Por Sumito Estévez
Estoy en Manta. Ecuador.
Hago un festival en un restaurante. En la cocina hay venezolanos. Uno de los
anfitriones es venezolano. El señor que cuida los carros no es empleado pero le
dan almuerzo y vive de lo que le den. En el camino un semáforo rojo es la
oportunidad que espera un andino, infiero por su acento educado, para limpiar
el vidrio del auto. Un andino como de mi edad, ya entrado en la década de los
cincuenta. Ahora que lo medito el que cuida los autos, el anfitrión, el limpia
vidrios, ya no son tan jóvenes. La gente no tan joven suele tener una vida
hecha. Tenían.
Estoy en la habitación.
Suena los nudillos de alguien contra la madera. Entra Fredy a asearla. También
es un hombre como de mi edad. Es raro que un hombre limpie la habitación de un
hotel. Ahora que lo pienso, no recuerdo si antes me había pasado.
Voy a contar la historia de
Fredy. No sé si Fredy se escribe con una o con dos des. Hablé mucho rato con
él. Usaré el recurso de la primera persona para intentar ponerlos en mi lugar.
Soy Freddy. Trabajaba para
empresas Polar.
Pude comprar casa en los Dos
Caminos y traerme a mi Mamá de Los Teques. Los Teques está muy peligroso. Tuve
dos hijos y una hija. Tengo dos nietas. Son las hijas de uno de mis hijos. Mi
hija tuvo que dejar la universidad, ya no podíamos pagarla.
Mi hijo estudiaba en la
Andrés Bello. Lo persiguieron por la Páez para robarle la moto. En la Redoma la
India lo balearon. Agonizó 15 días. Tenía veinte años.
Me volví loco del dolor.
Literalmente loco. Me internaron en Clínicas Caracas por la depresión. Empresas
Polar pagó todo, teníamos buen seguro.
Soy católico. Mi abuela me
enseñó a rezar el rosario y mi Mamá decía que de no haberme casado hubiese sido
cura. Pequé y le reclamé a Dios por haberme abandonado. Un día una enfermera me
puso una estampa de José Gregorio Hernández en el pecho y me dije que no iba a
enterrar a mi fe junto a mi hijo.
Ya no teníamos para comer.
Me vine por tierra a
Ecuador. Mucha gente me ayuda. Aquí hay muchos venezolanos. Nos reunimos en
misa. Hay una pareja de doctores que rezan muy bonito. Creo que él se fue a
Chile. Ella todavía está aquí.
Gano 300 dólares. Pago 150
dólares por la habitación. En un año me he mudado seis veces porque me suben el
alquiler. Aquí en el trabajo me dan el almuerzo. Cenar no me hace falta. Yo le
mando dinero a mi familia. Pude mandarle medicinas a una prima que comenzó a
convulsionar. Gracias a Dios en la iglesia me dieron dinero para las medicinas.
Para mi abuela si no pude hacerlo a tiempo y se murió antes de que llegaran las
medicinas. Hace 22 días que no mando dinero. No he podido.
Jamás les digo que paso
trabajo. Mi Mamá me pregunta y siempre le digo que todo está bien. Y es la
verdad.
A ellos no los puedo traer.
Perderíamos la casa. Si la dejamos sola la perdemos.
A veces tengo que
desconectarme. Hace dos días le dije a mi hijo que iba a bloquear el whatsapp
porque me escribía desesperado porque no tenía para comprarle comida a las
nietas y le expliqué que necesitaba desconectarme para pensar. Un amigo me
prestó 20 dólares y le pude mandar. Por eso me desconecto, porque todo el mundo
me escribe. Amigos, primos, compañeros de trabajo. Todos. Y cuando leo los
mensajes me desespero y los quiero ayudar a todos. Pero no puedo. Por eso me
desconecto.
Los venezolanos nos ayudamos
mucho. Yo ayudo a hacer bolsas de comida que donan personas y que donan en la
iglesia y se las llevo. Me especializo en llevarlas a mujeres solas. Hay muchas
mujeres solas con hijos que no tiene nada para comer.
Toda esta conversación fue
hoy 14 de febrero en mi cuarto. No es la primera que escucho porque no ha
habido un solo venezolano que me haya topado a quien no le haya preguntado como
está. Hace cuatro días el chofer del taxi que me llevó al aeropuerto de
Santiago de Chile (él ingeniero, su esposa médico) me contó cómo había llegado
sin nada con un hijo de dos años con cáncer a quien tenía que salvar (y salvó)
y como la comunidad venezolana lo había ayudado y como ahora, dos años después,
el usa el tiempo en que no hace de taxi para llevarle ayuda que donan
venezolanos otros a venezolanos que lo necesitan en Chile.
Son personas con las
historias más terribles las que siempre terminan por mostrarme que la
misericordia y la solidaridad es parte de su vida. Los que casi no tienen nada
usando su tiempo en ayudar a los que no tienen nada.
Cuando me iba a despedir de
Freddy saqué 20 dólares que tenía en el bolsillo y se los di. Su turbación era
absoluta. No aceptó. Estaba callado, pero toda su gestualidad decía que no
había hablado conmigo para dar lástima y pedirme. Le rogué que lo aceptara con
mi muy andina frase de viejito no me niegue la posibilidad de ayudar. Freddy
comenzó a llorar y comencé a llorar yo. Nos abrazamos y no volvimos a hablar
ninguno de los dos.
Cada uno lloraba por sus
razones. No puedo hablar por él, pero sí por mí. Es cierto que lloraba por
empatía. Que lloraba por llorón. Que lloraba porque me desespero y quiero
ayudar y no sé bien cómo porque esto es demasiado masivo. Intuyo que Dios me
está tratando de decir algo y buscaré la forma de ayudar.
Pero también es cierto que
lloraba por vergüenza. Porque me da vergüenza ser de los que se salvó y no pasa
trabajo. Claro que llevo mis dolores y mis pérdidas y mis depresiones a cuesta.
Claro que no hay pérdida pequeña porque cada quien arrastra magnitudes en
función del peso de su propia historia, pero soy de los privilegiados e imagino
que debo tener algo de ese síndrome culposo que cuentan que les da a los que se
salvan en una tragedia. Pero también lloraba, sobre todo, por la vergüenza de
ser tan frívolo a veces. Cuando yo digo “me quiero desconectar” me refiero a no
querer ver noticias por un día. Freddy habla de callar las voces de quienes
claman por ayuda para tener el tiempo de pensar para poder ayudarlos. Cuando yo
leo en Facebook historias de venezolanos que nos hacen quedar mal (la nueva
moda flagelante que le dio a las redes) pienso es en mí y en la vergüenza de
que me crean igual, y en medio de ese ego se me olvida que este puto gobierno
(en serio perdónenme el desliz, pero insultar también es catarsis) arroja a la
calle todos los días a gente que lo perdió todo, y con todo no hablo de dinero
sino de proyectos, de hijos muertos, de niñas que dejaron la universidad, de nietas
que no comen, de casas que se pueden perder, de abuelas que no pudiste salvar;
y no puede ser que me angustie sobre lo que pensarán de mi por el video de
alguien que tuvo la mala suerte de ser grabado quien sabe en qué instante de
desesperación, mientras las calles de cada país de Latinoamérica están repletas
de venezolanos empobrecidos que los fines de semana hacen bolsas de comida para
ayudar a otros.
17-02-18
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