que habitan en el barrio. Yo no me incluyo, porque desde pequeña me enseñaron a respetar el espacio del otro. Para mí siempre ha sido muy difícil, un contraste fuerte, un choque, porque me acostumbré a vivir pensando y soñando que yo estaba dentro de una urbanización, porque siempre tuve la oportunidad de calar en esos espacios.
Para mí es muy duro cuando escucho a un vecino marginarse a sí mismo del resto de la ciudad. Cuando dicen: “Eso es cosa de sifrinos, de millonarios”, o dicen: “Imagínate, pero si es que yo vivo en el barrio”. Para algunos, si tú tienes una casa bonita en el barrio entonces “eres rico”.
—¿Eso es mal visto dentro del barrio?
—Terrible. Se crean enemistades, se fomenta la envidia, la rabia, la frustración, para los que, por ejemplo, no pueden tener un buen carro. Eso es sinónimo de que eres rico. A mi esposo muchas veces le han rayado el carro cuando lo estaciona frente a la casa. Hay frustración por no poder acceder a lo material. Pero yo creo que esto es una decisión de cada quien. Vivir bien es una decisión.
—¿Has pensado mudarte “al Country”?
—Como toda persona que quiere evolucionar, yo siempre he soñado. Nosotros vivimos en un ranchito de tablas, y yo le decía a mi mamá “cuando sea grande usted va a tener una casa con tantos cuartos, va a tener agua con tuberías”, porque no teníamos eso, no teníamos baño, “usted va a tener una lavadora que lave sola, y una máquina que seque la ropa”. Y mi mamá pensaba que yo era muy soñadora. Ella me decía: “Hija, eso es imposible, nosotros no podemos tener eso”.
Escuchar a mi mamá decir que era imposible que nosotros viviéramos bien, para mí fue un reto. A los 19 años empecé a ayudar muchísimo a mi mamá. Ya la casa no era un ranchito, porque ella le había echado mucho pichón, pero no eran las condiciones que yo soñaba: un baño con cerámica, que el agua de la poceta bajara con una manilla. Gracias a dios mi esposo me ha ayudado mucho, así como el jefe de mi mamá, que también es mi jefe, ayudó a hacer parte de ese sueño de urbanismo interno. Ahora ella tiene una casa muy linda, con una vista maravillosa al barrio. Ya yo no vivo en San Blas, sino en Barrio Nuevo (también en Petare), porque a los 23 años se nos dio la oportunidad de comprarla. Eso era como romper el paradigma de los muchachos del barrio: teníamos casa, carro, moto, y una niña estudiando en una escuela.
Siempre he pensado en mudarme, porque me encanta vivir bien, que mi sueño no se perturbe ni yo perturbar el sueño de otros. Nosotros vivimos en la anarquía de la música a todo volumen, a la hora y el día que sea, sin importar si el vecino está cansado o enfermo. Hace unos años se metieron a la casa y nos robaron, nos dejaron sin nada. Eso me hizo sentir una rabia abismal hacia el barrio. Ni siquiera quería ya mi casa. Hasta que me nivelé y volví a querer mi casa. Empecé a hacer cosas en el barrio para amarlo. Yo siempre me digo que yo vivo en el barrio, pero que el barrio no vive en mí. Son dos cosas totalmente distintas.
—Obviamente el barrio no es solo anarquía y problemas. ¿Hay cosas del barrio que viven en ti, que reivindiques?
—Reivindico sobre todo a los vecinos del barrio donde nací. Amo a la gente de mi barrio, estoy muy ligada a ellos. Muchos han fallecido, por su edad. Buena parte de mi activismo lo dedico a ese lugar. Ayudo a mis vecinos en lo que está a mi alcance. Pero donde vivo es distinto. Allá duermo, pero no tengo la misma conexión. Sin embargo empecé a amar ese barrio porque soy parte de esa comunidad. Lo que afecta a la comunidad también me afecta a mí. Si yo puedo aportar para el rescate de espacios públicos en otros sectores, ¿por qué no hacerlo en el lugar donde vivo? Así que me metí a mí misma una dosis de conciencia ciudadana, y allí estoy haciendo cosas con los vecinos, con un reconocimiento mutuo.
—Como tú hay mucha gente que siente esa necesidad de salir del barrio, pero muchísimos otros ha optado por quedarse, algunos incluso con la idea de transformarlo. Ese parece ser en este momento tu caso, al menos mientras habitas en Petare. ¿Qué te has planteado transformar?
—Ya lo hacemos: rescatamos espacios públicos, avenidas, adyacencias de escuelas, donde existe anarquía en relación con la disposición de la basura, con la venta de licores o de estupefacientes. De hecho logramos quitar una venta de drogas que estaba a escasos metros de la escuela donde crecí. Yo fui la que le di el empujón, para que entre otros le diéramos mayor calidad de vida al barrio. En cinco años hemos rescatado siete espacios, que han dejado huella.
—¿Se mantienen recuperados?
—Sí, se mantienen. Cuando vemos que empieza a “cojear” una pata de la mesa, agarramos las escobas, las palas y nos vamos a hacer limpieza y a generar conciencia entre los ciudadanos que ahí habitan. El año pasado me uní a la ONG Haciendo Ciudad, que nos ha apoyado en el rescate de espacios, metiéndole color con murales, que eso ayuda muchísimo. Cuando se transforma un sector en un barrio, que ha estado acostumbrado a convivir con la basura, con la desidia y la anarquía, el cambio que se produce en la gente es bellísimo, sobre todo cuando los niños y los jóvenes participan en la elaboración de esos murales, porque les da sentido de pertenencia. No importa ya la tolda política, si eres un delincuente o formas parte de un colectivo, no lo vas a dañar si ves a un niño ayudando a pintar ese mural.
—Siempre me ha resultado inquietante que se acumule tanta basura al lado de las escuelas, por cierto no solamente en los barrios. ¿Qué explicación le das a este fenómeno: el lugar que deberíamos proteger y exaltar más, por el valor que supone, está asediado por la basura?
—No soy ni psicóloga, ni socióloga, ni trabajadora social, pero me he dado cuenta de que la conducta de los representantes es de facilidad. Cuando llevan al muchachito a la escuela, y ven que hay una bolsita en la esquina, aprovechan y dejan su basura ahí. Digamos que “matan dos pájaros de un tiro”: dejan al niño en la escuela y lanzan la basura, sin darse cuenta del grave daño que le están haciendo a sus hijos que estudian allí, porque aparte de la contaminación visual es un tema de salud pública. Lo veo como dejadez, como si no les importara.
Cuando hablo con las personas, cosa que hago a diario, y les pregunto por qué lanzan la basura al lado de donde estudian sus hijos, la respuesta es: “No me había dado cuenta que eso ocasionaba un daño a los niños”. Aquí el problema radica en que se nos olvidó el ejercicio de la ciudadanía.
—¿Cómo caracterizarías ese ejercicio?
—Cuando respetas el derecho del otro. Si tú transgredes esos espacios públicos, estás fomentando la anarquía en esos niños. Le estás enseñando que no importa que ensucies la escuela donde estudias. Le estás diciendo que eso es normal, porque eso se normalizó aquí.
—Tengo la certeza de que eso no solo sucede en el barrio.
—En estos días estuve en el centro de Caracas, donde hay un colegio de religiosas muy conocido, y había basura alrededor. Una amiga mía me mandó unas fotos y me dijo que quería que fuese a ver esa situación. Allí hay hijos de profesionales, que viven en urbanizaciones aledañas.
—En relación con el “comportamiento ciudadano”, hay escuelas en las que los niños llegan y salen en carro, y suele suceder que los representantes ocupan las aceras, los rayados, detienen el tránsito, sin importarle si afecta a los demás. La falta de conciencia está también allí. Digo esto porque las escuelas parecieran estar ausentes de lo que sucede a su alrededor, del desafío de transformar la ciudad, sea en el barrio o en la urbanización.
—Vuelvo a citar a la escuela Simón Bolívar, en San Blas, donde estamos realizando una labor importantísima para despertar la conciencia, incluso de quienes la dirigen. A la junta directiva y a los padres y representantes no les importa lo que sucede afuera del portón de la escuela. Lo que me dicen es que no se quieren meter en problemas. Parece que se les olvida que deben velar por las estructuras externas, el espacio que la bordea. Si dentro de la escuela le enseñáramos realmente a los niños, así mamá y papá no lo hagan, que no deben botar basura en cualquier lugar, y que deben proteger su escuela, esos niños van a ir enseñando a papá y mamá que no boten la basura por ahí, o que no se estacionen obstaculizando el paso o irrespetando las normas que protegen a los peatones. El niño terminará siendo el maestro cuando en las escuelas se refuerce esa conciencia ciudadana.
—Se supone que nos deberíamos educar, sobre todo, para convivir. Pero pareciera que no se educa para convivir en ese lugar específico en el que estamos. Parece haber un divorcio de la escuela, no solo con lo que está “afuerita”, sino con la vida que vivimos. No nos educamos para transformar la realidad, sino para insertarnos en ella.
—Las canchas deportivas que están cerca de las escuelas sufren la desidia comunitaria y de las propias escuelas, porque muchas no tienen canchas propias, sobre todo en los sectores populares, y terminan usando las que están cercanas, que son de uso común. Allí termina imperando también la anarquía social, vecinal, familiar.
—¿Qué oportunidades ves tú en Petare, desde ese deseo de cambio?
—Mejorar todo lo que es el manejo de los desechos sólidos, también la vialidad. En esto hemos estado trabajando desde la autogestión comunitaria. Si los entes públicos no responden, nosotros tenemos que actuar, porque de hecho somos los más afectados. Hemos ido arreglando calles, botes de aguas negras, de aguas blancas. Hemos ido desarrollando ese proyecto de urbanismo interno. Ahora, si hablamos a largo plazo, en Petare y en todos los sectores populares yo quisiera ver verde, para que la gente se pueda sentir dentro de lo natural. No es fácil, pero claro que se puede, de hecho existen también los jardines verticales.
—Al principio cuando hablaste de “urbanismo interno”, lo hiciste para referirte a tu propia casa, ahora lo utilizas para hablar del espacio común, de la comunidad. Ese mejorar tu casa y las condiciones de vida de la comunidad, ¿será suficiente para resolver este divorcio entre el barrio y el resto de la ciudad?
—Yo siempre me he preguntado las dos cosas: por qué nos excluyen y por qué nos excluimos. Yo viví la experiencia de El Calvario Puertas Abiertas y pienso que no es imposible plantearse algo más allá. Cuando estuve apoyando la realización de los murales, muchos vecinos me contaron que antes era peligroso, que había delincuentes, pero que hicieron como un pacto para vivir en paz. Y qué bien se siente que a tu barrio puedan ir turistas. Cuando a mi barrio va algún medio de comunicación yo me siento orgullosa, sobre todo en el sector donde nací y donde hemos hecho nuestro trabajo. Antes me daba pena tener invitados y que el barrio estuviera sucio. Cuando viene gente de afuera y se siente confortable en tu barrio es que uno siente que vale la pena incluirse y dejarse incluir.
—A veces la riqueza particular del barrio no es reconocida ni siquiera por sus propios habitantes. Hay casas maravillosas, de gente que ha dedicado toda su vida a hacer crecer y mejorar su vivienda. El problema parece estar en el espacio común. ¿Cuáles son las trabas para que la gente se sensibilice y organice en función de que esos espacios se transformen y dejen de estar desintegrados de la ciudad, y exigir a las autoridades que corresponde para que esa integración se dé?
—Yo creo que eso está cambiando. Lo estamos haciendo en San Blas, Carpintero, Barrio Nuevo, La Machaca. En Mesuca hay dos espacios que se han transformado en los que ni siquiera estuve participando, apenas fuimos una referencia, porque se enteraron que arriba estábamos unos vecinos rescatando espacios. Lo más difícil es dar el primer paso. Reconocer aquello que no está bien en el sector, que lo afea, depende mucho de nosotros, de cada uno de los que allí habitamos. Una vez que das ese paso de recuperar un espacio te sientes orgulloso y quieres seguir.
Eso lo hemos visto con vecinos que no se involucraron, que se convirtieron en mis “enemigos” cuando decidí eliminar un bote de basura de 35 años. Me decían que yo me creía la dueña del barrio. Y en esos cinco años de lucha entendí que sí, que yo era dueña del barrio, que quería verlo urbanizado, y les decía a los demás: “sé parte del barrio, en vez de insultarme ayúdame a limpiar, ven con una escoba o con una bolsa”. Al cabo de un año ya nadie ponía basura allí. Hoy, cinco años después, puedo decir con orgullo que el aseo puede estar una semana sin pasar, y la gente no pone la basura en la calle. Nos hemos organizado, a veces contratamos camiones, metemos la basura en bolsas negras, las llevamos a un vertedero que está en Mesuca.
—¿Cómo lograron eso que vi en San Blas, de que todos salieran simultáneamente a colocar la basura en el camión, como si hubiese un código secreto que activó aquella procesión?
—Hoy me siento orgullosa de haber recibido insultos, porque era un trabajo constante. Casi pierdo mi matrimonio, porque yo decidí que iba a recuperar ese espacio, que iba a organizar ese lugar. Dormía en un sofá en casa de mi mamá porque tenía que estar pendiente, porque había gente que sacaba la basura y nos la dejaba en el sector. Como a las tres de la mañana ya teníamos el cerro de basura, pero yo me levantaba más temprano y me escondía. Le decía a la gente: “¡epa señor, ahí no se lanza la basura! ¿Usted no entiende que esto no es un vertedero?”. Entonces funcionó el radio bemba: “allá adelante no se puede botar basura”.
Los vecinos ya se habían concientizado, pero venían personas de más de seis sectores a dejarnos la basura ahí, en carros, en motos, a pie. Eso fue un trabajón de un año continuo, todos los días ahí. A veces estaba sola, otras veces me acompañaban otros vecinos.
—¿Los que te decían que te creías dueña del barrio cambiaron?
—Totalmente. Muchos de los que me decían improperios me decían: “hoy no me puedo quedar, pero aquí te dejo unas bolsas”. Ver al que te adversa unirse a la causa para mí era un logro. Cinco años después, en ese que fue nuestro primer espacio recuperado, nadie pone basura.
—¿Y los servicios de recolección de basura funcionan igual que en el resto del municipio Sucre?
—No funcionan con la misma eficiencia ni constancia. Yo he estado muy relacionada con el IMAPSAS (Instituto Municipal Autónomo de Protección y Saneamiento Ambiental de Sucre), y eso me ha permitido conocer su metodología de trabajo. Su prioridad es mantener limpias las vías principales, por un tema político. Se enfocan en las áreas más transitadas, como para que no estén en tela de juicio las funciones de quien deben garantizar la recolección de desechos en cada rincón del municipio, incluidos los sectores populares.
En este momento el aseo está entrando en los sectores populares, al menos donde tengo incidencia, una vez a la semana. Imagínate lo fuerte que es esto para los vecinos, tener que almacenar la basura. Algunos hasta han decidido congelar los desechos orgánicos para sacarlos cuando llega el camión. Hay otros que preparan comida para los perritos de la calle con esos desechos. La creatividad ha imperado en este tema. La situación ha sacado lo mejor de la gente, pero también lo peor: hay gente que deja la basura en la iglesia.
—¿Cuál es la estrategia para que los espacios recuperados se sostengan, más allá de la vigilancia y la presencia constante? Siempre me ha llamado la atención que los espacios donde hay imágenes religiosas la gente las respeta, no lanza basura y por lo general se mantienen bien.
—La idea es que estos espacios se mantengan en el tiempo y que las personas no lo cuiden solo porque hay una figura de mando, presionando para que se mantenga limpio el espacio, sino todo lo contrario: es un llamado a la conciencia. Que las personas que habitan en los alrededores lo sientan suyo y lo cuiden. Es cierto que las imágenes religiosas ayudan, y como te dije, el que los niños y jóvenes participen, en cierta forma es parte de ese culto de protección. Lo hace un espacio sagrado, diría yo. Si alguien daña el trabajo de un niño, esto puede desatar un conflicto vecinal. Pero en relación con lo de las imágenes, estoy viendo con mucha preocupación que cerca de las iglesias están dejando basura, porque se está desvirtuando ese respeto. Habría que ver qué fenómeno social se está dando para que esto ocurra.
—Cambiemos al tema de los jóvenes y la ausencia de oportunidades. ¿Qué política deberíamos esperar del Estado, qué se puede hacer desde la sociedad para incluirlos en procesos productivos reales, sostenibles, que los aleje de la violencia como opción?
—Yo crecí en ese entorno de violencia. Yo tengo tres hermanos varones mayores. Uno ya no está. Ellos querían ser delincuentes. Entendí entonces que ser delincuente era una opción, simplemente porque vivías dentro del barrio. Si no eras delincuente eras literalmente un pendejo. Y mi mamá tuvo mucho que ver en que esos muchachos no fueran delincuentes. Cuando ellos le demostraban a sus amigos que podían guardarles el arma o la droga, salía yo: “mami, debajo de la mesita de noche hay armas, hay drogas”. Ella no era alcahueta: las agarraba y las botaba y después les daba una cueriza por las piernas. Para estar solita era impresionante el temple que tenía mi madre. Nunca permitió que sus varones se le desviaran. La opción de ser delincuente siempre está latente, pero tiene mucho que ver con la familia.
—¿Qué oportunidades tuvieron ellos para no tomar ese camino?
—Mi mamá siempre nos inculcó que teníamos que estudiar. Al segundo de mis hermanos lo tuvo que sacar del país para Colombia cuando tenía 17 años, porque lo iban a matar. Él estudiaba en la Simón Bolívar, y de ahí teníamos que salir escoltados por los profesores, porque teníamos un primo que era delincuente, y esto nos convertía en “enemigos” de esas bandas. En Colombia se puso a trabajar y se quedó un tiempo prudencial hasta que regresó a Venezuela y aquí se formó y comenzó a trabajar como electricista, ahora trabaja independiente y es papá de tres hijos.
No fue fácil para mi mamá lidiar sola con esa realidad del barrio. Éramos como 50 muchachos, 10 hembras y el resto varones, donde todos consumían drogas, tomaban licor o eran parte de un grupo de delincuentes.
—Me estás diciendo que el peso termina recayendo todo en la familia, muchas veces en madres solas. ¿recuerdas políticas que hayan generado oportunidades para que esta situación realmente disminuyera, y para borrar esa frontera entre los que son del barrio y los que no?
—En aquella época, cuando estuve en el INAM, veía la ética de los trabajadores sociales que me cuidaban, a finales de los 80 y principios de los 90, ellos venían desde Guarenas hasta mi barrio para ver las condiciones en que vivía, para saber cómo estaban mis hermanos, psicológica y económicamente. Ellos se ocupaban de que no faltara nada, para que cuando yo llegase el fin de semana, pudiese estar tranquila, estable. Mi hermano menor, que era especial, tenía una ayuda por parte del Estado, para que pudiese estudiar en una escuela para niños con necesidades especiales en Los Palos Grandes.
Sí se ocupaban, recuerdo que había muchos programas de cultura y deporte. Teníamos incluso en las escuelas, públicas y privadas, formación ciudadana. En San Blas teníamos educación de maestras y religiosas, una mezcla y un contraste que nos ayudaba a formarnos como ciudadanos. Si rayábamos las paredes los castigos no eran agresivos, sino que nos daban un pote de pintura y nos ponían a pintar la escuela. Había normas y se cumplían. Ahora no. El Estado se volvió cómplice.
Las políticas del Estado deben ser contundentes, pero deben estar tomadas de la mano de la participación ciudadana.
—En relación con la acción de la policía en el barrio, sabemos del abuso, del irrespeto de los derechos de la gente ¿Cómo es tu acercamiento?
—Cuando era pequeña yo quería ser policía, porque veía allí una figura protectora, que defendía al más vulnerable. Pero mi abuela decía que esa no era una carrera para niñas. Siempre pensé que el policía era un superhéroe, que protegía, cuidaba, acompañaba, pero en estos años de violencia hemos visto que muchos decidieron ser delincuentes uniformados. He sido víctima de la violencia de la Policía Nacional Bolivariana, que me golpearon con garrotes, desde motos en marcha, por el simple hecho de que llevaba la bandera de nuestro país en alto, sin agredirlos ni siquiera verbalmente, porque siempre los he respetado.
Ha sido difícil, pero he mantenido una posición de enseñarles que son parte de la comunidad y parte de esta sociedad. Mucha gente piensa que estoy loca, pero me ha funcionado. Yo decidí hacer mi propia campaña de perdón, lo hago cada vez que veo a un uniformado, sea PNB, Guardia Nacional, CICPC, Sebin, me acerco, le estrecho la mano, y les digo: “somos hermanos, es hora de que hagan las cosas mejor”.
En la comunidad, en líneas generales, cuando se trata de pedir apoyo policial, para proteger algún sector específico, tardan muchísimo en llegar. Cuando llegan la frustración de la gente es enorme y comienzan a insultarlos. Hay que fomentar valores dentro de las fuerzas policiales. Estaba leyendo las noticias de la mamá del beisbolista que secuestraron, y estaban implicados cinco funcionarios policiales en Maracaibo. Uno se pregunta: “¿ellos son los que nos van a proteger?”. El problema está en las bases morales. La situación país la han tomado como excusa para cometer delitos.
—Al inicio me comentaste de tener carro como un logro, y ciertamente lo es. Pero si en la ciudad todos tuvieran carros sería inmanejable. El problema es que en el barrio no hay un buen sistema de transporte público. ¿Cómo asume la gente esto, como un mal inevitable, o como una ausencia de políticas de Estado para con el barrio?
—El servicio de transporte, en general, está fatal. Además la vialidad está muy deteriorada, más aún en los sectores populares porque seguimos marginados por las autoridades. Nadie se preocupa de que hay vías por donde deben transitar ambulancias, bomberos. El otro día, a mediodía, en la redoma de Petare grabé un vídeo de la cantidad de personas tratando de llegar a sus casas y era terrible.
El medio alterno de más ayuda han sido los mototaxis, porque el traslado es rápido y, paradójicamente, más seguro ante la delincuencia, porque los autobuses son atracados a diario, sin que los cuerpos policiales hagan algo. En cambio los mototaxistas tienen sus estrategias para evadir a los delincuentes. Pero ya no se puede pagar a diario una carrera en mototaxi.
—¿Cómo está haciendo la gente?
—Lo que está sucediendo es que hay muchísima gente caminando desde su casa hasta abajo, un viaje que debe durar en carro unos veinte minutos, la gente lo debe hacer en una hora. Gente que cuando llega a sus trabajos ya está cansada. Y en la tarde es peor: después de la caminata de la mañana, después del trabajo, sin haber comido bien, tener que lanzarse la caminata hasta la casa es algo terrible. Se necesitan buenas políticas públicas para mejorar realmente este servicio.
Por los sectores de Carpintero cobran lo que les da la gana, no hay una tarifa fija. En la mañana te pueden cobrar dos mil bolívares y a las siete de la noche te pueden cobrar ocho mil. A veces, por desesperación, la gente los paga, pero a veces ni siquiera la gente tiene efectivo. En el barrio vivimos continuamente en una aventura. Todo se va sumando a una cadena de problemas, y esa cadena hay que romperla con exigencias, pero la gente está como cansada. Pareciera que no quieren alzar la voz, quizás por temor o desgaste ante los políticos responsables no lo hacen. No nos queda otra que romper las cadenas por tanta opresión para poder avanzar como sociedad.
—En espacios segregados, marginados, la pobreza tiende a reproducir a la pobreza.
—Nos han marginado, los gobernantes y la sociedad, pero también nosotros nos hemos marginado. Siempre aparece el estigma cuando se escucha hablar de los sectores populares. La pobreza tiene que ver con decisiones. Tú puedes nacer en un rancho, pero si tienes visión de futuro vas a luchar y vas a tratar de superar todos los obstáculos para tener una mejor calidad de vida. No tiene nada que ver con pensar en “ser millonario” o “consumista”, sino en más oportunidades de estudio, mejores condiciones en tu hábitat. Es una decisión quedarse en la frustración o en seguir adelante.
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